A mediados de la década de los sesenta, el fútbol de la comarca de Bergantiños vivió su particular siglo de oro. Eran los años gloriosos del laracha, Payosaco, Bergantiños, e incluso del Club del Mar de Cayón, nacido por aquellas fechas. Este último equipo destacaba, incluso sobremanera, por ser el más aguerrido, aun dentro de la belicosidad general.
Mostraba su potencial en el minúsculo campo de fútbol, en un lugar conocido como Campo da Costa, muy próximo a la ermita de los Milagros. Allí, los pobres jugadores del equipo visitante, cuando salían de aquellos vestuarios hechos de troncos de pino, parecían reses encaminadas al matadero.
La plantilla del conjunto cayonés estaba formada por una veintena de mozos que, aunque siguiendo los cánones de la época, eran bastante cortos de talla, sí denotaban una gran fortaleza física, rememorando nuestra raza autóctona de caballos, retacos pero llenos de potencia como si estuvieran alimentados de chorizos y jamones en lugar de hierba. En la forma de jugar también se podían establecer comparaciones con los nobles brutos. Pero en el medio de aquella especie de atleta rústico, relucía como flor en la nieve Andrés Calvete García, apodado el Miñocas por ser tan escurridizo como el citado gusano. Metro y medio de jugador, que demostraba la gran verdad de que las esencias más preciadas vienen en frasco pequeño. Su inteligencia en el campo, velocidad, clase y olfato de gol eran tan desmesurados que parecía un gigante delante de los contrarios, y auténticamente llevaba en volandas a sus compañeros hacia la senda del triunfo.
Miñocas había aprendido a jugar al fútbol en las brañas cercanas a su casa, en Leira, cuando él y su primo Venancio llevaban las vacas a pastar. Para aquellos menesteres utilizaban un balón marca Ceplástica que habían encontrado tirado en la carretera, con una rajadura que lo hacía inservible para cualquier otro mortal, pero ellos, inasequibles al desaliento, rellenaron el esférico con paja de la cuadra a presión, terminando de completar el trabajo con la ayuda de la vieja máquina Sigma con la que la madre de Andrés zurcía. Los botes falsos que daba el balón comenzaron siendo un impedimento, pero terminaron convirtiéndose en una inestimable ayuda para lograr una envidiable técnica de control.
Un buen día acertó a pasar por donde estaban un directivo del Club del Mar, que quedó impresionado con la calidad que mostraban ambos primos, y ante el temor de que algún otro equipo de la zona se les anticipara, prácticamente los secuestró para que ficharan por su equipo. La carrera de Venancio en el club del mar fue ciertamente efímera, tanto que pese a su calidad tuvo que volverse para casa, debido a que calzaba el 44, y aquella talla, y aún alguna inferior, no estaba entre las existencias del vestuario de los cayoneses.
Durante un tiempo, las galopadas por la banda izquierda de Miñocas la sucesión de fintas y caracoleos y los inverosímiles remates en posición acrobática se antojaban interminables, tanto que agigantaron hasta límites insospechados la fama del menudo jugador, hasta el punto de que ya no solo eran los vecinos de Cayón los que asistían a los partidos, sino que los aficionados procedían de zonas limítrofes, como Baldayo, Payosaco o Laracha, e incluso se llegaban a organizar excursiones para presenciar los encuentros. Aquello era como una romería. Miñocas era una auténtica pesadilla para los adversarios. Sus constantes idas y venidas por la banda izquierda convirtieron el carril en un sendero desprovisto de hierba -por otra parte bastante escasa en el terreno de juego del Campo da Costa- hasta el punto de que parecía que le iban a conceder la servidumbre de paso. Es sobradamente conocida la anécdota de un aficionado que acostumbraba a situarse cerca de él para deleitarse con sus rápidas galopadas. Cada vez que Miñocas cogía un balón no dejaba de animarlo con gritos enfervorizados: -¡vamos Moisés, vamos Moisés, a por eles que xa son nosos!-. Y así hasta una gloriosa tarde en la que transcurrió una histórica jugada que dejó bien a las claras la vertiginosa velocidad de Miñocas. Un balón largo despejado por la defensa del Club del Mar traspasó la línea de medio campo, donde lo esperaba nuestro protagonista, quien tenía a un defensor contrario soplándole, como quien dice, en el cogote. Por tal motivo, en lugar de dominar la pelota, amagó su control y en el último instante la dejó pasar, volviéndose rápidamente con el consiguiente desconcierto del contrario e iniciando un veloz sprint pegado a la banda. En esas, el citado espectador, emocionado, comenzó con sus gritos habituales: -¡Vamos Moisés, vamos Moisés, directo pa á portería!- Miñocas ya no pudo más. Frenó en seco justo delante del seguidor, desentendiéndose del balón, que siguió rodando, y poniendo los brazos en jarras, bramó: -¡¡¡Qué non son Moisés, que son Andrés!!!-. Dicho esto reanudó su carrera hasta alcanzar el balón, ya en las inmediaciones de la línea de fondo. El contrario que lo perseguía, ya nada. Ni con esas fue capaz de cogerlo, y mucho menos de evitar que el esférico acabara dentro de su portería. Una tarde de verano, Rodrigo García Vizoso, que desempeñaba labores técnicas en el Deportivo de La Coruña, venía en un turismo desde Carballo en dirección a la capital, y decidió desviarse hasta Cayón para tomar unas sardinas asadas. Al pasar junto al campo de fútbol, le llamó la atención la aglomeración de gente que allí había, y picado por la curiosidad, decidió hacer un alto en el camino para ver lo que allí se cocía. Se trataba de un encuentro de 1a copa de La Coruña entre el Club del Mar y el Vioño. Como tampoco tenía prisa, y le picaba el gusanillo del fútbol, decidió quedarse a ver un poco el partido. Pronto quedó impresionado al ver las evoluciones por la banda izquierda de un minúsculo jugador que cada vez que tocaba el balón levantaba murmullos de admiración entre la parroquia. Miñocas acabó redondeando una fabulosa actuación, que mereció la total complacencia de un maestro del fútbol como el viejo Rodrigo. Merced a la favorable información que éste presentó en el Deportivo, la maquinaria del club herculino comenzó a moverse en la procura de su fichaje. Este se llevó a cabo, ya que tras duras negociaciones finalmente hubo fumata blanca para el pase del habilidoso extremo, a cambio de diez mil pesetas y una docena de balones, dada la precariedad que el club del mar tenía de ellos debido a la facilidad con que los jugadores las embarcaban en las fincas próximas plagadas de tojo, y por contra la dificultad de que aparecieran hasta la llegada del verano, con la tradicional quema de los montes.
Miñocas, arrimando el ascua a su sardina, pidió también a mayores un par de botas del 44, para que con ello su primo Nemesio pudiera cumplir su viejo sueño de jugar en el Club del Mar. El día que apareció el par de botas, Nemesio estaba, nunca mejor dicho, como un niño con zapatos nuevos. Tras admirar largamente los borceguíes, se dispuso a estrenarlos en el entrenamiento del equipo, que estaba a punto de dar comienzo. Nada más calzarlos, notó que el izquierdo le quedaba como un guante, pero el derecho, precisamente el de la pierna que sabía manejar, jodía más que un cristal en un ojo. Pero como era sufrido, y además tenía miedo de que si decía que no le servían lo mandasen otra vez para casa, decidió resistir y tratar de que el propio pie hiciera de horma. Pero el intento fue en vano, ya que cuanto más utilizaba el pie derecho más insufrible era el dolor, y consecuentemente ello se reflejaba en las actuaciones de Nemesio en los entrenamientos, que eran deplorables. No daba ni bola, y como erre que erre seguía reacio a manifestar e1 origen de su bajo rendimiento, su calidad futbolística quedaba cada vez más en entredicho, hasta el punto de agotar la paciencia y buena voluntad de los responsables del club, que finalmente optaron por desestimar su concurso; así que, llegado el último día de la prueba, estaban preparados para darle la mala noticia. Parecía que la suerte de Nemesio en el Club del Mar estaba echada, cuando sucedió el milagro que nadie, incluido el propio Nemesio, contaba. En un momento dado de la pachanga que estaban jugando, tras un control de balón de Nemesio en su línea defensiva, la bota derecha de éste reventó como un globo, quedando completamente descalzo. Aprovechando el desconcierto general, inició una veloz carrera al más puro estilo de su primo. Cuando se aproximó al borde del área, sin pensárselo mucho soltó un trallazo que se alojó como una exhalación por la escuadra izquierda de la portería. Fue el inicio de un gran recital del que hasta ese momento consideraban un inútil para el fútbol. Nadie encontraba una explicación razonable para semejante cambio. Terminado el entrenamiento, el encargado de material, José García, conocido como Pepe o Espantoso por sus peculiaridades físicas, se acercó a recoger la bota rota para ver las posibilidades de arreglo que tenía, percatándose de que aquello no había quien lo arreglara. Estaba hecha trizas; también notó algo extraño. El estaba presenciando el entrenamiento y hubiese jurado que le faltaba a Nemesio era la derecha, y aquello que tenía en la mano eran los restos de una bota izquierda. Quedó tan desconcertado que cuando se lo quiso explicar al entrenador, no era capaz de emitir más que balbuceos. Todo quedó subsanado adquiriendo en Cuenca y Botana, por cuenta del Deportivo, un par de botas nuevas, quedando las otras, la rota y la entera, en lugar preferente entre los trofeos del club, como ejemplo de sacrificio y constancia por amor a unos colores.
Nemesio se convirtió desde ese instante y por muchos años en una pieza básica del Club del Mar.
En cuanto a Miñocas, tras su flamante fichaje, pasó a engrosar las filas del Fabril, filial del Deportivo que militaba en la tercera división, teniendo como entrenador a Arsenio iglesias, el zorro de Arteixo -en aquella época todavía le quedaba lejos tal apelativo, pero indudablemente ya lo era-. Los comienzos no fueron nada fáciles, por razones de adaptación a su nuevo entorno a pesar de la indudable receptividad de sus compañeros, salvo alguna excepción, que siempre las hay, que aprovechaba la aparente ignorancia de Miñocas para llamarle desertor del arado e intentar reírse de él, pero con poco éxito ya que nuestro hombre destilaba retranca y no era fácil de vacilar. Pronto hizo buenas migas con los "caciques" de la plantilla del filial: Seoane -el Iribar de San Roque-, Seijas, Canedo -la araña de Malpica-, Tonecho, Cubiche, etc.
Después de los entrenamientos vespertinos, se acercaban hasta las tascas del centro de la ciudad a tomar las tazas en ambiente de camaradería. Daba gusto ver a Seoane y Canedo, que se disputaban a muerte un puesto en la portería, y parecían hermanos. Hasta cuando compraron sendos coches fueron juntos a un taller de Arteixo que era especialista en trucar los asientos del acompañante del conductor, haciéndolo reclinable con alguna aviesa intención.
Lo que más le gustaba del ambiente coruñés eran los bailes del jueves rosa de La Granja, junto al mercado de San Agustín. Para llegar a la sala de fiestas tenían que dar un considerable rodeo para evitar pasar por delante de la lavandería que Arsenio tenía en la calle Pontejos, pero una vez superado ese obstáculo empezaba la caza de las "modistillas", en la que nuestro personaje tenía escaso éxito pese a su animosidad.
Otra de las artes en las que Miñocas era maestro consumado era la picaresca en el terreno de juego. Era algo innato en él, pero con el tiempo y la experiencia que fue adquiriendo perfeccionó hasta límites insospechados. Sirva como ejemplo lo acaecido en el estadio de Riazor una tarde en la que el Fabril se medía al Turista de Vigo. Quedaban escasos instantes para la finalización del derby, y el equipo local vencía por un solitario gol a cero, cuya autoría se la había adjudicado precisamente Miñocas. En un momento dado, la caída de un atacante vigués al borde del área fue interpretada por el colegiado de turno como golpe franco. Se mont6 la correspondiente barrera para defender la falta, y un delantero visitante, con el afán de incordiar y desconcertar a los defensores, se incrustó en el medio de ella. Comenzaron a surgir los correspondientes empellones por parte de éstos para ganar la posición, pero el tío era fuerte y bravo, y no lo daban echado de allí. De repente, Miñocas, que permanecía al margen de la tangana -su talla no hacía recomendable su incorporación habitual a las barreras, se acercó a la zona del conflicto y tomó la iniciativa: -Deíxademo a min, que a este o fago salir eu-. Sus compañeros, aunque incrédulos le dejaron un hueco entre la barrera, justo al lado del "tocacarallos" aquel. Un instante después, el incordiante salía de allí escopetado. Se fue directo cara al árbitro con la clara actitud de decirle algo, pero finalmente se contuvo. La falta se sacó sin consecuencias para el marcador y el partido terminó con victoria local. Los compañeros de Miñocas, aunque contentos por el triunfo obtenido, no dejaban de estar picados en su curiosidad por la fórmula mágica utilizada por éste para deshacerse del incordiante, y nada más llegar al vestuario lo primero que hicieron fue inquirirle sobre el método, tan expeditivo a la vista del resultado obtenido. Miñocas les dijo calmosamente:
-Coño, pois muy fácil. Metín a man por detrás, e fun metiendo un dedo entre as cachas do fulano. Calculei donde tiña o burato do cu, e empuxei o dedo con forza, meténdollo ata o final. O fulano poderá ser un cabrón, pero maricón seguro que non e, porque xa víchedes como saiu. Parecía un foguete. Fixo o amago de chivarse ó árbitro, pero que lle iba a decir, ¿expulse a este tío por maricón?. Así que non lle quedou outra que achantar.
El sueldo que ganaba jugando al fútbol era escaso y como diariamente, por unas u otras razones, siempre terminaba perdiendo el coche de línea, tenía que retornar andando a Cayon para no tener que pagar un taxi. La idea no era muy brillante, ya que cuando, entrada la noche, llegaba al alto de Villarrodís y pasaba por el Quinto Pino -una especie de antecesor de las barras americanas-, no podía sustraerse a la tentación de entrar en el establecimiento, y una vez atravesada la puerta de entrada, su fuerza de voluntad sufría un serio revés y ya era hombre al agua, totalmente incapaz de sustraerse a los requerimientos de las "pebetas" que deambulaban por el local, con el consiguiente perjuicio para su pecunio. Cuando llegaba a casa pasaba de las 7 de la mañana, y su madre estaba despierta, intranquila por si le había ocurrido algo. El le decía que no se preocupara, que salía tarde de entrenar. La madre le replicaba:
-Tes que deixar o fútbol e aprender un oficio, que por ahí non vas a ningunha parte-
Sabio consejo, al que Miñocas no hizo caso alguno. Futbolísticamente, las cosas no le podían ir mejor. El periodista Orestes Vara Calzada, director del semanario deportivo Riazor, que por aquellas fechas se imprimía en los rotativos de La Voz de Galicia, lo bautizó con el cariñoso apelativo de El Séneca del fútbol, por la sabiduría y la elegancia con que se desenvolvía dentro del terreno de juego. En una entrevista concedida al citado semanario, a una pregunta sobre lo duro que era para un chico joven perder los mejores años de su vida sacrificando las diversiones por exigencia del fútbol, Miñocas respondía:
-Eso non e duro. Duro era o que facía eu antes, que me levantaba as seis da mañán para ir a sachar ás leiras, e cando terminaba había que ir cas vacas, diarios e domingos-
Desgraciadamente, esa sabia filosofía no fue capaz de aplicarla para solucionar su futuro. Mientras sus compañeros se buscaban la vida estudiando o trabajando, pensando con razón que la élite del fútbol está solo destinada a unos pocos privilegiados, el se dedicó a sestear y a fundir sus ahorros, metiéndose en ambientes poco recomendables y a sacar de apuros a nuevas amistades a base de préstamos cuya devolución nunca se hacía efectiva.
jueves, 11 de marzo de 2010
PEPE CORUÑA
Pepe Coruña pasaba por ser el mejor pescador de costa, en cualquiera de sus artes, de toda la región noroeste. Era un individuo de unos cincuenta años, corpulento, aunque no muy alto, y de pelo canoso, que contrastaba con el perenne color tostado de sus marcadas facciones, que se entremezclaba con las coloradas venitas que surcaban sus mejillas y su nariz, delatando su más que notable afición por el vino clarete. Y que decir de sus manos, completamente encallecidas y llenas de pequeñas cicatrices producidas por las numerosas picaduras de anzuelos, que dejaban bien clara cual era su profesión. Con estas características, no debe extrañar a nadie que su lugar de residencia fuese el puente de un viejo pesquero, abandonado desde hacía años en el puerto de Sada.
En los veranos de los años 50 y 60, era público y notorio que durante la estancia del Caudillo en el Pazo de Meirás, los servicios de Pepe eran requeridos para colaborar con su excelencia en las jornadas de pesca a bordo del Azor. Como quiera que su adicción etílica era sobradamente conocida por los servicios de seguridad del Jefe del Estado, como medida precautoria se le recluía en uno de los camarotes del yate con tres días de antelación, estando durante ese período bien comido y con todas las atenciones, pero mal "bebido", toda vez que no le dejaban ni ver de lejos el alcohol, manteniéndole además bajo una vigilancia especial.
No obstante, en una de aquellas ocasiones, Pepe estaba aburrido dentro del camarote, y se le ocurrió meter la mano por uno de los ojos de buey que en él había, encontrándose con la agradable sorpresa de que comunicaba directamente con el bar, y las botellas de excelentes vinos y licores estaba completamente a su alcance. A pesar de que el Coes brillaba por su ausencia, tampoco le iba a hacer ascos a aquellas botellas de Napoleón y Chivas de 21 años, ni siquiera a las reservas de Rioja que allí había, así que los "viajes" que recibieron durante los tres días que Pepe presumiblemente estuvo a "secar" en el camarote se los puede uno imaginar. Moraleja: Cuando llegó la hora de venir a buscarlo para comenzar la pesca, Pepe tenía una castaña más grande que el ministro de Marina -en aquel entonces Castañón de Mena-.
Como ya no había forma de evitarlo, al carecer de argumentos para dejar a Franco sin su ayudante so pena de meterse en un grave compromiso, el responsable de seguridad decidió echar pelillos a la mar, en la suposición de que el respeto por su excelencia y el miedo a las consecuencias de una actuación desafortunada, colaborarían a despejarlo rápidamente de la tremenda tajada que llevaba encima. Craso error, porque aunque al principio todo fue bien, el problema surgió cuando, ya en alta mar, picó la primera pieza. Se trataba de un túnido de respetable tamaño, tanto que Franco -contra todo lo que se ha comentado al respecto, un excelente pescador- trató de izarlo a bordo con la manivela, pero el excesivo peso de la pieza no le permitía maniobrar con comodidad, y en un momento dado estuvo a punto de perderla. En ese instante, a Pepe no se le ocurrió otra cosa que quitárselo de delante con un empellón que a punto estuvo de arrojarlo por la borda: -Quita de ahi, "atontao", que non tes nin puta idea. Vai tomar po lo cu- exclamó exaltado al tiempo que agarraba fuertemente la manivela. En un abrir y cerrar de ojos, un número de pistolas que no pudo determinar le estaban apuntando directamente a la cabeza. Ya se veía perdido -aun ni por esas soltó la manivela- cuando la aflautada voz del Caudillo, que a él le sonó a música celestial, paró la más que probable ejecución: -No, déjenlo tranquilo, que sabe bien lo que hace- Y siguieron pescando como si tal cosa.
En los veranos de los años 50 y 60, era público y notorio que durante la estancia del Caudillo en el Pazo de Meirás, los servicios de Pepe eran requeridos para colaborar con su excelencia en las jornadas de pesca a bordo del Azor. Como quiera que su adicción etílica era sobradamente conocida por los servicios de seguridad del Jefe del Estado, como medida precautoria se le recluía en uno de los camarotes del yate con tres días de antelación, estando durante ese período bien comido y con todas las atenciones, pero mal "bebido", toda vez que no le dejaban ni ver de lejos el alcohol, manteniéndole además bajo una vigilancia especial.
No obstante, en una de aquellas ocasiones, Pepe estaba aburrido dentro del camarote, y se le ocurrió meter la mano por uno de los ojos de buey que en él había, encontrándose con la agradable sorpresa de que comunicaba directamente con el bar, y las botellas de excelentes vinos y licores estaba completamente a su alcance. A pesar de que el Coes brillaba por su ausencia, tampoco le iba a hacer ascos a aquellas botellas de Napoleón y Chivas de 21 años, ni siquiera a las reservas de Rioja que allí había, así que los "viajes" que recibieron durante los tres días que Pepe presumiblemente estuvo a "secar" en el camarote se los puede uno imaginar. Moraleja: Cuando llegó la hora de venir a buscarlo para comenzar la pesca, Pepe tenía una castaña más grande que el ministro de Marina -en aquel entonces Castañón de Mena-.
Como ya no había forma de evitarlo, al carecer de argumentos para dejar a Franco sin su ayudante so pena de meterse en un grave compromiso, el responsable de seguridad decidió echar pelillos a la mar, en la suposición de que el respeto por su excelencia y el miedo a las consecuencias de una actuación desafortunada, colaborarían a despejarlo rápidamente de la tremenda tajada que llevaba encima. Craso error, porque aunque al principio todo fue bien, el problema surgió cuando, ya en alta mar, picó la primera pieza. Se trataba de un túnido de respetable tamaño, tanto que Franco -contra todo lo que se ha comentado al respecto, un excelente pescador- trató de izarlo a bordo con la manivela, pero el excesivo peso de la pieza no le permitía maniobrar con comodidad, y en un momento dado estuvo a punto de perderla. En ese instante, a Pepe no se le ocurrió otra cosa que quitárselo de delante con un empellón que a punto estuvo de arrojarlo por la borda: -Quita de ahi, "atontao", que non tes nin puta idea. Vai tomar po lo cu- exclamó exaltado al tiempo que agarraba fuertemente la manivela. En un abrir y cerrar de ojos, un número de pistolas que no pudo determinar le estaban apuntando directamente a la cabeza. Ya se veía perdido -aun ni por esas soltó la manivela- cuando la aflautada voz del Caudillo, que a él le sonó a música celestial, paró la más que probable ejecución: -No, déjenlo tranquilo, que sabe bien lo que hace- Y siguieron pescando como si tal cosa.
REQUIEM POR UNA CARCASA
El señor Casimiro era un viudo que frisaba los 70 años. Vivía en una Casa de labranza situada en la cima del outeiro, sobre la ermita de los Milagros. Su carácter desconfiado y fama de avaricioso le habían granjeado pocas simpatías entre sus convecinos. Unos cuantos años antes había estado emigrado en Cuba, y aunque no permaneció demasiado tiempo, había quien decía que había hecho mucho dinero allí, aunque nadie lo sabía a ciencia cierta, ni siquiera su familia, que no le había visto jamás gastar una perra chica, y lo único que se había traído de Cuba, junto con una anticuada maleta llena de remiendos, era un viejo aparato de radio con carcasa de madera, que ni siquiera funcionaba -y aunque lo hiciera de poco iba a servir, porque carecían de corriente eléctrica-. A poco de retornar de la emigración su mujer falleció, dejándole a cargo de sus tres hijos, por aquel entonces menores de edad. Entre los cuatro lograron ir sobreviviendo malamente con el producto de las labores agrícolas en las escasas leiras que tenían arrendadas y una piara con media docena de cerdos famélicos que mantenían en el cortello cercano a la casa. Un buen día el señor Casimiro empezó a encontrarse mal. Fue el principio del fin; lo que inicialmente era un pequeño malestar se agudizó, y los dolores fueron yendo a más hasta hacerse insoportables. Cuando llamaron al médico, lo único que hizo el galeno fue confirmar que estaba sentenciado. Sabiéndose, pues, en las últimas, el señor Casimiro reunió a sus hijos para hacerles la última encomienda: -Meus fillos, teño que decirvos algo. Como xa me queda muy pouco tempo de vida, quero despedirme de vos e pedirvos un último favor. Cando morra, quero que metades no féretro o aparato de radio que trouxen cando viñen de Cuba- A los hijos, aun pareciéndoles extraño aquello -su padre no era precisamente un hombre dado a sentirnentalismos- consideraron que no costaba nada cumplir el capricho del viejo, al fin y al cabo el trasto aquel no servía para nada. Jamás había funcionado. Así que cuando murió, prepararon el féretro e introdujeron en él al difunto. Este era bastante corpulento, de tal modo que cuando fueron a introducir el aparato de radio, la tapa del ataúd no cerraba. Buscaron la forma más idónea de encajarlo, pero era bastante voluminoso y no había manera. Ya iban a optar por no meterlo e incumplir la voluntad de su padre, cuando a Pepe, el hijo mayor, se le ocurrió algo.
-Si a partimos polo medio colle, e total a él lle vai a dar o mismo- -Tes razón, dijo Teodoro, el pequeño, vamos a serrala-.
Se dirigieron al pequeño almacén de herramientas ubicado bajo el hórreo, depositando la radio sobre una artesa que allí había, y comenzaron a serrarla. La delgada capa de madera que formaba la carcasa del aparato apenas opuso resistencia a los afilados dientes de la sierra, de tal modo que en pocos instantes se partió en dos como si fuese un melón. Los atónitos ojos de los tres hermanos apenas daban crédito a lo que apareció ante sus ojos. La radio no tenía en su interior ni una sola pieza. Alguien habla vaciado por completo la carcasa, pero por dentro no estaba hueca ¡estaba completamente llena de billetes!. El viejo avaro no quería llevársela a la tumba por razones sentimentales. Prefería que el dinero fuera comido por los gusanos a que sus hijos lo disfrutasen.
Aquella misma tarde, un cortejo fúnebre compuesto por no más de una veintena de personas acompañó al ataúd hasta el Camposanto de la Insua. Como era habitual, para evitar el cansancio, se iban turnando de cuatro en cuatro para cargarlo, sin embargo, contra la costumbre, no se agotaban en absoluto. Lo notaban tan ligero que parecía increíble que un cadáver pudiera tener tan poco peso. Uno de los acompañantes se acercó a Paco, el segundo de los hijos del difunto, y le dijo: -Muy consumido debía estar teu pai da enfermedad, porque pouco pesa a caixa- Paco le contestó con aire compungido: -Non me fales. Quedou como a carcasa de unha radio- Dicho esto, y aprovechando que el otro no le veía, esbozó una maliciosa sonrisa de satisfacción. En aquellos momentos, la media docena de cerdos de la piara del señor Casimiro, se estaban dando un auténtico festín, mientras muy cerca de allí, en una oquedad de la pared de la lareira de la casa de labranza, doce mil dólares americanos divididos en tres fajos, esperaban a que sus nuevos propietarios regresaran del cementerio a recogerlos.
-Si a partimos polo medio colle, e total a él lle vai a dar o mismo- -Tes razón, dijo Teodoro, el pequeño, vamos a serrala-.
Se dirigieron al pequeño almacén de herramientas ubicado bajo el hórreo, depositando la radio sobre una artesa que allí había, y comenzaron a serrarla. La delgada capa de madera que formaba la carcasa del aparato apenas opuso resistencia a los afilados dientes de la sierra, de tal modo que en pocos instantes se partió en dos como si fuese un melón. Los atónitos ojos de los tres hermanos apenas daban crédito a lo que apareció ante sus ojos. La radio no tenía en su interior ni una sola pieza. Alguien habla vaciado por completo la carcasa, pero por dentro no estaba hueca ¡estaba completamente llena de billetes!. El viejo avaro no quería llevársela a la tumba por razones sentimentales. Prefería que el dinero fuera comido por los gusanos a que sus hijos lo disfrutasen.
Aquella misma tarde, un cortejo fúnebre compuesto por no más de una veintena de personas acompañó al ataúd hasta el Camposanto de la Insua. Como era habitual, para evitar el cansancio, se iban turnando de cuatro en cuatro para cargarlo, sin embargo, contra la costumbre, no se agotaban en absoluto. Lo notaban tan ligero que parecía increíble que un cadáver pudiera tener tan poco peso. Uno de los acompañantes se acercó a Paco, el segundo de los hijos del difunto, y le dijo: -Muy consumido debía estar teu pai da enfermedad, porque pouco pesa a caixa- Paco le contestó con aire compungido: -Non me fales. Quedou como a carcasa de unha radio- Dicho esto, y aprovechando que el otro no le veía, esbozó una maliciosa sonrisa de satisfacción. En aquellos momentos, la media docena de cerdos de la piara del señor Casimiro, se estaban dando un auténtico festín, mientras muy cerca de allí, en una oquedad de la pared de la lareira de la casa de labranza, doce mil dólares americanos divididos en tres fajos, esperaban a que sus nuevos propietarios regresaran del cementerio a recogerlos.
miércoles, 10 de marzo de 2010
EL VIAJERO
Este extraordinario suceso tuvo lugar a principios de verano de 1921, cuando un viajero apareció inesperadamente en el pequeño pueblo costero del norte de Galicia. Los primeros que se percataron de su presencia lo localizaron sentado en una de las mesas de la taberna del lugar, sin que nadie le hubiese visto llegar.
Era un hombre relativamente joven –no aparentaba alcanzar los 40 años-, de rasgos atractivos y bien vestido, pero algo en su semblante que irradiaba malignidad le hacía desagradable. Los vecinos, ansiosos de novedades al tratarse de un pueblo remoto y de difícil acceso por tierra –la vestimenta y estado higiénico del forastero, bien aseado y peripuesto, indicaban bien a las claras que no se trataba de un marinero- trataron de informarse de quien era, pero las contestaciones del desconocido, llenas de ambigüedades, y el tono que utilizó, que parecía llevar implícita una velada amenaza, dieron al traste con la curiosidad de los lugareños, que, aunque solo fuera por esa vez, decidieron dejarle en paz y dedicarse a sus cosas.
Tal y como apareció, desapareció sin que nadie le viera marchar de la taberna.
oo0oo
Pocos instantes después, ocurrió algo extraño en los alrededores de la población. Una mujer había ido a la fuente, como hacía todos los días, a llenar una sella de agua, para lo que había tenido que remontar una de las corredoiras que por allí se entretejían. Aquella soleada tarde la primavera estaba en su esplendor, y los vivos y verdeantes colores del vergel que la rodeaba estaban amenizados por el canto de los grillos y el armonioso trino de los pájaros de diferentes especies que por allí pululaban. Cuando hubo llenado la sella y la depositó sobre su cabeza para descender de nuevo hacia su casa, notó que un repentino y absoluto silencio se adueñaba de los alrededores, rompiendo completamente el encanto de la bucólica estampa. Sintió un súbito acceso de terror al intuir con inequívoca certeza que no estaba sola: notaba como una presencia invisible la acompañaba, llenándola de zozobra. Inmediatamente apresuró el paso para alejarse de allí cuanto antes camino de su casa, mientras, con los nervios a flor de piel, musitaba una oración.
oo0oo
Cerca de donde esto sucedía, en lo alto de la colina que dominaba el pueblo, se hallaba la casa de los Hidalgos. Se trataba de un edificio bicentenario de cantería de considerables dimensiones, ubicado en el interior de una amplia propiedad, completamente cerrada al exterior por un grueso y alto muro de piedra, teniendo como únicos accesos los dos portones de entrada, en dirección a la salida y el ocaso del sol.
Esa misma noche, una de las criadas de la casa, María, se percibió que los animales estaban inquietos en la cuadra, y aunque no era muy amiga de salir sola en plena noche enfrentándose a la oscuridad, se vio en la obligación de acudir a ver que era lo que ocurría. No era la primera vez que una culebra se colaba en la cuadra para mamar la leche de las vacas.
Alumbrándose con un candil, cruzó la era; los sonidos nocturnos de la lechuza, que asemejaban una agitada respiración humana, la acongojaron aun a sabiendas de que conocía el origen de aquellos jadeos espasmódicos, y finalmente entró en la cuadra. La luz de la farola iluminó el interior, primero de forma tenue y posteriormente con más claridad. Nada más introducirse en el pesebre, y como si se tratase de un ritual, elevó intuitivamente la vista hacia el techo para confirmar la presencia de los murciélagos que permanecían allí colgados hibernando, y se asombró por su ausencia: habían desaparecido sin dejar rastro.
Cuando bajó la vista, sorpresivamente se percató de la presencia de un hombre en medio de las vacas. No reaccionó de inmediato, sino que se quedó completamente paralizada y muda, invadida por un terror extraño que se acentuó cuando el desconocido, luciendo una aviesa sonrisa, comenzó a aproximarse a ella, que sintió la mirada de sus ojos centelleantes y malignos que la escudriñaban como si quisieran taladrarla, y finalmente observó, ya en el paroxismo del horror, que el cuerpo del hombre solo constaba de cabeza, brazos y tronco, que flotaban en el aire.
La aterrorizada criada perdió el conocimiento y cayó de bruces al suelo.
oo0oo
En el ala izquierda de la primera planta del edificio, Francisco y Elvira, los dueños de la propiedad –un matrimonio entrado en años-, estaban tratando de conciliar el sueño. De repente, procedente de la parte de la casa que utilizaban los criados, comenzó a oírse una voz masculina, que, aún sin elevar demasiado el tono –el sonido era sordo, casi como si no se tratase de una voz humana- llevaba implícita una violencia que logró suscitar en el matrimonio un profundo desasosiego, provocando incluso, sin motivo aparente, una zozobra inexplicable que alcanzaba a provocarles un malestar muy próximo a lo físico.
Francisco, al reconocer aquella voz como masculina, y sabiendo que en la casa no había nadie exceptuando al resto de la servidumbre, el matrimonio formado por Manuel Varela y su esposa Lola, identificó al primero como autor de aquellas frases irreconocibles pero plenas de agresividad. No pudo evitar emitir un comentario:
-Que malo es este Varela, mira como le riñe a su mujer, que es una santa-
Elvira, también consciente de la gresca que se adivinaba en la otra ala de la casa, quiso quitarle hierro al asunto, más que nada por evitar que su marido se metiera en cuestiones que no les afectaban directamente.
-Déjalo estar, Paco, que con nosotros no va. Si tienes algo que decirle se lo dices mañana, cuando nos levantemos-
-Sí, eso haré-
A la mañana siguiente, todos los habitantes de la casa madrugaron como siempre para dedicarse a las labores del campo. Se reunieron en la imponente cocina, que abarcaba por completo la planta baja una de las dos alas de la casa. Francisco se percató de que algo raro ocurría, porque la servidumbre, tanto María como el matrimonio se notaban pálidos y desencajados, y contra la costumbre habitual, no estaban dicharacheros, sino extrañamente taciturnos y callados.
Mientras María servía a los comensales los pertinentes tazones de leche caliente con sopas de pan de maíz, Francisco se dirigió a Varela con seriedad:
-Manolo, ¿Qué pasó esta noche?-
El interpelado tardó un largo rato en responder, y antes de hacerlo miró a su mujer, como pidiéndole permiso para contestar. Ésta estaba muda y atemorizada, y ni siquiera le hizo el lógico gesto de asentimiento para que su esposo le contara al patrón cuales eran sus congojas, que era evidente que existían. Finalmente, Varela empezó a hablar:
-Estábamos mi mujer y yo metidos en la cama, y antes de quedarnos dormidos -que sueño ya había-, comentamos lo extraño que nos parecía que María no hubiera pasado a su cuarto, pues como usted bien sabe, señor Francisco, para hacerlo tiene que cruzar por nuestro dormitorio, y por recato siempre trata de hacerlo antes de que nosotros nos acostemos. Sabíamos que había ido a revisar al ganado, que estaba inquieto esta noche, pero de eso ya habían pasado un par de horas. Estaba a punto de levantarme para comprobar si le había ocurrido algo, mientras Lola, mi mujer, entre bromas y veras me decía que la dejara tranquila, que seguramente que tenía la visita de algún mozo y lo único que iba a conseguir era incordiar a la pareja, cuando oímos un ruido de alguien que subía las escaleras: -ahí está- me dije. Efectivamente. Sentimos los crujidos de las tablas del suelo en la entrada de la habitación y apareció María. A la luz del candil que portaba pudimos ver que iba muy pálida, y ni siquiera nos dio las buenas noches, cosa extraña en ella, tan atenta y educada.
Pasó, como siempre, por detrás de la cabecera de nuestra cama para dirigirse a su cuarto, pero cuando lo estaba haciendo oí un fuerte grito de mi mujer: por entre los barrotes de la cama, María le había agarrado el pelo y le estaba dando un fuerte tirón. Miré hacia ella con la idea de reprenderla por lo que había hecho, y al hacerlo quedé estupefacto: era María, pero aquella expresión, y sobre todo aquellos ojos no eran los de María. Todo ello poco tenía que ver con la mirada limpia y el semblante virginal de nuestra compañera. Su rostro componía una mueca en la que se reflejaba un profundo odio. Al instante me di cuenta que estaba poseída por algo desconocido, y sentí un miedo insuperable que me hizo enmudecer.
Aun dentro de mi intimidación y desconcierto, hice un ademán de levantarle de la cama para solventar aquella incómoda situación, pero una mano ¡de María! se cernió sobre mi brazo como una garra, provocándome lágrimas de dolor, y me impidió incorporarme.
De repente, empezó a hablar, pero aquella no era la voz de María, sino que ésta se había trastocado en una voz de hombre, grave y penetrante. Además, como usted bien sabe, patrón, ella solo conoce nuestro idioma, y aquella voz hablaba un castellano perfecto. Esto fue lo que nos dijo:
Me llamo Faustino Garrido, y soy secretario del juzgado de Medina de Rioseco, en la provincia de Valladolid. Tengo 37 años, y hace dos días asesiné a mi mujer y a sus padres. Únicamente quería deshacerme de ella, porque tenía intención de irme a vivir con mi amante, una vecina, y no quería separarme para no perder la cuantiosa fortuna que habían acumulado mis suegros, ya que siendo hija única, a buen seguro que me hubiera correspondido a mí. Quise ahogarla con la almohada mientras dormía para simular que había sufrido un ataque durante la noche –su salud era extremadamente delicada-, pero al despertar consiguió escurrirse y empezó a gritar pidiendo auxilio, por lo que eché mano a un abrecartas que había sobre la mesita de noche y la apuñalé con saña, hasta que dejó, primero de gritar y después de moverse. Pero ya era demasiado tarde. La puerta de la habitación se abrió, y en el umbral aparecieron mis suegros, que dormían en el piso de arriba, a quienes habían alertado los gritos de su hija. Iban vestidos con ropas de dormir, y la expresión de sus rostros conformaba una máscara de espanto y estupefacción.
Todavía armado con el abrecartas, salté rápidamente hacia ellos para no darles tiempo a reaccionar, pero no era necesario: estaban tan paralizados, que no me fue difícil terminar la siniestra tarea que había iniciado, y en breves instantes yacían tan muertos como lo estaba su hija. Toda la habitación estaba cubierta de sangre, al igual que parte del pasillo. Tenía que limpiar aquello y deshacerme de los cuerpos. Necesitaba ganar tiempo para hacerme con todo su dinero y poner después tierra de por medio –ya me había hecho a la idea de tener que renunciar a la mujer con la que estaba obsesionado-
Vivíamos en una casa aislada en las afueras del pueblo, y no recibíamos más visitas que la de la de la doncella que se ocupaba de las labores de hogar, por lo que tenía tiempo hasta el amanecer –unas siete horas- para desembarazarme de los cadáveres y limpiar todo aquello.
Lo primero que hice fue arrastrar los cadáveres hasta el pozo que había en la finca y arrojarlos a su interior. Después, acumulé toda la ropa de la cama y mis propias vestimentas, manchadas de sangre, y tras hacer un fuego, las arrojé a él hasta que quedaron totalmente convertidas en cenizas. Limpié concienzudamente la habitación y el pasillo y sustituí la ropa de la cama por sábanas, colcha y almohada limpias, y luego me acosté un rato sobre el lecho con el doble objetivo de simular que había sido utilizada durante la noche y descansar un rato, puesto que la frenética labor me había agotado, pero teniendo buen cuidado de no quedarme dormido, pues eso hubiera mandado al traste todos mis planes.
Al amanecer, me levanté y lo primero que hice fue cubrir un cheque con el que pretendía retirar del banco todos los ahorros de mi suegro, que se elevaban a más de tres millones de pesetas. Para ello, falsifiqué la firma de éste, lo que no implicaba riesgo alguno, porque yo era quien habitualmente llevaba a cabo sus operaciones financieras. Sabía que la sucursal bancaria no tenía en sus arcas semejante cantidad de dinero, pero no me importaba esperar durante toda la mañana hasta que la recibieran, y me daba igual que me echaran de menos en el juzgado, porque al fin y al cabo, no iba a volver a poner los pies allí.
Salí de casa sobre las ocho de la mañana, y me crucé con la doncella, que acudía puntualmente, como cada día, a cumplir con sus obligaciones. Tras saludarla cortésmente, como siempre, le indiqué que mi mujer y sus padres habían salido muy de mañana a pasar quince días a Valladolid, a casa de unos parientes, y que no era necesario que volviera en ese período.
Acto seguido, me encaminé al banco, que ya había abierto sus puertas. Presenté el cheque al empleado, que tal y como suponía me dijo que no disponían de semejante cantidad. Le indiqué que la necesitábamos para poder efectuar una importantísima operación y que estaba dispuesto a esperar el tiempo que fuera necesario hasta que recibieran el dinero, por lo que, aun a contra gusto, se vio forzado a iniciar las gestiones para que los fondos le fueran enviados desde la capital de provincia.
Me senté a esperar pacientemente la llegada del caudal. Tenía mucho tiempo para pensar fríamente cuales iban a ser mis siguientes pasos, que se concretaban en huir cuanto más lejos mejor y sin dejar el menor rastro, una vez que el dinero obrase en mi poder. Transcurrió así más de una hora, hasta que súbitamente me sentí invadido por un sentimiento de alarma. Era como si un sexto sentido me estuviese advirtiendo que algo había hecho mal. Revisé mentalmente todos los pasos que había dado desde el principio de la noche anterior, y de repente me di cuenta de algo en lo que no había caído en su momento: me había preocupado de hacer desaparecer los cadáveres, quemar la ropa manchada de sangre y limpiar la habitación del crimen, pero no me había dado cuenta de que al arrastrar los cuerpos por el exterior de la casa hasta el pozo, forzosamente tenían que haber quedado rastros de sangre de los que no me percaté hasta ese mismo instante, y a buen seguro que la doncella los había visto con la luz del día.
Viéndome perdido, decidí ponerme a salvo cuanto antes sin esperar por el dinero, y me levanté de mi asiento para salir del banco. Al hacerlo, miré instintivamente hacia el exterior, y vi que cuatro hombres se acercaban a la sucursal. Les identifiqué de inmediato: eran policías a quienes conocía por mi trabajo en el juzgado, y estaba claro a lo que venían. Me dispuse a escapar, y antes de que llegaran a la puerta del banco, salí a toda velocidad. Ellos, al verme, salieron en mi persecución. La desesperación me daba alas, y conseguí poner tierra de por medio, pero estaba tan concentrado en mi huida, que al cruzar una calle no me percaté de que un carro de reparto se me echaba encima hasta que fue demasiado tarde.
Después, no sé nada más. Este mediodía me encontré sentado en una taberna de este pueblo, y después deambulé hasta llegar a las cuadras de esta casa.
Y dicho esto, María, o más bien el ser que la poseía, soltó los cabellos de mi mujer y se encaminó a su cuarto, cerrando la puerta tras de sí. Como comprenderá, no conseguimos pegar ojo en toda la noche, pero ni aun así nos atrevimos a levantarnos de la cama. Cuando amaneció, María salió de su habitación como todos los días para preparar el desayuno. Aunque la palidez de su rostro, habitualmente lozano, demostraba que algo no andaba bien, no recordaba absolutamente nada de lo sucedido durante la noche, quedando muy sorprendida cuando se lo contamos-
Mientras el matrimonio de propietarios no paraba de santiguarse, María corroboró su absoluto desconocimiento sobre el particular. Únicamente recordaba haber ido a la cuadra a apaciguar a los animales y encontrarse con un extraño ser, aunque cuando se despertó pensó que se había tratado de una pesadilla.
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Aquella misma mañana, dejando las labores del campo para otro momento, los cinco habitantes de la casa bajaron al pueblo y se dirigieron a la iglesia para hablar con el párroco, don José. Éste, un hombre de mediana edad, de extrema delgadez, al que la negra sotana en que estaba embutido hacía parecer todavía más menudo, nada más conocer su presencia, los atendió solícitamente, puesto que se trataba de buenos cristianos, todos ellos escrupulosos cumplidores de los preceptos religiosos, y en el caso de los amos -gente acaudalada- de probada adicción a la parroquia a tenor de los generosos donativos de fondos que aportaban para colaborar al mantenimiento de ésta.
Percibiendo la honda preocupación de los visitantes, los hizo pasar a la sacristía, donde tras acomodarse todos los presentes relataron al sacerdote todo lo acontecido durante la noche anterior.
La expresión de don José se fue tornando paulatinamente sombría a medida que se iba enterando de los pormenores de lo acaecido. Cuando el relato llegó a su término, el sacerdote estaba sumamente preocupado. Ordenó que los criados desalojasen la sacristía y esperaran fuera, para hacer un aparte con Francisco y su mujer:
-Francisco, esto no me gusta nada- musitó con gesto lúgubre –si esto me lo contasen otras personas, sinceramente no lo creería, pero en este caso no me queda otra opción que otorgar credibilidad a este suceso por tratarse de vosotros. Una cosa tengo clara: María estuvo poseída, y eso no es posible salvo que esté en pecado mortal-
El hacendado protestó enérgicamente:
-María en pecado? Imposible. Es la criatura más virtuosa que vi en mi vida. Desde que entró a nuestro servicio, siendo aun muy niña, no se ha movido de nuestro lado, y mi mujer, celosa de preservar su virtud, la vigila constantemente sin que halla percibido nada que lleve a pensar en lo que usted dice-
-Francisco, sabes bien que a veces se peca con el pensamiento-
-Pero es que para hacerlo, son necesarias las tentaciones, y ni eso tiene-
El empecinado cura aun replicó:
-Pues si no pecó, pecará. Las artes del demonio se adelantan a los acontecimientos. Y no se hable más. Es necesario que se confiese inmediatamente, y esta misma tarde me pasaré por vuestra casa para bendecir todos los aposentos, incluyendo por supuesto la cuadra del ganado donde tuvo lugar la diabólica aparición-
Francisco no se opuso a la petición del cura. María, a instancias de éste, lo acompañó al confesionario, donde recibió el sacramento, y aquella tarde don José subió hasta la casa de los Hidalgos para llevar a cabo la bendición, sin que nada extraño ocurriera.
Dos días después, un vecino que había viajado a la capital a hacer unas compras, entró en la taberna del pueblo preso de una gran agitación. Llevaba en su mano un periódico, y llamó la atención de todos los parroquianos para que se enterasen de la noticia que traía, y que leyó en voz alta:
TRAGEDIA EN MEDINA DE RIOSECO (VALLADOLID)
EL SECRETARIO DEL JUZGADO DE ESTA LOCALIDAD
ASESINA A PUÑALADAS A SU MUJER Y A SUS SUEGROS
Y MUERE CUANDO HUÍA DE LA POLICÍA AL SER
ARROLLADO POR UN CARRO, UNA DE CUYAS RUEDAS
PARTIÓ SU CUERPO POR LA MITAD.
La información continuaba, relatando pormenorizadamente todos los datos del macabro suceso, pero el portador de la noticia no quiso pararse en detalles, y sí quiso hacer hincapié en una foto del asesino que acompañaba a la información escrita. Cuando se la mostró a los presentes, éstos comprobaron aterrados que el hombre de la foto era sin ningún género de dudas el viajero que tres días antes había ocupado una de las mesas de la taberna.
Otro tanto ocurrió con María, que además, al conocer la forma en que aquel hombre había encontrado la muerte, tuvo un estremecimiento de pánico al recordar el macabro y revelador detalle de que la aparición que vio solo tenía medio cuerpo, que flotaba en el aire.
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Los habitantes de la casa de los Hidalgos, y muy particularmente María, no olvidaron nunca el malhadado suceso que el destino -¿o era algo más?- les había hecho vivir en primera persona. No obstante, la pujante juventud de la criada hizo que poco a poco se fuese recuperando, y su semblante mustio y taciturno se fue transformando de nuevo en la imagen de viveza y alegría que caracteriza a los adolescentes.
Así transcurrió un año, al cabo del cual, la vida en la casa había recuperado la normalidad, al irse disipando las sombras de lo acaecido durante el año anterior. A primeros de setiembre de 1922, las fiestas en honor a la Virgen de los Milagros estaban en su apogeo, y cientos de romeros invadían la ermita, situada a escasa distancia de la casa de los Hidalgos, y todo era ambiente festivo y alboroto, tanto en los habitualmente solitarios caminos que se dirigían hacia el templo, como en la explanada que lo circundaba, que, salpicada de tenderetes, era el epicentro de la romería.
La principal preocupación del vecindario del pueblo en aquellos momentos era un malhechor que llevaba muchos meses cebándose con la comarca, y rara era la noche en que algún caminante no era atacado por el bandido, quien también había asaltado algunas casas solitarias de los contornos. Iba embozado, por lo que nadie conocía su verdadera identidad.
Aquella soleada tarde de setiembre, el frío viento del nordés se dejaba sentir en la plaza mayor del pueblo, como un anticipo del otoño que estaba por llegar. La incomodidad provocada por el ligero vendaval no restaba siquiera un ápice de animación al ambiente festivo. Las vendedoras de rosquillas, la tómbola, los gaiteros, el tiovivo o el comediante que asombraba a la concurrencia con sus juegos malabares, todo ello entremezclado con el agudo sonido de la flauta del afilador, conformaban un conjunto de alharaca y jolgorio que preludiaba la verbena que iba a celebrarse poco tiempo después, amenizada por una charanga modesta, pero suficiente para mantener viva la ilusión del vecindario, deseoso de disfrutar de algo que les era negado durante el resto del año: la música y el baile.
María había acudido acompañada del matrimonio formado por Lola y Manuel. Todos ellos iban vestidos con el tradicional traje de fiesta, que realzaba la hermosura de la joven hasta el punto de que era el centro de atención de todos los solteros –y alguno que no lo era- del pueblo.
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José Rozamontes no siempre había sido un malhechor. Nacido y criado en el municipio asturiano de Sama de Langreo, entró a trabajar desde muy niño como aprendiz en una ebanistería de la localidad, donde poco a poco consiguió labrarse un porvenir ejerciendo el oficio.
Pronto se convirtió en un joven alegre y apuesto que consiguió ganarse el corazón de Azucena, que era hija del notario y además la joven más atractiva del pueblo, pero eso significó la caída en desgracia de José, a quien había salido un duro oponente en Antonio Menéndez, el cabo de carabineros, quien también pretendía a Azucena, y se tomó el noviazgo de los dos jóvenes con escasa caballerosidad, puesto que desde ese momento el panadero pasó a ser blanco de todo tipo de presiones y ofensas por parte de su uniformado oponente.
José era de carácter impulsivo y peleón, y no era difícil que se colmara el vaso de su paciencia, aunque hasta la fecha no se le conocían pendencias de consideración. Y así fue: una noche de farra, el encuentro de los dos rivales en una taberna a altas horas de la noche con el sentido común empapado en alcohol, y un cuchillo que nadie sabía muy bien de donde había salido quedó enterrado en el pecho del carabinero, que murió instantáneamente.
Todas las expectativas de futuro que tenía se fueron al traste en un instante de irreflexión, como el cántaro de la lechera del cuento. José tuvo que huir de allí para salvar el pellejo, pues era más que seguro que en caso de ser atrapado hubiera sido condenado a la ejecución en el garrote vil. Tuvo el tiempo justo de ir a su casa y coger lo más imprescindible antes de que acudieran a detenerlo.
Consiguió llegar a Galicia, donde anduvo una larga temporada a salto de mata hasta que finiquitó los escasos ahorros que poseía, circunstancia que concurrió a los dos o tres días de llegar a La Coruña. Con sus últimos céntimos adquirió una navaja albaceteña de las denominadas “capaoras” y, embozándose mediante bufanda y sombrero para no ser reconocido, asaltó al primer transeúnte que se topó en un lugar solitario, amparado por la oscuridad de la noche. Y de esa forma tan simple tuvo su inicio una carrera de salteador que llegó a llenar portadas de periódicos.
Pronto empezó a ser famoso en la capital, por lo que su busca y captura era tema prioritario para la policía, preocupación incrementada porque ya había dejado una estela de un par de muertos tras de sí, así que llegó a la conclusión de que había que cambiar de aires, y pensó que lo mejor era hacerlo al medio rural, donde la vigilancia policial era menos intensiva.
Como no tenía prisa por dar nuevos golpes, porque su cartera estaba repleta para una buena temporada, decidió tomarse un descanso en sus correrías y se instaló en un pueblo de la comarca de Bergantiños, que en el futuro iba a ser su centro de operaciones.
Se dedicó durante un par de meses a conocer el terreno, recorriendo los caminos de los contornos, y conociendo poco a poco los atajos y vericuetos que le servirían para llevar a cabo sus acciones delictivas y facilitarle una posterior huida.
Pronto reinició sus ataques. Sus primeras víctimas fueron campesinos a quienes seleccionaba cuidadosamente vigilando las transacciones realizadas en las ferias y mercados de la comarca, y al poco tiempo decidió cambiar de estrategia asaltando, ya con armas de fuego, varias casas aisladas pertenecientes a terratenientes y labradores de buena posición.
La cifra de muertos se fue incrementando en similar medida al caudal de José.
Pero a éste también le gustaba divertirse, y por ello acudió aquella tarde a la celebración de las fiestas en honor a la Virgen de los Milagros.
La plaza Mayor estaba repleta de gente, y la algarabía era más que notable, con la verbena a punto de comenzar. José se fijó en una joven que estaba acompañada de una pareja de más edad, y se quedó prendado al instante: era tan hermosa como la añorada Azucena. No le sacó ojo hasta que se inició la música, momento que aprovechó para invitarla a bailar.
María, al ver ante sí a aquel hombre elegante y de buena estampa, no dudó en aceptar la invitación, previo beneplácito de Manuel y Lola, que ejercían de carabinas en ausencia de sus amos.
Estuvieron bailando durante toda la velada, y aunque el matrimonio acompañante no les quitaba la vista de encima, tuvieron tiempo de decirse muchas cosas. José, evidentemente forzado a mentir, le dijo que vivía en una localidad de las proximidades, donde había heredado una propiedad de unos tíos suyos, que tenía a la venta, aunque estaba pensando ya en quedarse a vivir allí. Ella, por su parte, le contó que desde niña estaba sirviendo en una casa de los alrededores, perteneciente a unos acaudalados labradores.
Este dato no cayó en saco roto. José, viendo posibilidades de sacar una buena tajada, con mucha habilidad comenzó a sonsacar a María datos sobre la seguridad establecida en la casa, los dineros y alhajas que podía haber en ella, y su posible localización. La inocencia de la sirvienta hizo que se enterase de todo lo que le convenía y, percatándose de que aquello podía llegar a ser un golpe más que viable y con un elevado botín, comenzase a trazar un plan para asaltar la propiedad.
Cuando terminó la fiesta y se despidieron, no sin que antes el malhechor, a quien los acontecimientos de la vida habían trastocado su carácter hasta convertirlo en un personaje cínico, le hiciera mil promesas de amor, mientras que por la mente le pasaban cosas totalmente distintas, teniendo ya su asechanza perfectamente maquinada, amén del firme propósito de llevarla a cabo cuanto antes.
Pocos días después, María y José pensaban mutuamente el uno en el otro. Ella, que se había enamorado perdidamente a lo largo de una sola velada, solo anhelaba volver a ver a su amado. Él, a quien la joven no interesaba en absoluto, salvo para un posible rato de esparcimiento, lo único que en realidad pretendía era desvalijar la casa de los Hidalgos.
Así que esperó hasta que oscureciera, y pasada ya la medianoche, embozado como era su costumbre cuando practicaba la depredación, saltó la muralla tras encaramarse a ella por la parte más accesible de la misma, de la que se había informado previamente a través de la sirvienta, con el firme propósito de saquear en aquella casa todo lo de valor que encontrase.
Armado de pistola y con un cuchillo al cinto, arrojó varios trozos de carne y huesos que previsoramente llevaba, a los perros guardianes, que acudieron al sentir ruido, con objeto de que se mantuvieran entretenidos y no ladraran, cosa que logró sin dificultad.
Se aproximó sigilosamente a la casa, presumiendo que sus habitantes estaban durmiendo, a la vista del silencio total y no percibir asomo de luz. Las puertas y ventanales de la planta baja estaban cerradas a cal y canto, pero pudo comprobar que en el piso de arriba una de las ventanas estaba entreabierta.
Tanteó las paredes de la casa. Eran de gruesos bloques de granito, entre los cuales había junturas cuyo desgaste propiciaba, para una persona ágil como él, la posibilidad de trepar hasta alcanzar el ventanal.
Fue ascendiendo lentamente pero sin mayores dificultades. Pero había algo con lo que él no contaba. En aquellos días habían procedido a la matanza y el despiece de varios ejemplares porcinos, como era costumbre hacer cuando el invierno se avecinaba, y esa misma noche, María estaba cocinando los tocinos del cerdo para hacer grasa líquida, necesaria para usos culinarios.
Aquello ya estaba a punto, y la sirvienta se preparó para sacarlo de la lumbre cuando, en la quietud de la noche, sintió un extraño ruido en el exterior; era como si fuera un roce. Miró por la ventana de la cocina, sita en el piso bajo, y no vio nada, por lo que se dispuso a seguir con su labor. Nuevamente volvió a oir ruidos y le pareció que éstos se producían un poco más arriba, por lo que se decidió a subir a las habitaciones del primer piso. Lo hizo con sigilo, algo atemorizada por lo que se podía encontrar –aunque no lo suficiente como para despertar a los restantes moradores de la casa-. Llegó al lugar a cuya altura le pareció haber identificado aquellos leves sonidos. Era una pequeña habitación desocupada, que se venía utilizando para guardar ropa vieja. Penetró en ella con el corazón en vilo, y vio que la ventana estaba entreabierta. Se asomó a ella, y contempló horrorizada como un hombre, con la cara tapada, trepaba por la pared y estaba casi a punto de alcanzar el alfeizar. Huyó de allí despavorida, sin saber que hacer, hasta que recordó la grasa que se estaba cocinando en el piso de abajo.
Mientras tanto, José acababa de comprobar que había sido descubierto cuando estaba a punto de alcanzar su objetivo. Se tranquilizó un tanto al ver que se trataba de María, y que bien podía hacerla creer que la finalidad de su visita obedecía a motivos románticos y no criminales, así que decidió acceder a la casa a cara descubierta, y procedió a desembozarse.
Se asió al borde de la ventana, y se encaramó hacia el interior de la habitación, pero en ese mismo instante vio la cara de la criada, justo en el momento en que se vio invadido por el más horrible de los dolores: le había arrojado el contenido una olla llena de hirviente grasa.
El sufrimiento le venció y cayó desde lo alto, aunque apenas notó el dolor de las magulladuras, absorbido por el tormento de las quemaduras. Los gritos de horror de María, que en última instancia le había identificado, aunque demasiado tarde, se mezclaban con los alaridos de dolor que José lanzaba mientras huía lejos de allí, dejando tras de sí una estela de intenso olor a carne quemada. Cuando los restantes habitantes de la casa, alertados, llegaron a donde estaba María, ésta se hallaba en el paroxismo de la locura y decía frases incongruentes.
El cuerpo de José fue descubierto dos días más tarde al borde de la playa, bañado por la barba de la marea. Se llegó a la conclusión de que, no pudiendo resistir el rabioso dolor inflingido por las quemaduras, se había arrojado al mar para no tener que soportar más aquel tormento.
María, por su parte, quedó completamente trastornada por el horror del acontecimiento que le había tocado vivir en primera persona. Por eso, a nadie le sorprendió que una mañana apareciera ahorcada en una de las cuadras de la casa, justo aquella en la que, un año antes, había tenido el encuentro con aquel desconocido.
Lo que nadie sabía era que durante la noche anterior había acudido allí al percibir un intenso olor a carne quemada, y sin que sus manos portasen cuerda alguna.
Era un hombre relativamente joven –no aparentaba alcanzar los 40 años-, de rasgos atractivos y bien vestido, pero algo en su semblante que irradiaba malignidad le hacía desagradable. Los vecinos, ansiosos de novedades al tratarse de un pueblo remoto y de difícil acceso por tierra –la vestimenta y estado higiénico del forastero, bien aseado y peripuesto, indicaban bien a las claras que no se trataba de un marinero- trataron de informarse de quien era, pero las contestaciones del desconocido, llenas de ambigüedades, y el tono que utilizó, que parecía llevar implícita una velada amenaza, dieron al traste con la curiosidad de los lugareños, que, aunque solo fuera por esa vez, decidieron dejarle en paz y dedicarse a sus cosas.
Tal y como apareció, desapareció sin que nadie le viera marchar de la taberna.
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Pocos instantes después, ocurrió algo extraño en los alrededores de la población. Una mujer había ido a la fuente, como hacía todos los días, a llenar una sella de agua, para lo que había tenido que remontar una de las corredoiras que por allí se entretejían. Aquella soleada tarde la primavera estaba en su esplendor, y los vivos y verdeantes colores del vergel que la rodeaba estaban amenizados por el canto de los grillos y el armonioso trino de los pájaros de diferentes especies que por allí pululaban. Cuando hubo llenado la sella y la depositó sobre su cabeza para descender de nuevo hacia su casa, notó que un repentino y absoluto silencio se adueñaba de los alrededores, rompiendo completamente el encanto de la bucólica estampa. Sintió un súbito acceso de terror al intuir con inequívoca certeza que no estaba sola: notaba como una presencia invisible la acompañaba, llenándola de zozobra. Inmediatamente apresuró el paso para alejarse de allí cuanto antes camino de su casa, mientras, con los nervios a flor de piel, musitaba una oración.
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Cerca de donde esto sucedía, en lo alto de la colina que dominaba el pueblo, se hallaba la casa de los Hidalgos. Se trataba de un edificio bicentenario de cantería de considerables dimensiones, ubicado en el interior de una amplia propiedad, completamente cerrada al exterior por un grueso y alto muro de piedra, teniendo como únicos accesos los dos portones de entrada, en dirección a la salida y el ocaso del sol.
Esa misma noche, una de las criadas de la casa, María, se percibió que los animales estaban inquietos en la cuadra, y aunque no era muy amiga de salir sola en plena noche enfrentándose a la oscuridad, se vio en la obligación de acudir a ver que era lo que ocurría. No era la primera vez que una culebra se colaba en la cuadra para mamar la leche de las vacas.
Alumbrándose con un candil, cruzó la era; los sonidos nocturnos de la lechuza, que asemejaban una agitada respiración humana, la acongojaron aun a sabiendas de que conocía el origen de aquellos jadeos espasmódicos, y finalmente entró en la cuadra. La luz de la farola iluminó el interior, primero de forma tenue y posteriormente con más claridad. Nada más introducirse en el pesebre, y como si se tratase de un ritual, elevó intuitivamente la vista hacia el techo para confirmar la presencia de los murciélagos que permanecían allí colgados hibernando, y se asombró por su ausencia: habían desaparecido sin dejar rastro.
Cuando bajó la vista, sorpresivamente se percató de la presencia de un hombre en medio de las vacas. No reaccionó de inmediato, sino que se quedó completamente paralizada y muda, invadida por un terror extraño que se acentuó cuando el desconocido, luciendo una aviesa sonrisa, comenzó a aproximarse a ella, que sintió la mirada de sus ojos centelleantes y malignos que la escudriñaban como si quisieran taladrarla, y finalmente observó, ya en el paroxismo del horror, que el cuerpo del hombre solo constaba de cabeza, brazos y tronco, que flotaban en el aire.
La aterrorizada criada perdió el conocimiento y cayó de bruces al suelo.
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En el ala izquierda de la primera planta del edificio, Francisco y Elvira, los dueños de la propiedad –un matrimonio entrado en años-, estaban tratando de conciliar el sueño. De repente, procedente de la parte de la casa que utilizaban los criados, comenzó a oírse una voz masculina, que, aún sin elevar demasiado el tono –el sonido era sordo, casi como si no se tratase de una voz humana- llevaba implícita una violencia que logró suscitar en el matrimonio un profundo desasosiego, provocando incluso, sin motivo aparente, una zozobra inexplicable que alcanzaba a provocarles un malestar muy próximo a lo físico.
Francisco, al reconocer aquella voz como masculina, y sabiendo que en la casa no había nadie exceptuando al resto de la servidumbre, el matrimonio formado por Manuel Varela y su esposa Lola, identificó al primero como autor de aquellas frases irreconocibles pero plenas de agresividad. No pudo evitar emitir un comentario:
-Que malo es este Varela, mira como le riñe a su mujer, que es una santa-
Elvira, también consciente de la gresca que se adivinaba en la otra ala de la casa, quiso quitarle hierro al asunto, más que nada por evitar que su marido se metiera en cuestiones que no les afectaban directamente.
-Déjalo estar, Paco, que con nosotros no va. Si tienes algo que decirle se lo dices mañana, cuando nos levantemos-
-Sí, eso haré-
A la mañana siguiente, todos los habitantes de la casa madrugaron como siempre para dedicarse a las labores del campo. Se reunieron en la imponente cocina, que abarcaba por completo la planta baja una de las dos alas de la casa. Francisco se percató de que algo raro ocurría, porque la servidumbre, tanto María como el matrimonio se notaban pálidos y desencajados, y contra la costumbre habitual, no estaban dicharacheros, sino extrañamente taciturnos y callados.
Mientras María servía a los comensales los pertinentes tazones de leche caliente con sopas de pan de maíz, Francisco se dirigió a Varela con seriedad:
-Manolo, ¿Qué pasó esta noche?-
El interpelado tardó un largo rato en responder, y antes de hacerlo miró a su mujer, como pidiéndole permiso para contestar. Ésta estaba muda y atemorizada, y ni siquiera le hizo el lógico gesto de asentimiento para que su esposo le contara al patrón cuales eran sus congojas, que era evidente que existían. Finalmente, Varela empezó a hablar:
-Estábamos mi mujer y yo metidos en la cama, y antes de quedarnos dormidos -que sueño ya había-, comentamos lo extraño que nos parecía que María no hubiera pasado a su cuarto, pues como usted bien sabe, señor Francisco, para hacerlo tiene que cruzar por nuestro dormitorio, y por recato siempre trata de hacerlo antes de que nosotros nos acostemos. Sabíamos que había ido a revisar al ganado, que estaba inquieto esta noche, pero de eso ya habían pasado un par de horas. Estaba a punto de levantarme para comprobar si le había ocurrido algo, mientras Lola, mi mujer, entre bromas y veras me decía que la dejara tranquila, que seguramente que tenía la visita de algún mozo y lo único que iba a conseguir era incordiar a la pareja, cuando oímos un ruido de alguien que subía las escaleras: -ahí está- me dije. Efectivamente. Sentimos los crujidos de las tablas del suelo en la entrada de la habitación y apareció María. A la luz del candil que portaba pudimos ver que iba muy pálida, y ni siquiera nos dio las buenas noches, cosa extraña en ella, tan atenta y educada.
Pasó, como siempre, por detrás de la cabecera de nuestra cama para dirigirse a su cuarto, pero cuando lo estaba haciendo oí un fuerte grito de mi mujer: por entre los barrotes de la cama, María le había agarrado el pelo y le estaba dando un fuerte tirón. Miré hacia ella con la idea de reprenderla por lo que había hecho, y al hacerlo quedé estupefacto: era María, pero aquella expresión, y sobre todo aquellos ojos no eran los de María. Todo ello poco tenía que ver con la mirada limpia y el semblante virginal de nuestra compañera. Su rostro componía una mueca en la que se reflejaba un profundo odio. Al instante me di cuenta que estaba poseída por algo desconocido, y sentí un miedo insuperable que me hizo enmudecer.
Aun dentro de mi intimidación y desconcierto, hice un ademán de levantarle de la cama para solventar aquella incómoda situación, pero una mano ¡de María! se cernió sobre mi brazo como una garra, provocándome lágrimas de dolor, y me impidió incorporarme.
De repente, empezó a hablar, pero aquella no era la voz de María, sino que ésta se había trastocado en una voz de hombre, grave y penetrante. Además, como usted bien sabe, patrón, ella solo conoce nuestro idioma, y aquella voz hablaba un castellano perfecto. Esto fue lo que nos dijo:
Me llamo Faustino Garrido, y soy secretario del juzgado de Medina de Rioseco, en la provincia de Valladolid. Tengo 37 años, y hace dos días asesiné a mi mujer y a sus padres. Únicamente quería deshacerme de ella, porque tenía intención de irme a vivir con mi amante, una vecina, y no quería separarme para no perder la cuantiosa fortuna que habían acumulado mis suegros, ya que siendo hija única, a buen seguro que me hubiera correspondido a mí. Quise ahogarla con la almohada mientras dormía para simular que había sufrido un ataque durante la noche –su salud era extremadamente delicada-, pero al despertar consiguió escurrirse y empezó a gritar pidiendo auxilio, por lo que eché mano a un abrecartas que había sobre la mesita de noche y la apuñalé con saña, hasta que dejó, primero de gritar y después de moverse. Pero ya era demasiado tarde. La puerta de la habitación se abrió, y en el umbral aparecieron mis suegros, que dormían en el piso de arriba, a quienes habían alertado los gritos de su hija. Iban vestidos con ropas de dormir, y la expresión de sus rostros conformaba una máscara de espanto y estupefacción.
Todavía armado con el abrecartas, salté rápidamente hacia ellos para no darles tiempo a reaccionar, pero no era necesario: estaban tan paralizados, que no me fue difícil terminar la siniestra tarea que había iniciado, y en breves instantes yacían tan muertos como lo estaba su hija. Toda la habitación estaba cubierta de sangre, al igual que parte del pasillo. Tenía que limpiar aquello y deshacerme de los cuerpos. Necesitaba ganar tiempo para hacerme con todo su dinero y poner después tierra de por medio –ya me había hecho a la idea de tener que renunciar a la mujer con la que estaba obsesionado-
Vivíamos en una casa aislada en las afueras del pueblo, y no recibíamos más visitas que la de la de la doncella que se ocupaba de las labores de hogar, por lo que tenía tiempo hasta el amanecer –unas siete horas- para desembarazarme de los cadáveres y limpiar todo aquello.
Lo primero que hice fue arrastrar los cadáveres hasta el pozo que había en la finca y arrojarlos a su interior. Después, acumulé toda la ropa de la cama y mis propias vestimentas, manchadas de sangre, y tras hacer un fuego, las arrojé a él hasta que quedaron totalmente convertidas en cenizas. Limpié concienzudamente la habitación y el pasillo y sustituí la ropa de la cama por sábanas, colcha y almohada limpias, y luego me acosté un rato sobre el lecho con el doble objetivo de simular que había sido utilizada durante la noche y descansar un rato, puesto que la frenética labor me había agotado, pero teniendo buen cuidado de no quedarme dormido, pues eso hubiera mandado al traste todos mis planes.
Al amanecer, me levanté y lo primero que hice fue cubrir un cheque con el que pretendía retirar del banco todos los ahorros de mi suegro, que se elevaban a más de tres millones de pesetas. Para ello, falsifiqué la firma de éste, lo que no implicaba riesgo alguno, porque yo era quien habitualmente llevaba a cabo sus operaciones financieras. Sabía que la sucursal bancaria no tenía en sus arcas semejante cantidad de dinero, pero no me importaba esperar durante toda la mañana hasta que la recibieran, y me daba igual que me echaran de menos en el juzgado, porque al fin y al cabo, no iba a volver a poner los pies allí.
Salí de casa sobre las ocho de la mañana, y me crucé con la doncella, que acudía puntualmente, como cada día, a cumplir con sus obligaciones. Tras saludarla cortésmente, como siempre, le indiqué que mi mujer y sus padres habían salido muy de mañana a pasar quince días a Valladolid, a casa de unos parientes, y que no era necesario que volviera en ese período.
Acto seguido, me encaminé al banco, que ya había abierto sus puertas. Presenté el cheque al empleado, que tal y como suponía me dijo que no disponían de semejante cantidad. Le indiqué que la necesitábamos para poder efectuar una importantísima operación y que estaba dispuesto a esperar el tiempo que fuera necesario hasta que recibieran el dinero, por lo que, aun a contra gusto, se vio forzado a iniciar las gestiones para que los fondos le fueran enviados desde la capital de provincia.
Me senté a esperar pacientemente la llegada del caudal. Tenía mucho tiempo para pensar fríamente cuales iban a ser mis siguientes pasos, que se concretaban en huir cuanto más lejos mejor y sin dejar el menor rastro, una vez que el dinero obrase en mi poder. Transcurrió así más de una hora, hasta que súbitamente me sentí invadido por un sentimiento de alarma. Era como si un sexto sentido me estuviese advirtiendo que algo había hecho mal. Revisé mentalmente todos los pasos que había dado desde el principio de la noche anterior, y de repente me di cuenta de algo en lo que no había caído en su momento: me había preocupado de hacer desaparecer los cadáveres, quemar la ropa manchada de sangre y limpiar la habitación del crimen, pero no me había dado cuenta de que al arrastrar los cuerpos por el exterior de la casa hasta el pozo, forzosamente tenían que haber quedado rastros de sangre de los que no me percaté hasta ese mismo instante, y a buen seguro que la doncella los había visto con la luz del día.
Viéndome perdido, decidí ponerme a salvo cuanto antes sin esperar por el dinero, y me levanté de mi asiento para salir del banco. Al hacerlo, miré instintivamente hacia el exterior, y vi que cuatro hombres se acercaban a la sucursal. Les identifiqué de inmediato: eran policías a quienes conocía por mi trabajo en el juzgado, y estaba claro a lo que venían. Me dispuse a escapar, y antes de que llegaran a la puerta del banco, salí a toda velocidad. Ellos, al verme, salieron en mi persecución. La desesperación me daba alas, y conseguí poner tierra de por medio, pero estaba tan concentrado en mi huida, que al cruzar una calle no me percaté de que un carro de reparto se me echaba encima hasta que fue demasiado tarde.
Después, no sé nada más. Este mediodía me encontré sentado en una taberna de este pueblo, y después deambulé hasta llegar a las cuadras de esta casa.
Y dicho esto, María, o más bien el ser que la poseía, soltó los cabellos de mi mujer y se encaminó a su cuarto, cerrando la puerta tras de sí. Como comprenderá, no conseguimos pegar ojo en toda la noche, pero ni aun así nos atrevimos a levantarnos de la cama. Cuando amaneció, María salió de su habitación como todos los días para preparar el desayuno. Aunque la palidez de su rostro, habitualmente lozano, demostraba que algo no andaba bien, no recordaba absolutamente nada de lo sucedido durante la noche, quedando muy sorprendida cuando se lo contamos-
Mientras el matrimonio de propietarios no paraba de santiguarse, María corroboró su absoluto desconocimiento sobre el particular. Únicamente recordaba haber ido a la cuadra a apaciguar a los animales y encontrarse con un extraño ser, aunque cuando se despertó pensó que se había tratado de una pesadilla.
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Aquella misma mañana, dejando las labores del campo para otro momento, los cinco habitantes de la casa bajaron al pueblo y se dirigieron a la iglesia para hablar con el párroco, don José. Éste, un hombre de mediana edad, de extrema delgadez, al que la negra sotana en que estaba embutido hacía parecer todavía más menudo, nada más conocer su presencia, los atendió solícitamente, puesto que se trataba de buenos cristianos, todos ellos escrupulosos cumplidores de los preceptos religiosos, y en el caso de los amos -gente acaudalada- de probada adicción a la parroquia a tenor de los generosos donativos de fondos que aportaban para colaborar al mantenimiento de ésta.
Percibiendo la honda preocupación de los visitantes, los hizo pasar a la sacristía, donde tras acomodarse todos los presentes relataron al sacerdote todo lo acontecido durante la noche anterior.
La expresión de don José se fue tornando paulatinamente sombría a medida que se iba enterando de los pormenores de lo acaecido. Cuando el relato llegó a su término, el sacerdote estaba sumamente preocupado. Ordenó que los criados desalojasen la sacristía y esperaran fuera, para hacer un aparte con Francisco y su mujer:
-Francisco, esto no me gusta nada- musitó con gesto lúgubre –si esto me lo contasen otras personas, sinceramente no lo creería, pero en este caso no me queda otra opción que otorgar credibilidad a este suceso por tratarse de vosotros. Una cosa tengo clara: María estuvo poseída, y eso no es posible salvo que esté en pecado mortal-
El hacendado protestó enérgicamente:
-María en pecado? Imposible. Es la criatura más virtuosa que vi en mi vida. Desde que entró a nuestro servicio, siendo aun muy niña, no se ha movido de nuestro lado, y mi mujer, celosa de preservar su virtud, la vigila constantemente sin que halla percibido nada que lleve a pensar en lo que usted dice-
-Francisco, sabes bien que a veces se peca con el pensamiento-
-Pero es que para hacerlo, son necesarias las tentaciones, y ni eso tiene-
El empecinado cura aun replicó:
-Pues si no pecó, pecará. Las artes del demonio se adelantan a los acontecimientos. Y no se hable más. Es necesario que se confiese inmediatamente, y esta misma tarde me pasaré por vuestra casa para bendecir todos los aposentos, incluyendo por supuesto la cuadra del ganado donde tuvo lugar la diabólica aparición-
Francisco no se opuso a la petición del cura. María, a instancias de éste, lo acompañó al confesionario, donde recibió el sacramento, y aquella tarde don José subió hasta la casa de los Hidalgos para llevar a cabo la bendición, sin que nada extraño ocurriera.
Dos días después, un vecino que había viajado a la capital a hacer unas compras, entró en la taberna del pueblo preso de una gran agitación. Llevaba en su mano un periódico, y llamó la atención de todos los parroquianos para que se enterasen de la noticia que traía, y que leyó en voz alta:
TRAGEDIA EN MEDINA DE RIOSECO (VALLADOLID)
EL SECRETARIO DEL JUZGADO DE ESTA LOCALIDAD
ASESINA A PUÑALADAS A SU MUJER Y A SUS SUEGROS
Y MUERE CUANDO HUÍA DE LA POLICÍA AL SER
ARROLLADO POR UN CARRO, UNA DE CUYAS RUEDAS
PARTIÓ SU CUERPO POR LA MITAD.
La información continuaba, relatando pormenorizadamente todos los datos del macabro suceso, pero el portador de la noticia no quiso pararse en detalles, y sí quiso hacer hincapié en una foto del asesino que acompañaba a la información escrita. Cuando se la mostró a los presentes, éstos comprobaron aterrados que el hombre de la foto era sin ningún género de dudas el viajero que tres días antes había ocupado una de las mesas de la taberna.
Otro tanto ocurrió con María, que además, al conocer la forma en que aquel hombre había encontrado la muerte, tuvo un estremecimiento de pánico al recordar el macabro y revelador detalle de que la aparición que vio solo tenía medio cuerpo, que flotaba en el aire.
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Los habitantes de la casa de los Hidalgos, y muy particularmente María, no olvidaron nunca el malhadado suceso que el destino -¿o era algo más?- les había hecho vivir en primera persona. No obstante, la pujante juventud de la criada hizo que poco a poco se fuese recuperando, y su semblante mustio y taciturno se fue transformando de nuevo en la imagen de viveza y alegría que caracteriza a los adolescentes.
Así transcurrió un año, al cabo del cual, la vida en la casa había recuperado la normalidad, al irse disipando las sombras de lo acaecido durante el año anterior. A primeros de setiembre de 1922, las fiestas en honor a la Virgen de los Milagros estaban en su apogeo, y cientos de romeros invadían la ermita, situada a escasa distancia de la casa de los Hidalgos, y todo era ambiente festivo y alboroto, tanto en los habitualmente solitarios caminos que se dirigían hacia el templo, como en la explanada que lo circundaba, que, salpicada de tenderetes, era el epicentro de la romería.
La principal preocupación del vecindario del pueblo en aquellos momentos era un malhechor que llevaba muchos meses cebándose con la comarca, y rara era la noche en que algún caminante no era atacado por el bandido, quien también había asaltado algunas casas solitarias de los contornos. Iba embozado, por lo que nadie conocía su verdadera identidad.
Aquella soleada tarde de setiembre, el frío viento del nordés se dejaba sentir en la plaza mayor del pueblo, como un anticipo del otoño que estaba por llegar. La incomodidad provocada por el ligero vendaval no restaba siquiera un ápice de animación al ambiente festivo. Las vendedoras de rosquillas, la tómbola, los gaiteros, el tiovivo o el comediante que asombraba a la concurrencia con sus juegos malabares, todo ello entremezclado con el agudo sonido de la flauta del afilador, conformaban un conjunto de alharaca y jolgorio que preludiaba la verbena que iba a celebrarse poco tiempo después, amenizada por una charanga modesta, pero suficiente para mantener viva la ilusión del vecindario, deseoso de disfrutar de algo que les era negado durante el resto del año: la música y el baile.
María había acudido acompañada del matrimonio formado por Lola y Manuel. Todos ellos iban vestidos con el tradicional traje de fiesta, que realzaba la hermosura de la joven hasta el punto de que era el centro de atención de todos los solteros –y alguno que no lo era- del pueblo.
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José Rozamontes no siempre había sido un malhechor. Nacido y criado en el municipio asturiano de Sama de Langreo, entró a trabajar desde muy niño como aprendiz en una ebanistería de la localidad, donde poco a poco consiguió labrarse un porvenir ejerciendo el oficio.
Pronto se convirtió en un joven alegre y apuesto que consiguió ganarse el corazón de Azucena, que era hija del notario y además la joven más atractiva del pueblo, pero eso significó la caída en desgracia de José, a quien había salido un duro oponente en Antonio Menéndez, el cabo de carabineros, quien también pretendía a Azucena, y se tomó el noviazgo de los dos jóvenes con escasa caballerosidad, puesto que desde ese momento el panadero pasó a ser blanco de todo tipo de presiones y ofensas por parte de su uniformado oponente.
José era de carácter impulsivo y peleón, y no era difícil que se colmara el vaso de su paciencia, aunque hasta la fecha no se le conocían pendencias de consideración. Y así fue: una noche de farra, el encuentro de los dos rivales en una taberna a altas horas de la noche con el sentido común empapado en alcohol, y un cuchillo que nadie sabía muy bien de donde había salido quedó enterrado en el pecho del carabinero, que murió instantáneamente.
Todas las expectativas de futuro que tenía se fueron al traste en un instante de irreflexión, como el cántaro de la lechera del cuento. José tuvo que huir de allí para salvar el pellejo, pues era más que seguro que en caso de ser atrapado hubiera sido condenado a la ejecución en el garrote vil. Tuvo el tiempo justo de ir a su casa y coger lo más imprescindible antes de que acudieran a detenerlo.
Consiguió llegar a Galicia, donde anduvo una larga temporada a salto de mata hasta que finiquitó los escasos ahorros que poseía, circunstancia que concurrió a los dos o tres días de llegar a La Coruña. Con sus últimos céntimos adquirió una navaja albaceteña de las denominadas “capaoras” y, embozándose mediante bufanda y sombrero para no ser reconocido, asaltó al primer transeúnte que se topó en un lugar solitario, amparado por la oscuridad de la noche. Y de esa forma tan simple tuvo su inicio una carrera de salteador que llegó a llenar portadas de periódicos.
Pronto empezó a ser famoso en la capital, por lo que su busca y captura era tema prioritario para la policía, preocupación incrementada porque ya había dejado una estela de un par de muertos tras de sí, así que llegó a la conclusión de que había que cambiar de aires, y pensó que lo mejor era hacerlo al medio rural, donde la vigilancia policial era menos intensiva.
Como no tenía prisa por dar nuevos golpes, porque su cartera estaba repleta para una buena temporada, decidió tomarse un descanso en sus correrías y se instaló en un pueblo de la comarca de Bergantiños, que en el futuro iba a ser su centro de operaciones.
Se dedicó durante un par de meses a conocer el terreno, recorriendo los caminos de los contornos, y conociendo poco a poco los atajos y vericuetos que le servirían para llevar a cabo sus acciones delictivas y facilitarle una posterior huida.
Pronto reinició sus ataques. Sus primeras víctimas fueron campesinos a quienes seleccionaba cuidadosamente vigilando las transacciones realizadas en las ferias y mercados de la comarca, y al poco tiempo decidió cambiar de estrategia asaltando, ya con armas de fuego, varias casas aisladas pertenecientes a terratenientes y labradores de buena posición.
La cifra de muertos se fue incrementando en similar medida al caudal de José.
Pero a éste también le gustaba divertirse, y por ello acudió aquella tarde a la celebración de las fiestas en honor a la Virgen de los Milagros.
La plaza Mayor estaba repleta de gente, y la algarabía era más que notable, con la verbena a punto de comenzar. José se fijó en una joven que estaba acompañada de una pareja de más edad, y se quedó prendado al instante: era tan hermosa como la añorada Azucena. No le sacó ojo hasta que se inició la música, momento que aprovechó para invitarla a bailar.
María, al ver ante sí a aquel hombre elegante y de buena estampa, no dudó en aceptar la invitación, previo beneplácito de Manuel y Lola, que ejercían de carabinas en ausencia de sus amos.
Estuvieron bailando durante toda la velada, y aunque el matrimonio acompañante no les quitaba la vista de encima, tuvieron tiempo de decirse muchas cosas. José, evidentemente forzado a mentir, le dijo que vivía en una localidad de las proximidades, donde había heredado una propiedad de unos tíos suyos, que tenía a la venta, aunque estaba pensando ya en quedarse a vivir allí. Ella, por su parte, le contó que desde niña estaba sirviendo en una casa de los alrededores, perteneciente a unos acaudalados labradores.
Este dato no cayó en saco roto. José, viendo posibilidades de sacar una buena tajada, con mucha habilidad comenzó a sonsacar a María datos sobre la seguridad establecida en la casa, los dineros y alhajas que podía haber en ella, y su posible localización. La inocencia de la sirvienta hizo que se enterase de todo lo que le convenía y, percatándose de que aquello podía llegar a ser un golpe más que viable y con un elevado botín, comenzase a trazar un plan para asaltar la propiedad.
Cuando terminó la fiesta y se despidieron, no sin que antes el malhechor, a quien los acontecimientos de la vida habían trastocado su carácter hasta convertirlo en un personaje cínico, le hiciera mil promesas de amor, mientras que por la mente le pasaban cosas totalmente distintas, teniendo ya su asechanza perfectamente maquinada, amén del firme propósito de llevarla a cabo cuanto antes.
Pocos días después, María y José pensaban mutuamente el uno en el otro. Ella, que se había enamorado perdidamente a lo largo de una sola velada, solo anhelaba volver a ver a su amado. Él, a quien la joven no interesaba en absoluto, salvo para un posible rato de esparcimiento, lo único que en realidad pretendía era desvalijar la casa de los Hidalgos.
Así que esperó hasta que oscureciera, y pasada ya la medianoche, embozado como era su costumbre cuando practicaba la depredación, saltó la muralla tras encaramarse a ella por la parte más accesible de la misma, de la que se había informado previamente a través de la sirvienta, con el firme propósito de saquear en aquella casa todo lo de valor que encontrase.
Armado de pistola y con un cuchillo al cinto, arrojó varios trozos de carne y huesos que previsoramente llevaba, a los perros guardianes, que acudieron al sentir ruido, con objeto de que se mantuvieran entretenidos y no ladraran, cosa que logró sin dificultad.
Se aproximó sigilosamente a la casa, presumiendo que sus habitantes estaban durmiendo, a la vista del silencio total y no percibir asomo de luz. Las puertas y ventanales de la planta baja estaban cerradas a cal y canto, pero pudo comprobar que en el piso de arriba una de las ventanas estaba entreabierta.
Tanteó las paredes de la casa. Eran de gruesos bloques de granito, entre los cuales había junturas cuyo desgaste propiciaba, para una persona ágil como él, la posibilidad de trepar hasta alcanzar el ventanal.
Fue ascendiendo lentamente pero sin mayores dificultades. Pero había algo con lo que él no contaba. En aquellos días habían procedido a la matanza y el despiece de varios ejemplares porcinos, como era costumbre hacer cuando el invierno se avecinaba, y esa misma noche, María estaba cocinando los tocinos del cerdo para hacer grasa líquida, necesaria para usos culinarios.
Aquello ya estaba a punto, y la sirvienta se preparó para sacarlo de la lumbre cuando, en la quietud de la noche, sintió un extraño ruido en el exterior; era como si fuera un roce. Miró por la ventana de la cocina, sita en el piso bajo, y no vio nada, por lo que se dispuso a seguir con su labor. Nuevamente volvió a oir ruidos y le pareció que éstos se producían un poco más arriba, por lo que se decidió a subir a las habitaciones del primer piso. Lo hizo con sigilo, algo atemorizada por lo que se podía encontrar –aunque no lo suficiente como para despertar a los restantes moradores de la casa-. Llegó al lugar a cuya altura le pareció haber identificado aquellos leves sonidos. Era una pequeña habitación desocupada, que se venía utilizando para guardar ropa vieja. Penetró en ella con el corazón en vilo, y vio que la ventana estaba entreabierta. Se asomó a ella, y contempló horrorizada como un hombre, con la cara tapada, trepaba por la pared y estaba casi a punto de alcanzar el alfeizar. Huyó de allí despavorida, sin saber que hacer, hasta que recordó la grasa que se estaba cocinando en el piso de abajo.
Mientras tanto, José acababa de comprobar que había sido descubierto cuando estaba a punto de alcanzar su objetivo. Se tranquilizó un tanto al ver que se trataba de María, y que bien podía hacerla creer que la finalidad de su visita obedecía a motivos románticos y no criminales, así que decidió acceder a la casa a cara descubierta, y procedió a desembozarse.
Se asió al borde de la ventana, y se encaramó hacia el interior de la habitación, pero en ese mismo instante vio la cara de la criada, justo en el momento en que se vio invadido por el más horrible de los dolores: le había arrojado el contenido una olla llena de hirviente grasa.
El sufrimiento le venció y cayó desde lo alto, aunque apenas notó el dolor de las magulladuras, absorbido por el tormento de las quemaduras. Los gritos de horror de María, que en última instancia le había identificado, aunque demasiado tarde, se mezclaban con los alaridos de dolor que José lanzaba mientras huía lejos de allí, dejando tras de sí una estela de intenso olor a carne quemada. Cuando los restantes habitantes de la casa, alertados, llegaron a donde estaba María, ésta se hallaba en el paroxismo de la locura y decía frases incongruentes.
El cuerpo de José fue descubierto dos días más tarde al borde de la playa, bañado por la barba de la marea. Se llegó a la conclusión de que, no pudiendo resistir el rabioso dolor inflingido por las quemaduras, se había arrojado al mar para no tener que soportar más aquel tormento.
María, por su parte, quedó completamente trastornada por el horror del acontecimiento que le había tocado vivir en primera persona. Por eso, a nadie le sorprendió que una mañana apareciera ahorcada en una de las cuadras de la casa, justo aquella en la que, un año antes, había tenido el encuentro con aquel desconocido.
Lo que nadie sabía era que durante la noche anterior había acudido allí al percibir un intenso olor a carne quemada, y sin que sus manos portasen cuerda alguna.
CONACHON
Allá por los años cuarenta del pasado siglo, en una pequeña vivienda unifamiliar del pueblo, muy cercana a la plaza mayor, vivía una familia compuesta por un matrimonio, tres hijos y cinco hijas, todos ellos adolescentes. Éstas últimas eran famosas en todo el contorno por su hermosura y su prestancia.
Con ocasión del fallecimiento de un vecino, toda la familia acudió, como venía siendo habitual, al velatorio que se celebraba en la casa del difunto, a dar el pésame y presentar sus respetos, y de paso –por qué no decirlo- a ponerse las botas con la comida y bebida con que la familia del finado tradicionalmente obsequiaba a los asistentes, que los tiempos no estaban como para dejar pasar ese tipo de oportunidades.
Otros muchos convecinos tuvieron la misma idea, y en el lugar del velatorio, una casa de labradores en la que normalmente residían cuatro personas –ahora tres-, se amontonaban más de cuarenta. En medio de aquel ambiente, no muy apropiado, por festivo, para el acto que allí se celebraba, nadie se había percatado de que la madera del piso estaba desacostumbrada a soportar semejante peso, a lo que había que unir el deterioro provocado por los efectos de la carcoma.
Como consecuencia de ello, de repente el suelo comenzó a crujir, como si se tratara de un lastimero quejido por el maltrato recibido, y ese fue el preludio del gran desastre que sobrevino a continuación, porque sin que nadie tuviera tiempo de ponerse a salvo, el suelo se abrió bajo los pies de los presentes, lo que inevitablemente hizo que todos ellos, muerto incluido, cayesen a la parte baja de la vivienda, justo sobre la cuadra del ganado.
Los gemidos lastimeros de las víctimas se mezclaban en la oscuridad con los mugidos de las reses, no menos asustadas que las personas; el finado era allí el único que no se quejaba. Las lesiones resultaron ser de diversa consideración, aunque la persona que resultó peor parada fue una de las hijas de la familia a la que antes aludíamos, creo recordar que la más pequeña, que a la sazón no sobrepasaba los quince años de edad.
Tuvo esta joven la desdichada suerte de caer justo sobre el cuerno de una vaca, empitonándoselo en el sitio que probablemente menos hubiera deseado, porque la pobre, que hasta entonces era doncella, tuvo que enfrentarse a una dolorosa y traumática desfloración, y aunque la cosa afortunadamente no pasó a mayores, desde ese mismo instante, su nombre, que no recuerdo cual era en realidad, tuvo una inmediata transformación, porque el vecindario, siempre al quite, decidió bautizarla con el delicado nombre de CONACHÓN.
No se sabe si fue la mortificación que le produjo su nuevo apelativo, o fueron otros los motivos, pero el caso es que no mucho tiempo después de aquel desgraciado suceso se decidió a emigrar a la Argentina, de donde ya nunca regresó.
Hay quien dice, no se sabe si con fundamento o no, que en el país gaucho le suavizaron ligeramente el apelativo restándole una “A”, con lo que éste quedó transformado en CONCHÓN, palabra cuyo significado en el léxico de aquellas tierras no se aleja demasiado de la filosofía del que le habían puesto por estos pagos.
martes, 9 de marzo de 2010
LA BODA DE JAIME
Lucía el sol aquella mañana de septiembre de 1974, cuando a las 12 y media el flamante Woshall (el coche de Starsky y Hutch) con motor Braham de Suso Pardiñas quedó aparcado en plena Avenida de la Marina coruñesa, frente a la cafetería Lumar. El color blanco del coche relucía como si lo acabara de sacar del concesionario.
Suso contaba por aquella época con 25 años, y era un individuo de mediana estatura, delgado y fibroso, con una característica física que lo hacía inconfundible, que se centraba en su minúsculo, casi inexistente, apéndice nasal, producto de un golpe que había recibido a la tierna edad de 4 años. En un gran alarde de originalidad le apodaban “el chato”. Los que le apreciábamos, que éramos muchos, le incitábamos constantemente a contar mentiras, por si entre bromas y veras la leyenda de Pinocho era cierta, pero nada, por mucho que se esmeraba no tenía el más mínimo efecto.
Su única actividad era la práctica del noble arte del boxeo, que ejercía con notable estilo, aunque los ingresos que generaban sus combates eran totalmente insuficientes para mantener su alto ritmo de vida, que estaba financiado mas bien por sus padres, propietarios de un local de alterne en la calle Hospital, en las inmediaciones del Papagayo. Otra cosa no hacía, aunque las malas lenguas, que siempre las hay, decían, no sin fundamento, que un par de “pebetas” que trabajaban en el negocio familiar tenían bastante que ver en su habitualmente próspera situación económica.
Suso descendió del vehículo, y tras admirar su deslumbrante carrocería, fruto del esmero con el que se lo acababan de limpiar en el taller de lavado de la calle de la Torre, se decidió a traspasar el umbral de la cafetería. A aquellas horas prácticamente no había clientela, solo un par de personas charlaban en la barra, y en la única mesa ocupada, el propietario, Luis Martínez “el barón”, con la ayuda de unas gafas que le habían resbalado casi hasta la punta de su nariz, examinaba concienzudamente unas facturas. Levantó la vista hacia la entrada y correspondió al saludo de Pardiñas. Este le preguntó:
-¿No vinieron por aquí Alberto y Domingo?
-No, pero de momento no creo que te aparezcan. Es muy temprano. Lo que me extraña es verte a ti por aquí a estas horas de la madrugada- respondió con sorna Luis.
El chato hizo caso omiso de la puya recibida y replicó:
-Que va, si es que nos vamos ahora a Madrid, a la boda de Jaime, y quedamos de vernos aquí-
-Es verdad, ya no me acordaba de que se casaba Jaime. Si estaba yo también invitado a la boda y no puedo ir-
Pardiñas echó un vistazo a lo largo del desértico local y quiso aprovechar la oportunidad para devolverle la andanada:
-No me extraña. Bien se ve que solo con los empleados el chollo no se da hecho-
Y sin esperar contestación, que a buen seguro se hubiera producido, dio media vuelta y se situó junto a la terraza, esperando divisar a sus acompañantes. Estos no aparecían, pero vio llegar a Pepe Pistones, de la Ciudad Vieja. Venía bien maqueado, con un terno Príncipe de Gales gris que, dicho sea de paso, no le pegaba ni con cola, aunque había que reconocer que los zapatos negros, casi tan relucientes como el coche de Pardiñas, y la corbata roja sobre camisa blanca impecable, ayudaban a disimularlo un poco.
-Coño, Suso, y tú por aquí a estas horas-
-Outro con a hora; joder que son plastas- pensó Suso, pero prefirió dejar la cosa así, y le dijo con amabilidad:
-No, es que quedé aquí con Alberto y Domingo, que nos vamos ahora a Madrid a la boda de Jaime Corral-
-Joder, a Madrid, no tengo yo ganas ni nada de ir a Madrid-
-Pues vente que sitio en el coche hay- le dijo, aunque más por compromiso que por otra cosa
-Bueno, pues no se hable más, voy con vosotros-
-Si hombre- respondió Pardiñas con escasa convicción.
A unos 50 metros, a la altura del Teatro Rosalía, divisó a dos personajes que avanzaban apresuradamente por la acera con sendas maletas en la mano. Eran Alberto Novo Díaz y Domingo Naveira. El primero era alto, moreno, con buen porte, mientras que Domingo era rubio, más bajo que alto y algo metido en carnes. Lucía una pequeña pero visible cicatriz junto a la ceja izquierda, fruto de un encontronazo con el puño derecho de un trapecista del Circo Americano, con quien un par de años atrás había tenido unas discrepancias acerca de la conveniencia o no de estar en silencio mientras cantaba Pucho Boedo, un sábado de madrugada en la cafetería Torre Esmeralda de Cuatro Caminos, incidente en el que también se había visto involucrado Lelo, el hijo de Don Pepe de las Siete Puertas, quien al tratar de auxiliar a Domingo, había obtenido un resultado idéntico al de éste, es decir, la misma cicatriz, y en el mismo ojo.
Cuando llegaron a la puerta del Lumar, saludaron a Pardiñas, que les presentó a Pistones y les dijo que les acompañaba, lo que aceptaron sin mucho entusiasmo. Y sin más dilación montaron en el vehículo, que arrancó rumbo a la capital de España. Según comenzaban a avanzar, vieron a Luis, que desde la puerta del Lumar se despedía de ellos agitando la mano, con una sonrisa de oreja a oreja cargada de sorna.
Apenas abrieron la boca hasta llegar a la gasolinera de Lavedra, donde llenaron el depósito. El ambiente estaba algo enrarecido por la presencia atípica de Pistones, con quien nadie contaba.
Una vez reanudado el viaje se fueron soltando y la conversación se fue haciendo distendida entre los cuatro. Decidieron no parar hasta la llegar al Bierzo, así que después de cruzar las provincias de la Coruña y Lugo, hicieron un alto en Cacabelos, y con objeto de meterse algo entre pecho y espalda, entraron en Casa Gato, un restaurante muy conocido de la localidad.
Después de devorar unas judías pintas con chorizo, aprovecharon la parada para hacer un fondo común que cubriera los gastos del desplazamiento. Decidieron que con mil duros cada uno habría más que suficiente para llegar a Madrid, aun teniendo en cuenta que iban a hacer noche en Salamanca, donde tenían que recoger a la novia de Domingo. En ese momento fue cuando Pistones, con cara muy seria, les espetó:
-pois eu non levo un chú-
Los otros tres se miraron entre sí, y después dirigieron la vista hacia Pistones. Este debió leer algo en sus miradas que le hizo intuir que se quedaba en tierra, así que no tuvo más remedio que aclarar que tenía una cuenta en el Banco de Bilbao, de la que iba a retirar dinero en Salamanca. Los otros tres aceptaron a regañadientes, y reanudaron el viaje.
Sobre las 9 de la noche hicieron su entrada en la Plaza Mayor de Salamanca. Ya tenían una reserva de hotel en las proximidades, pero cuando llegaron al establecimiento y vieron las tres estrellas que adornaban la fachada, Domingo, militarófilo perdido y al tiempo consciente de las estrecheces económicas del grupo, dijo:
-A min non me facía falta un coronel, con un sargento me chegaba ben-
Poco después, una vez instalados, salieron a dar un garbeo por las cafeterías de la zona, todos excepto Domingo, que había ido a buscar a su novia. Para los tres restantes, la noche fue movida, hasta las 5 de la mañana, en que retornaron al hotel, con unos cuantos wiskis de más y unos cuantos billetes de menos. Abandonaron el hotel a las 12 de la mañana, percatándose, una vez pasada la euforia de la noche, que la situación financiera del grupo estaba bastante deteriorada. Se encontraron con Domingo y su novia en una terraza de la plaza Mayor, donde se habían citado el día anterior, e inmediatamente localizaron la Sucursal del Banco de Bilbao, situada en la misma plaza Mayor.
Para no dar mucho el cante, Pistones entró en el Banco con Pardiñas, mientras Alberto, Domingo y la novia de éste, esperaban en la puerta. Dentro había una cola tan grande, que parecía que regalaban los cuartos, así que tuvieron que esperar un buen rato. Se armaron de paciencia, mientras los que esperaban fuera se impacientaban tanto, que finalmente Alberto se decidió a entrar, justo en el momento que el cajero atendía a Pistones.
-¿Cuánto quiere retirar?- preguntó el funcionario
-Como que cuanto quiero retirar. ¡Todo, démelo usted todo!-
-¿Pero no va a dejar nada en la cuenta?-
-¡Le dije que me lo diera todo!- exclamó Pistones, en un tono que no admitía réplica-
Alberto no esperó más. Salió del banco frotándose las manos y le dijo a Domingo:
Bufff, non debe ter guita o Pistones. Non vexas como lle rogaba o Cajero pa que deixara pasta na cuenta-
No hubo tiempo para seguir hablando. Pistones salió, lleno de razón, acompañado de Pardiñas, que venía muy serio. En un aparte, Alberto inquirió a este último:
-Que, ¿sacou moita pasta?-
-Toda a que había-
-Eso xa o sei, pero canto era-
-Mil cen-
-Joder, e para mil cen duros, tanto rollo-
Pardiñas lo miró muy fijo, con una cara de asesino que asustaba:
-No, mil cen duros no, mil cen pesetas, me cago hasta na madre que pareu ó delincuente ese-
Pistones no era consciente de que estaba a punto de quedarse a vivir en Salamanca. Iba con gesto altanero, parecía un capitán general, mientras apretaba firmemente bajo el brazo la cartilla del Banco de Bilbao entre cuyas hojas guardaba todo su capital, las mil cien pesetas. Ni tan siquiera se percató de que los otros tres hacían un aparte en el que estaban decidiendo su destino.
La verdad es que lo discutieron mucho, pero al final, con todo lo bravos que parecían, no fueron capaces de dejarlo en tierra, así que se subieron al coche y arrancaron camino de la capital.
No hay mucho que contar de esa parte del viaje, porque había poco dinero para andar haciendo paradas por el camino, el tiempo para llegar tampoco daba para mucho, y la mala uva de todos los componentes de la expedición -excepto Pistones, que iba mas feliz y más chulo que un ocho-, hizo que el trayecto se convirtiera en un viaje silencioso, que hubiera parecido la escena de una película muda, de no ser porque el radiocasete de Pardiñas hacía resonar dentro del habitáculo la espectacular voz de La Niña de Antequera:
“No había lobo que se asercara
Por lo corderooo
De la ribera
No había otro perro como mi perro
Y el era siempre mi sentinelaaaa”
Y eso después de haber escuchado las obras completas de Rafael Farina, aprovechando el paso por Salamanca, tierra natal del artista. Alberto y Domingo pedían a gritos que pusiera algo de Pucho Boedo, pero la sangre andaluza del chato, natural de Santa Eulalia de Castro, en el Ayuntamiento de Coristanco, le pedía Cante Jondo, y como al fin y al cabo era el capitán del barco, pudo más.
Entraron en Madrid por la Puerta de Hierro a las 5 de la tarde, hora taurina donde las haya, y atravesaron Moncloa, Princesa y Gran Vía, desviándose -quizás por continuar con referencias al noble arte de la tauromaquia- por la calle de la Montera hasta la Puerta del Sol, y allí, a pocos metros del célebre anuncio de Tío Pepe, ya en la calle del Arenal, se ubicaba un pequeño Hostal, carente de nombre comercial, donde Suso Pardiñas solía hospedarse cada vez que se desplazaba a la capital de España.
Por hacer un aparte en esta historia, decir que era persona conocida y celebrada en un restaurante existente en la calle de la Ballesta, denominado La Gran Tasca, donde publicitaban la magnificencia, más por la cantidad que por la calidad, del cocido madrileño de la casa, ofreciendo su degustación gratuita a quien fuese capaz de comerse uno completo.
El caso es que un buen día, el Chato acertó a pasar por allí y se fijó en el cartel pegado al cristal del escaparate, con la susodicha oferta. Entró en el local, y pidió una caña en la barra. Cuando se la estaban sirviendo, Suso preguntó, señalando el cartel:
-Oiga, ¿eso que pone ahí es cierto?-
-¿Lo del cocido? Si señor, si se lo come todo, le sale gratis
- Bueno, pues vamos a probar, me prepara usted una mesa para mí, y pide un cocido, y me abre una botella de Campo Viejo
El barman se lo quedó mirando fijamente, como calibrando su capacidad para meterse entre pecho y espalda todo aquello que le tenía que traer, y con cierta cara de escepticismo, acompañada de un tono de voz ligeramente guasón, le espetó:
-Como no, señor, ahora mismo se lo sirvo-
Mientras se le montaba la mesa, se tomó tranquilamente la caña en la barra, acompañada por un pincho invitación de la casa, que previsiblemente no se lo pusieron para restarle apetito, porque estaba compuesto por una aceituna y un boquerón.
A continuación se sentó. Pasaba poco de la una de la tarde, y no había nadie más en el restaurante. Casi sin dilación, vio como un camarero salía de la cocina con una perola humeante que casi tenía que hacer esfuerzos para poder transportarla. El barman, desde dentro de la barra buscaba con ojillos maliciosos la expresión de sorpresa de Suso cuando viera aquello, pero se llevó un chasco, porque éste ni pestañeó cuando le colocaron la gigantesca sopera encima de la mesa.
-Ahí tiene usted, señor, la sopa-
Con ademán calmoso, se sirvió y empezó a comer con parsimonia. Tardó un buen rato, pero se despachó todo el contenido de la perola, que llenó hasta seis veces el plato sopero del comensal. El barman y el camarero no le sacaban la vista de encima, aunque sus expresiones fueron dejando paulatinamente de ser burlonas para acabar convirtiéndose en confundidas.
Cuando terminó la sopa, se había ventilado más de la mitad de la botella de vino, así que, previendo que todavía le quedaba el plato fuerte, no se cortó en pedir otra botella, que le fue servida de inmediato. Casi al instante, el camarero salió de la cocina con una bandeja tan grande que la tenía que sujetar con las dos manos. Cuando la puso sobre la mesa, Suso vio que allí había más de medio kilo de carne fresca, un cuarto de gallina, un chorizo, una morcilla, un buen trozo de lacón, otro de tocino y media docena de algo parecido a albóndigas. Suso, imperturbable, hizo ademán de servirse, pero el camarero le frenó:
-Espere, señor, que ahora mismo le traigo el resto-
El resto era otra fuente igual que la anterior, atiborrada de garbanzos, repollo, zanahorias y patatas. Mientras se la traía, el camarero venía canturreando con mucha guasa:
Cooocidito madrileño
Ay, reeeepicando en la buhardilla
Que me sabe a hierbabuena
Y aaaaaa verbena en la Vistilla
Cuando llegó a la mesa, interrumpió su homenaje al gran Pepe Blanco, para decir:
-Ahí tiene usted, señor. Buen Provecho-
-Muchas gracias- y se metió en faena
A ritmo pausado, comenzó a ingerir todo aquello. Un poco de aquí, un poco de allá, el caso es que las viandas iban desapareciendo de la vista de los dos empleados del restaurante, que con cierto disimulo no perdían detalle de aquella exhibición, mudos espectadores que pronto fueron acompañados por un par de nuevas caras que asomaban discretamente por el ventanuco de la cocina. Pronto, no se sabe muy bien si casualmente o no, la concurrencia fue aumentando gradualmente, y a las dos y media de la tarde más de veinte personas, musitando en voz baja comentarios admirativos sobre la capacidad gastronómica de aquel comensal, que no paraba de masticar lentamente y tragar, casi llenaban un local en el que solo se oían murmullos.
A las tres en punto, Pardiñas zanjó el asunto sirviéndose con un cucharón la última media docena de garbanzos que bailoteaban en solitario dentro de la inmensa fuente y se los tragó, añadiendo para apoyar un último sorbo de vino que le quedaba en la copa.
A continuación pidió un café solo, un chupito de whisky y la cuenta.
-No señor, como ya le dijimos, está usted invitado- Le contestó el camarero con solicitud no exenta de respeto
-Ah, pues muy bien. Por cierto, muy bueno el cocido- replicó el chato con gesto altanero
y se marchó con viento fresco.
Al día siguiente, a la una y media en punto de la tarde, Pardiñas volvió a entrar por la puerta de La Gran Tasca. Prefirió no tomar ningún aperitivo y se sentó directamente frente a la misma mesa de la víspera. El camarero, un poco mosqueado, se le aproximó de inmediato.
-¿va a comer el señor?¿le traigo la carta?-
-no, tráigame un cocido-
-Es que... verá Vd. señor....es que lo del cartel se refiere solo a una vez.... no vale repetir-
-No pasa nada, hombre, usted tráigalo, que estaba muy bueno y se lo voy a pagar-
Y se volvió a despachar otro cocido completo, ante la incredulidad de todos los allí presentes.
Pero volvamos a nuestra historia. Los viajeros se instalaron en el hostal de la calle del Arenal, y ocuparon dos habitaciones, una para Domingo y su novia, y otra para los otros tres.
Como ya era hora, salieron para la iglesia, a donde llegaron con el tiempo justo. Saludaron a Jaime, que estaba delante de la puerta del templo acompañado por sus familiares, y después estuvieron charlando con algunos conocidos, gente de La Coruña pero residente en Madrid, como Pepe el Gordo, propietario del mesón Breogán, en las inmediaciones de la Plaza de España, y cuya familia había explotado en la Coruña, durante muchos años, el Negresco, un local dedicado a bodas y banquetes en la Calle Torreiro. También estaba Perillo, batería de Los Tamara, otro coruñés de pro. La tertulia fue corta, porque enseguida llegó la novia y entraron todos en la iglesia. Eran en total unos 150 invitados.
Al terminar la ceremonia, se fueron directamente al lugar del banquete, que era en los bajos del hotel Norte, frente a la Estación del mismo nombre, un edificio en cuyo frente lucían al menos una veintena de banderas de distintos países, lo que le daba cierto aire de distinción.
Una vez aparcado el coche en las cercanías del hotel, miraron el reloj y se dieron cuenta de que faltaba una media hora para que llegaran el grueso de invitados y los novios, así que aprovecharon para hacer un arqueo de efectivo, y se dieron cuenta de que la cosa no estaba para muchas alegrías. Aun así, temiendo que las bebidas del convite de boda estuvieran excesivamente tasadas (todos ellos eran gente de buen beber, aunque alguno de mala bebida, como veremos más adelante), decidieron adquirir tres botellas de Whisky en un supermercado de las proximidades. Eligieron una de cada marca, para contentar a todos: White Label, Johny Walker y White Horse.
Entraron en el local del convite, y tomaron asiento, situándose estratégicamente en el extremo de una de las tres alargadas mesas dispuestas en paralelo, lugar más alejado de la mesa presidencial, previendo, y con razón, que esa lejanía les permitiría hacer un poco más el indio, en caso de que eso fuera menester, sin dar mucho cante. Las botellas de whisky quedaron bajo la mesa, y empezó el ágape. No se trataba de una comida fuerte, sino de un “lunch”, compuesto por embutidos y un par de platos ligeros. El ambiente era festivo, tal y como correspondía a la ocasión, y enseguida fueron cogiendo confianza con sus vecinos de mesa, que aparte de los consabidos Pepe el Gordo y Perillo, eran amigos madrileños de Jaime. Al terminar el segundo plato, los chistes iniciales ya habían pasado a mejor vida, y en espera de la tarta nupcial, el mundo de la canción española se abrió paso encarnado en la talentosa voz de Suso Pardiñas, que abrió veda con un clásico de Antonio Molina:
Soy cantante, soy torero
Soy torero soy cantante
Soyyyyyyyyy de España
Que más quievevevevero
Con esoooooo
Con eso tengo bastaaaaante
Una atronadora salva de aplausos premió la acertada intervención del espontáneo cantador, y le dio impulso a éste para continuar el recital. Lo malo es que sus acompañantes se envalentonaron y se atrevieron a imitarlo. Cuando terminaron su intervención, los aplausos de la concurrencia ya no eran tan entregados, y en el medio de éstos ya se insinuaba algún abucheo, pero ello no restó ni un ápice de animosidad a los intérpretes, que fortalecidos por las dosis de Valdepeñas que habían trasegado durante el refrigerio, se siguieron entregando al arte de la copla, contando cada vez con más voluntarios, que se iban incorporando a la coral.
En el medio de todo, habían llegado al café. Tal y como habían sospechado desde un principio, las bebidas estaban extremadamente tasadas, tanto que al que pedía repetir, que eran todos, el camarero le servía medio a regañadientes. Tanto fue así, que Alberto echó mano a una de las botellas que tenían ocultas bajo la mesa.
Con mucha discreción, amparados en la clandestinidad del mantel, se sirvieron la bebida. Invitaron a los más próximos, tasando al máximo la botella para dejar las otras dos para después.
Al cabo de un rato, Alberto tanteó bajo la mesa buscando otra botella. No la encontró. Sorprendido, se agachó para localizarla, pero allí no había más que frías baldosas. Se incorporó para preguntar a sus acompañantes quien había cambiado las botellas de sitio, y vio que el asiento de Pistones estaba vacío. Alzó la vista para localizarlo, y lo vio unos metros más allá sentado en otra zona de la mesa, charlando animadamente con unos matrimonios desconocidos. Las botellas estaban en la mesa, delante de él, pero completamente vacías.
El rostro de Alberto empalideció. Quiso decírselo a Pardiñas y a Domingo, pero estaba tan indignado que las palabras se negaban a salir de su boca. Cuando la cólera fue amainando, les contó la situación. Al principio no se lo creían pensando que estaba de coña, pero cuando verificaron la situación, querían matar a Pistones. Éste, que tonto no era, se percató enseguida de que aquello no pintaba bien para él, y se cuidó muy mucho de acercarse al entorno de sus compañeros durante el resto del convite.
Cuando terminó el lunch eran cerca de las diez de la noche. Jaime, pese a ser el día de su boda, tenía ganas de tomar unas copas con sus amigos. Como tanto él como su mujer tenían que cambiarse de ropa, quedaron de verse un par de horas después en la cafetería Morrison, de la Gran Via.
Allí se juntaron Alberto, Pardiñas, Domingo, Pepe el Gordo, Perillo, y Jaime, junto con la mujer de éste último y la novia de Domingo. Pistones, claro, no estaba. Y que no se le ocurriera aparecer por allí.
Decidieron ir a la sala de fiestas El Biombo Chino, que estaba muy cerca, y en la que actuaba Andrés Pajares con la obra “el embarazado”.
La sala, pese a sus grandes dimensiones, estaba atestada de gente hasta tal punto que ante la falta de sitio en las mesas y barra tuvieron que acomodarse en las escaleras.
Tomaron un par de copas antes de que comenzase la actuación. El que más y el que menos estaba “puesto”, pero ya se sabe que unos se lo toman de una forma y otros de otra. Domingo era de los que se lo tomaba de la otra, tanto es así, que no bien había empezado la función cuando la tomó con el pobre Pajares.
-Pajares, fillo de puta, retrátate, que non tes nin puta idea-
Pajares, con más tablas que la Piquer, no dio mayor importancia a los comentarios y siguió con su actuación, pero eso no hizo más que enaltecer a Domingo, que incrementó sus improperios pensando que no eran suficientes.
-Pajares, maricón, corta o rollo que estás facendo o ridículo-
Pero el actor, haciendo gala de una paciencia que parecía inagotable, permanecía inalterable a los exabruptos y seguía interpretando dignamente su papel, circunstancia que no concurría en los espectadores, que poco a poco fueron apartando su atención del escenario para centrarla en Domingo, que sabiéndose protagonista, redoblaba sus esfuerzos en los insultos y descalificaciones dedicados al cómico.
Pero el público, poco comprensivo con el intruso, comenzó a abuchearlo, primero con timidez y después ya con improperios, Los acompañantes de Domingo, perfectamente identificables por estar junto a él, estaban tan avergonzados que ya no sabían donde meterse. De buena gana se hubieran marchado, pero el abarrote era tan grande que no tenían por donde escapar sin provocar una hecatombe.
Pero Domingo seguía en sus trece. Estaba empeñado, por algún oscuro motivo, en acabar con la carrera artística de Andrés Pajares y no tenía previsto claudicar.
Entonces ocurrió lo inesperado. Jaime, el novio, estaba tan desesperado que no pudo resistir más y se lanzó a por Domingo como una fiera. Consiguió agarrarlo por la pechera, y tras perder el equilibrio ambos rodaron por las escaleras, provocando un efecto dominó con los espectadores que había sentados en las escaleras, que se llevó por delante a todo bicho viviente, provocando un espantoso tumulto.
Aquel escándalo fue la espoleta definitiva para interrumpir la función. Las más de trescientas personas que habían pagado su localidad querían, con toda la razón, asesinar a Domingo, que una vez superada la fase más crítica de la trompa que llevaba, comenzó a verle las orejas al lobo, y procedió a recular protegido por sus acompañantes, quienes tuvieron que hacer de tripas corazón para impedir que el resto de los espectadores se tomasen la justicia por su mano, cosa que ellos mismos estaban tentados a hacer.
Tras algunos apuros, consiguieron finalmente ganar la calle. Una vez en la puerta, Domingo se dio la vuelta con dignidad y dijo a voz en grito, ante la admiración de propios y extraños:
-¡Como no me pidan perdón, no vuelvo a poner los pies en este local!
La noche continuó deambulando por esos locales que nunca tienen prisa por cerrar. Amanecía cuando, exhaustos, Alberto y Pardiñas entraron en la habitación de la pensión de la calle Arenal, que compartían con Pistones, que a aquella hora llevaba un buen rato durmiendo, tal y como reflejaban los sonoros ronquidos que emitía. Pese a lo avanzado –o temprano, según se mire- de la hora, y el cansancio acumulado, aun hubo tiempo para que Alberto, indignado por la actuación de Pistones durante el convite nupcial, lo despertara para llamarle la atención, lo que degeneró en un conato de pelea que no llegó a mayores.
Durmieron hasta bien entrada la tarde. Habían decidido marchar ese mismo día, y Pardiñas, mientras los otros hacían la maleta, decidió hacer una gestión que tenía pendiente, aprovechando el viaje a Madrid, y quedaron de verse a las diez de la noche en la puerta de la pensión, en plena acera. Allí estaba Alberto como un clavo, y clavado permaneció durante más de dos horas, completamente solo –Pistones, que debió olerse la tostada, se había evaporado como el humo, y de Domingo y su novia, ni rastro, aunque éstos no iban a marchar con ellos, ya que se iban a quedar un par de días más en Madrid-.
Al sereno del barrio le llamó la atención verle allí durante tanto tiempo con las maletas al lado, así que le preguntó si lo que quería era entrar en la pensión, y tuvo que explicarle que no, que lo que pretendía era precisamente lo contrario, pero que el amigo al que estaba esperando era un informal y un cantamañanas, que lo había dejado plantado. Al verle tan angustiado, el vigilante nocturno sintió lástima por él y decidió acompañarle y darle un poco de conversación para aliviarle la soledad mientras no aparecía su amigo; durante la charla, Alberto le explicó que la persona que esperaba era cliente habitual de la pensión, y por los datos que le dio, el sereno, beneficiario de buenas propinas por parte de Pardiñas, le identificó al momento.
-Pero si ese que me dice usted es don Jesús. Pues no se preocupe, si don Jesús le dijo que venía, es que viene. Es un auténtico caballero-
Cerca de la una de la mañana, Pardiñas aparcó delante de Alberto, sin percatarse de que éste lo fulminaba con la mirada. El sereno acudió solícito a abrirle la puerta del coche, previendo una gratificación que no llegó, dado el depauperado estado de las arcas de “don Jesús”.
Pese a ello, al descender del vehículo, lo saludó solícitamente:
-Don Jesús, que alegría verle de nuevo por aquí- y dirigiéndose a Alberto, le dijo:
-Ya se lo dije yo. Si don Jesús le dice que viene, es que viene-
Alberto, rebosante de indignación, le contestó:
-¿Ese es don Jesús? ¡Ese lo que es, es don Mierda!-
La única satisfacción, ciertamente morbosa, que le quedaba a Alberto, era que Pistones aun no había dado señales de vida, y se iba a quedar en tierra, pero su gozo en un pozo. Cuando se habían montado en el coche y Pardiñas estaba girando la llave para arrancar, le vieron aparecer por la esquina de la Puerta del Sol, corriendo como un gamo.
Durante el viaje de vuelta, que fue realizado de un tirón, nadie abrió la boca. Alberto, porque estaba enfadado con los otros dos, Pardiñas porque no tenía ganas de aguantar el mosqueo de Alberto, y Pistones, porque había hecho tantas en tan poco tiempo, que presumía que a la más mínima, esta vez sí, se quedaba en tierra.
Suso contaba por aquella época con 25 años, y era un individuo de mediana estatura, delgado y fibroso, con una característica física que lo hacía inconfundible, que se centraba en su minúsculo, casi inexistente, apéndice nasal, producto de un golpe que había recibido a la tierna edad de 4 años. En un gran alarde de originalidad le apodaban “el chato”. Los que le apreciábamos, que éramos muchos, le incitábamos constantemente a contar mentiras, por si entre bromas y veras la leyenda de Pinocho era cierta, pero nada, por mucho que se esmeraba no tenía el más mínimo efecto.
Su única actividad era la práctica del noble arte del boxeo, que ejercía con notable estilo, aunque los ingresos que generaban sus combates eran totalmente insuficientes para mantener su alto ritmo de vida, que estaba financiado mas bien por sus padres, propietarios de un local de alterne en la calle Hospital, en las inmediaciones del Papagayo. Otra cosa no hacía, aunque las malas lenguas, que siempre las hay, decían, no sin fundamento, que un par de “pebetas” que trabajaban en el negocio familiar tenían bastante que ver en su habitualmente próspera situación económica.
Suso descendió del vehículo, y tras admirar su deslumbrante carrocería, fruto del esmero con el que se lo acababan de limpiar en el taller de lavado de la calle de la Torre, se decidió a traspasar el umbral de la cafetería. A aquellas horas prácticamente no había clientela, solo un par de personas charlaban en la barra, y en la única mesa ocupada, el propietario, Luis Martínez “el barón”, con la ayuda de unas gafas que le habían resbalado casi hasta la punta de su nariz, examinaba concienzudamente unas facturas. Levantó la vista hacia la entrada y correspondió al saludo de Pardiñas. Este le preguntó:
-¿No vinieron por aquí Alberto y Domingo?
-No, pero de momento no creo que te aparezcan. Es muy temprano. Lo que me extraña es verte a ti por aquí a estas horas de la madrugada- respondió con sorna Luis.
El chato hizo caso omiso de la puya recibida y replicó:
-Que va, si es que nos vamos ahora a Madrid, a la boda de Jaime, y quedamos de vernos aquí-
-Es verdad, ya no me acordaba de que se casaba Jaime. Si estaba yo también invitado a la boda y no puedo ir-
Pardiñas echó un vistazo a lo largo del desértico local y quiso aprovechar la oportunidad para devolverle la andanada:
-No me extraña. Bien se ve que solo con los empleados el chollo no se da hecho-
Y sin esperar contestación, que a buen seguro se hubiera producido, dio media vuelta y se situó junto a la terraza, esperando divisar a sus acompañantes. Estos no aparecían, pero vio llegar a Pepe Pistones, de la Ciudad Vieja. Venía bien maqueado, con un terno Príncipe de Gales gris que, dicho sea de paso, no le pegaba ni con cola, aunque había que reconocer que los zapatos negros, casi tan relucientes como el coche de Pardiñas, y la corbata roja sobre camisa blanca impecable, ayudaban a disimularlo un poco.
-Coño, Suso, y tú por aquí a estas horas-
-Outro con a hora; joder que son plastas- pensó Suso, pero prefirió dejar la cosa así, y le dijo con amabilidad:
-No, es que quedé aquí con Alberto y Domingo, que nos vamos ahora a Madrid a la boda de Jaime Corral-
-Joder, a Madrid, no tengo yo ganas ni nada de ir a Madrid-
-Pues vente que sitio en el coche hay- le dijo, aunque más por compromiso que por otra cosa
-Bueno, pues no se hable más, voy con vosotros-
-Si hombre- respondió Pardiñas con escasa convicción.
A unos 50 metros, a la altura del Teatro Rosalía, divisó a dos personajes que avanzaban apresuradamente por la acera con sendas maletas en la mano. Eran Alberto Novo Díaz y Domingo Naveira. El primero era alto, moreno, con buen porte, mientras que Domingo era rubio, más bajo que alto y algo metido en carnes. Lucía una pequeña pero visible cicatriz junto a la ceja izquierda, fruto de un encontronazo con el puño derecho de un trapecista del Circo Americano, con quien un par de años atrás había tenido unas discrepancias acerca de la conveniencia o no de estar en silencio mientras cantaba Pucho Boedo, un sábado de madrugada en la cafetería Torre Esmeralda de Cuatro Caminos, incidente en el que también se había visto involucrado Lelo, el hijo de Don Pepe de las Siete Puertas, quien al tratar de auxiliar a Domingo, había obtenido un resultado idéntico al de éste, es decir, la misma cicatriz, y en el mismo ojo.
Cuando llegaron a la puerta del Lumar, saludaron a Pardiñas, que les presentó a Pistones y les dijo que les acompañaba, lo que aceptaron sin mucho entusiasmo. Y sin más dilación montaron en el vehículo, que arrancó rumbo a la capital de España. Según comenzaban a avanzar, vieron a Luis, que desde la puerta del Lumar se despedía de ellos agitando la mano, con una sonrisa de oreja a oreja cargada de sorna.
Apenas abrieron la boca hasta llegar a la gasolinera de Lavedra, donde llenaron el depósito. El ambiente estaba algo enrarecido por la presencia atípica de Pistones, con quien nadie contaba.
Una vez reanudado el viaje se fueron soltando y la conversación se fue haciendo distendida entre los cuatro. Decidieron no parar hasta la llegar al Bierzo, así que después de cruzar las provincias de la Coruña y Lugo, hicieron un alto en Cacabelos, y con objeto de meterse algo entre pecho y espalda, entraron en Casa Gato, un restaurante muy conocido de la localidad.
Después de devorar unas judías pintas con chorizo, aprovecharon la parada para hacer un fondo común que cubriera los gastos del desplazamiento. Decidieron que con mil duros cada uno habría más que suficiente para llegar a Madrid, aun teniendo en cuenta que iban a hacer noche en Salamanca, donde tenían que recoger a la novia de Domingo. En ese momento fue cuando Pistones, con cara muy seria, les espetó:
-pois eu non levo un chú-
Los otros tres se miraron entre sí, y después dirigieron la vista hacia Pistones. Este debió leer algo en sus miradas que le hizo intuir que se quedaba en tierra, así que no tuvo más remedio que aclarar que tenía una cuenta en el Banco de Bilbao, de la que iba a retirar dinero en Salamanca. Los otros tres aceptaron a regañadientes, y reanudaron el viaje.
Sobre las 9 de la noche hicieron su entrada en la Plaza Mayor de Salamanca. Ya tenían una reserva de hotel en las proximidades, pero cuando llegaron al establecimiento y vieron las tres estrellas que adornaban la fachada, Domingo, militarófilo perdido y al tiempo consciente de las estrecheces económicas del grupo, dijo:
-A min non me facía falta un coronel, con un sargento me chegaba ben-
Poco después, una vez instalados, salieron a dar un garbeo por las cafeterías de la zona, todos excepto Domingo, que había ido a buscar a su novia. Para los tres restantes, la noche fue movida, hasta las 5 de la mañana, en que retornaron al hotel, con unos cuantos wiskis de más y unos cuantos billetes de menos. Abandonaron el hotel a las 12 de la mañana, percatándose, una vez pasada la euforia de la noche, que la situación financiera del grupo estaba bastante deteriorada. Se encontraron con Domingo y su novia en una terraza de la plaza Mayor, donde se habían citado el día anterior, e inmediatamente localizaron la Sucursal del Banco de Bilbao, situada en la misma plaza Mayor.
Para no dar mucho el cante, Pistones entró en el Banco con Pardiñas, mientras Alberto, Domingo y la novia de éste, esperaban en la puerta. Dentro había una cola tan grande, que parecía que regalaban los cuartos, así que tuvieron que esperar un buen rato. Se armaron de paciencia, mientras los que esperaban fuera se impacientaban tanto, que finalmente Alberto se decidió a entrar, justo en el momento que el cajero atendía a Pistones.
-¿Cuánto quiere retirar?- preguntó el funcionario
-Como que cuanto quiero retirar. ¡Todo, démelo usted todo!-
-¿Pero no va a dejar nada en la cuenta?-
-¡Le dije que me lo diera todo!- exclamó Pistones, en un tono que no admitía réplica-
Alberto no esperó más. Salió del banco frotándose las manos y le dijo a Domingo:
Bufff, non debe ter guita o Pistones. Non vexas como lle rogaba o Cajero pa que deixara pasta na cuenta-
No hubo tiempo para seguir hablando. Pistones salió, lleno de razón, acompañado de Pardiñas, que venía muy serio. En un aparte, Alberto inquirió a este último:
-Que, ¿sacou moita pasta?-
-Toda a que había-
-Eso xa o sei, pero canto era-
-Mil cen-
-Joder, e para mil cen duros, tanto rollo-
Pardiñas lo miró muy fijo, con una cara de asesino que asustaba:
-No, mil cen duros no, mil cen pesetas, me cago hasta na madre que pareu ó delincuente ese-
Pistones no era consciente de que estaba a punto de quedarse a vivir en Salamanca. Iba con gesto altanero, parecía un capitán general, mientras apretaba firmemente bajo el brazo la cartilla del Banco de Bilbao entre cuyas hojas guardaba todo su capital, las mil cien pesetas. Ni tan siquiera se percató de que los otros tres hacían un aparte en el que estaban decidiendo su destino.
La verdad es que lo discutieron mucho, pero al final, con todo lo bravos que parecían, no fueron capaces de dejarlo en tierra, así que se subieron al coche y arrancaron camino de la capital.
No hay mucho que contar de esa parte del viaje, porque había poco dinero para andar haciendo paradas por el camino, el tiempo para llegar tampoco daba para mucho, y la mala uva de todos los componentes de la expedición -excepto Pistones, que iba mas feliz y más chulo que un ocho-, hizo que el trayecto se convirtiera en un viaje silencioso, que hubiera parecido la escena de una película muda, de no ser porque el radiocasete de Pardiñas hacía resonar dentro del habitáculo la espectacular voz de La Niña de Antequera:
“No había lobo que se asercara
Por lo corderooo
De la ribera
No había otro perro como mi perro
Y el era siempre mi sentinelaaaa”
Y eso después de haber escuchado las obras completas de Rafael Farina, aprovechando el paso por Salamanca, tierra natal del artista. Alberto y Domingo pedían a gritos que pusiera algo de Pucho Boedo, pero la sangre andaluza del chato, natural de Santa Eulalia de Castro, en el Ayuntamiento de Coristanco, le pedía Cante Jondo, y como al fin y al cabo era el capitán del barco, pudo más.
Entraron en Madrid por la Puerta de Hierro a las 5 de la tarde, hora taurina donde las haya, y atravesaron Moncloa, Princesa y Gran Vía, desviándose -quizás por continuar con referencias al noble arte de la tauromaquia- por la calle de la Montera hasta la Puerta del Sol, y allí, a pocos metros del célebre anuncio de Tío Pepe, ya en la calle del Arenal, se ubicaba un pequeño Hostal, carente de nombre comercial, donde Suso Pardiñas solía hospedarse cada vez que se desplazaba a la capital de España.
Por hacer un aparte en esta historia, decir que era persona conocida y celebrada en un restaurante existente en la calle de la Ballesta, denominado La Gran Tasca, donde publicitaban la magnificencia, más por la cantidad que por la calidad, del cocido madrileño de la casa, ofreciendo su degustación gratuita a quien fuese capaz de comerse uno completo.
El caso es que un buen día, el Chato acertó a pasar por allí y se fijó en el cartel pegado al cristal del escaparate, con la susodicha oferta. Entró en el local, y pidió una caña en la barra. Cuando se la estaban sirviendo, Suso preguntó, señalando el cartel:
-Oiga, ¿eso que pone ahí es cierto?-
-¿Lo del cocido? Si señor, si se lo come todo, le sale gratis
- Bueno, pues vamos a probar, me prepara usted una mesa para mí, y pide un cocido, y me abre una botella de Campo Viejo
El barman se lo quedó mirando fijamente, como calibrando su capacidad para meterse entre pecho y espalda todo aquello que le tenía que traer, y con cierta cara de escepticismo, acompañada de un tono de voz ligeramente guasón, le espetó:
-Como no, señor, ahora mismo se lo sirvo-
Mientras se le montaba la mesa, se tomó tranquilamente la caña en la barra, acompañada por un pincho invitación de la casa, que previsiblemente no se lo pusieron para restarle apetito, porque estaba compuesto por una aceituna y un boquerón.
A continuación se sentó. Pasaba poco de la una de la tarde, y no había nadie más en el restaurante. Casi sin dilación, vio como un camarero salía de la cocina con una perola humeante que casi tenía que hacer esfuerzos para poder transportarla. El barman, desde dentro de la barra buscaba con ojillos maliciosos la expresión de sorpresa de Suso cuando viera aquello, pero se llevó un chasco, porque éste ni pestañeó cuando le colocaron la gigantesca sopera encima de la mesa.
-Ahí tiene usted, señor, la sopa-
Con ademán calmoso, se sirvió y empezó a comer con parsimonia. Tardó un buen rato, pero se despachó todo el contenido de la perola, que llenó hasta seis veces el plato sopero del comensal. El barman y el camarero no le sacaban la vista de encima, aunque sus expresiones fueron dejando paulatinamente de ser burlonas para acabar convirtiéndose en confundidas.
Cuando terminó la sopa, se había ventilado más de la mitad de la botella de vino, así que, previendo que todavía le quedaba el plato fuerte, no se cortó en pedir otra botella, que le fue servida de inmediato. Casi al instante, el camarero salió de la cocina con una bandeja tan grande que la tenía que sujetar con las dos manos. Cuando la puso sobre la mesa, Suso vio que allí había más de medio kilo de carne fresca, un cuarto de gallina, un chorizo, una morcilla, un buen trozo de lacón, otro de tocino y media docena de algo parecido a albóndigas. Suso, imperturbable, hizo ademán de servirse, pero el camarero le frenó:
-Espere, señor, que ahora mismo le traigo el resto-
El resto era otra fuente igual que la anterior, atiborrada de garbanzos, repollo, zanahorias y patatas. Mientras se la traía, el camarero venía canturreando con mucha guasa:
Cooocidito madrileño
Ay, reeeepicando en la buhardilla
Que me sabe a hierbabuena
Y aaaaaa verbena en la Vistilla
Cuando llegó a la mesa, interrumpió su homenaje al gran Pepe Blanco, para decir:
-Ahí tiene usted, señor. Buen Provecho-
-Muchas gracias- y se metió en faena
A ritmo pausado, comenzó a ingerir todo aquello. Un poco de aquí, un poco de allá, el caso es que las viandas iban desapareciendo de la vista de los dos empleados del restaurante, que con cierto disimulo no perdían detalle de aquella exhibición, mudos espectadores que pronto fueron acompañados por un par de nuevas caras que asomaban discretamente por el ventanuco de la cocina. Pronto, no se sabe muy bien si casualmente o no, la concurrencia fue aumentando gradualmente, y a las dos y media de la tarde más de veinte personas, musitando en voz baja comentarios admirativos sobre la capacidad gastronómica de aquel comensal, que no paraba de masticar lentamente y tragar, casi llenaban un local en el que solo se oían murmullos.
A las tres en punto, Pardiñas zanjó el asunto sirviéndose con un cucharón la última media docena de garbanzos que bailoteaban en solitario dentro de la inmensa fuente y se los tragó, añadiendo para apoyar un último sorbo de vino que le quedaba en la copa.
A continuación pidió un café solo, un chupito de whisky y la cuenta.
-No señor, como ya le dijimos, está usted invitado- Le contestó el camarero con solicitud no exenta de respeto
-Ah, pues muy bien. Por cierto, muy bueno el cocido- replicó el chato con gesto altanero
y se marchó con viento fresco.
Al día siguiente, a la una y media en punto de la tarde, Pardiñas volvió a entrar por la puerta de La Gran Tasca. Prefirió no tomar ningún aperitivo y se sentó directamente frente a la misma mesa de la víspera. El camarero, un poco mosqueado, se le aproximó de inmediato.
-¿va a comer el señor?¿le traigo la carta?-
-no, tráigame un cocido-
-Es que... verá Vd. señor....es que lo del cartel se refiere solo a una vez.... no vale repetir-
-No pasa nada, hombre, usted tráigalo, que estaba muy bueno y se lo voy a pagar-
Y se volvió a despachar otro cocido completo, ante la incredulidad de todos los allí presentes.
Pero volvamos a nuestra historia. Los viajeros se instalaron en el hostal de la calle del Arenal, y ocuparon dos habitaciones, una para Domingo y su novia, y otra para los otros tres.
Como ya era hora, salieron para la iglesia, a donde llegaron con el tiempo justo. Saludaron a Jaime, que estaba delante de la puerta del templo acompañado por sus familiares, y después estuvieron charlando con algunos conocidos, gente de La Coruña pero residente en Madrid, como Pepe el Gordo, propietario del mesón Breogán, en las inmediaciones de la Plaza de España, y cuya familia había explotado en la Coruña, durante muchos años, el Negresco, un local dedicado a bodas y banquetes en la Calle Torreiro. También estaba Perillo, batería de Los Tamara, otro coruñés de pro. La tertulia fue corta, porque enseguida llegó la novia y entraron todos en la iglesia. Eran en total unos 150 invitados.
Al terminar la ceremonia, se fueron directamente al lugar del banquete, que era en los bajos del hotel Norte, frente a la Estación del mismo nombre, un edificio en cuyo frente lucían al menos una veintena de banderas de distintos países, lo que le daba cierto aire de distinción.
Una vez aparcado el coche en las cercanías del hotel, miraron el reloj y se dieron cuenta de que faltaba una media hora para que llegaran el grueso de invitados y los novios, así que aprovecharon para hacer un arqueo de efectivo, y se dieron cuenta de que la cosa no estaba para muchas alegrías. Aun así, temiendo que las bebidas del convite de boda estuvieran excesivamente tasadas (todos ellos eran gente de buen beber, aunque alguno de mala bebida, como veremos más adelante), decidieron adquirir tres botellas de Whisky en un supermercado de las proximidades. Eligieron una de cada marca, para contentar a todos: White Label, Johny Walker y White Horse.
Entraron en el local del convite, y tomaron asiento, situándose estratégicamente en el extremo de una de las tres alargadas mesas dispuestas en paralelo, lugar más alejado de la mesa presidencial, previendo, y con razón, que esa lejanía les permitiría hacer un poco más el indio, en caso de que eso fuera menester, sin dar mucho cante. Las botellas de whisky quedaron bajo la mesa, y empezó el ágape. No se trataba de una comida fuerte, sino de un “lunch”, compuesto por embutidos y un par de platos ligeros. El ambiente era festivo, tal y como correspondía a la ocasión, y enseguida fueron cogiendo confianza con sus vecinos de mesa, que aparte de los consabidos Pepe el Gordo y Perillo, eran amigos madrileños de Jaime. Al terminar el segundo plato, los chistes iniciales ya habían pasado a mejor vida, y en espera de la tarta nupcial, el mundo de la canción española se abrió paso encarnado en la talentosa voz de Suso Pardiñas, que abrió veda con un clásico de Antonio Molina:
Soy cantante, soy torero
Soy torero soy cantante
Soyyyyyyyyy de España
Que más quievevevevero
Con esoooooo
Con eso tengo bastaaaaante
Una atronadora salva de aplausos premió la acertada intervención del espontáneo cantador, y le dio impulso a éste para continuar el recital. Lo malo es que sus acompañantes se envalentonaron y se atrevieron a imitarlo. Cuando terminaron su intervención, los aplausos de la concurrencia ya no eran tan entregados, y en el medio de éstos ya se insinuaba algún abucheo, pero ello no restó ni un ápice de animosidad a los intérpretes, que fortalecidos por las dosis de Valdepeñas que habían trasegado durante el refrigerio, se siguieron entregando al arte de la copla, contando cada vez con más voluntarios, que se iban incorporando a la coral.
En el medio de todo, habían llegado al café. Tal y como habían sospechado desde un principio, las bebidas estaban extremadamente tasadas, tanto que al que pedía repetir, que eran todos, el camarero le servía medio a regañadientes. Tanto fue así, que Alberto echó mano a una de las botellas que tenían ocultas bajo la mesa.
Con mucha discreción, amparados en la clandestinidad del mantel, se sirvieron la bebida. Invitaron a los más próximos, tasando al máximo la botella para dejar las otras dos para después.
Al cabo de un rato, Alberto tanteó bajo la mesa buscando otra botella. No la encontró. Sorprendido, se agachó para localizarla, pero allí no había más que frías baldosas. Se incorporó para preguntar a sus acompañantes quien había cambiado las botellas de sitio, y vio que el asiento de Pistones estaba vacío. Alzó la vista para localizarlo, y lo vio unos metros más allá sentado en otra zona de la mesa, charlando animadamente con unos matrimonios desconocidos. Las botellas estaban en la mesa, delante de él, pero completamente vacías.
El rostro de Alberto empalideció. Quiso decírselo a Pardiñas y a Domingo, pero estaba tan indignado que las palabras se negaban a salir de su boca. Cuando la cólera fue amainando, les contó la situación. Al principio no se lo creían pensando que estaba de coña, pero cuando verificaron la situación, querían matar a Pistones. Éste, que tonto no era, se percató enseguida de que aquello no pintaba bien para él, y se cuidó muy mucho de acercarse al entorno de sus compañeros durante el resto del convite.
Cuando terminó el lunch eran cerca de las diez de la noche. Jaime, pese a ser el día de su boda, tenía ganas de tomar unas copas con sus amigos. Como tanto él como su mujer tenían que cambiarse de ropa, quedaron de verse un par de horas después en la cafetería Morrison, de la Gran Via.
Allí se juntaron Alberto, Pardiñas, Domingo, Pepe el Gordo, Perillo, y Jaime, junto con la mujer de éste último y la novia de Domingo. Pistones, claro, no estaba. Y que no se le ocurriera aparecer por allí.
Decidieron ir a la sala de fiestas El Biombo Chino, que estaba muy cerca, y en la que actuaba Andrés Pajares con la obra “el embarazado”.
La sala, pese a sus grandes dimensiones, estaba atestada de gente hasta tal punto que ante la falta de sitio en las mesas y barra tuvieron que acomodarse en las escaleras.
Tomaron un par de copas antes de que comenzase la actuación. El que más y el que menos estaba “puesto”, pero ya se sabe que unos se lo toman de una forma y otros de otra. Domingo era de los que se lo tomaba de la otra, tanto es así, que no bien había empezado la función cuando la tomó con el pobre Pajares.
-Pajares, fillo de puta, retrátate, que non tes nin puta idea-
Pajares, con más tablas que la Piquer, no dio mayor importancia a los comentarios y siguió con su actuación, pero eso no hizo más que enaltecer a Domingo, que incrementó sus improperios pensando que no eran suficientes.
-Pajares, maricón, corta o rollo que estás facendo o ridículo-
Pero el actor, haciendo gala de una paciencia que parecía inagotable, permanecía inalterable a los exabruptos y seguía interpretando dignamente su papel, circunstancia que no concurría en los espectadores, que poco a poco fueron apartando su atención del escenario para centrarla en Domingo, que sabiéndose protagonista, redoblaba sus esfuerzos en los insultos y descalificaciones dedicados al cómico.
Pero el público, poco comprensivo con el intruso, comenzó a abuchearlo, primero con timidez y después ya con improperios, Los acompañantes de Domingo, perfectamente identificables por estar junto a él, estaban tan avergonzados que ya no sabían donde meterse. De buena gana se hubieran marchado, pero el abarrote era tan grande que no tenían por donde escapar sin provocar una hecatombe.
Pero Domingo seguía en sus trece. Estaba empeñado, por algún oscuro motivo, en acabar con la carrera artística de Andrés Pajares y no tenía previsto claudicar.
Entonces ocurrió lo inesperado. Jaime, el novio, estaba tan desesperado que no pudo resistir más y se lanzó a por Domingo como una fiera. Consiguió agarrarlo por la pechera, y tras perder el equilibrio ambos rodaron por las escaleras, provocando un efecto dominó con los espectadores que había sentados en las escaleras, que se llevó por delante a todo bicho viviente, provocando un espantoso tumulto.
Aquel escándalo fue la espoleta definitiva para interrumpir la función. Las más de trescientas personas que habían pagado su localidad querían, con toda la razón, asesinar a Domingo, que una vez superada la fase más crítica de la trompa que llevaba, comenzó a verle las orejas al lobo, y procedió a recular protegido por sus acompañantes, quienes tuvieron que hacer de tripas corazón para impedir que el resto de los espectadores se tomasen la justicia por su mano, cosa que ellos mismos estaban tentados a hacer.
Tras algunos apuros, consiguieron finalmente ganar la calle. Una vez en la puerta, Domingo se dio la vuelta con dignidad y dijo a voz en grito, ante la admiración de propios y extraños:
-¡Como no me pidan perdón, no vuelvo a poner los pies en este local!
La noche continuó deambulando por esos locales que nunca tienen prisa por cerrar. Amanecía cuando, exhaustos, Alberto y Pardiñas entraron en la habitación de la pensión de la calle Arenal, que compartían con Pistones, que a aquella hora llevaba un buen rato durmiendo, tal y como reflejaban los sonoros ronquidos que emitía. Pese a lo avanzado –o temprano, según se mire- de la hora, y el cansancio acumulado, aun hubo tiempo para que Alberto, indignado por la actuación de Pistones durante el convite nupcial, lo despertara para llamarle la atención, lo que degeneró en un conato de pelea que no llegó a mayores.
Durmieron hasta bien entrada la tarde. Habían decidido marchar ese mismo día, y Pardiñas, mientras los otros hacían la maleta, decidió hacer una gestión que tenía pendiente, aprovechando el viaje a Madrid, y quedaron de verse a las diez de la noche en la puerta de la pensión, en plena acera. Allí estaba Alberto como un clavo, y clavado permaneció durante más de dos horas, completamente solo –Pistones, que debió olerse la tostada, se había evaporado como el humo, y de Domingo y su novia, ni rastro, aunque éstos no iban a marchar con ellos, ya que se iban a quedar un par de días más en Madrid-.
Al sereno del barrio le llamó la atención verle allí durante tanto tiempo con las maletas al lado, así que le preguntó si lo que quería era entrar en la pensión, y tuvo que explicarle que no, que lo que pretendía era precisamente lo contrario, pero que el amigo al que estaba esperando era un informal y un cantamañanas, que lo había dejado plantado. Al verle tan angustiado, el vigilante nocturno sintió lástima por él y decidió acompañarle y darle un poco de conversación para aliviarle la soledad mientras no aparecía su amigo; durante la charla, Alberto le explicó que la persona que esperaba era cliente habitual de la pensión, y por los datos que le dio, el sereno, beneficiario de buenas propinas por parte de Pardiñas, le identificó al momento.
-Pero si ese que me dice usted es don Jesús. Pues no se preocupe, si don Jesús le dijo que venía, es que viene. Es un auténtico caballero-
Cerca de la una de la mañana, Pardiñas aparcó delante de Alberto, sin percatarse de que éste lo fulminaba con la mirada. El sereno acudió solícito a abrirle la puerta del coche, previendo una gratificación que no llegó, dado el depauperado estado de las arcas de “don Jesús”.
Pese a ello, al descender del vehículo, lo saludó solícitamente:
-Don Jesús, que alegría verle de nuevo por aquí- y dirigiéndose a Alberto, le dijo:
-Ya se lo dije yo. Si don Jesús le dice que viene, es que viene-
Alberto, rebosante de indignación, le contestó:
-¿Ese es don Jesús? ¡Ese lo que es, es don Mierda!-
La única satisfacción, ciertamente morbosa, que le quedaba a Alberto, era que Pistones aun no había dado señales de vida, y se iba a quedar en tierra, pero su gozo en un pozo. Cuando se habían montado en el coche y Pardiñas estaba girando la llave para arrancar, le vieron aparecer por la esquina de la Puerta del Sol, corriendo como un gamo.
Durante el viaje de vuelta, que fue realizado de un tirón, nadie abrió la boca. Alberto, porque estaba enfadado con los otros dos, Pardiñas porque no tenía ganas de aguantar el mosqueo de Alberto, y Pistones, porque había hecho tantas en tan poco tiempo, que presumía que a la más mínima, esta vez sí, se quedaba en tierra.
VIENTO DEL NORDESTE
Aquella tarde del 11 de Noviembre de 1918, en la casa número 85 de las que formaban el grupo del Puerto y villa de Cayón, el trasiego de gente era incesante. Se trataba de una típica vivienda marinera asentada en la plaza mayor de la localidad, junto al viejo palacio de los condes del Grajal, antaño prisión utilizada por los inquisidores para llevar a cabo sus funestos menesteres. En la planta alta de la vivienda destacaba una sencilla pero hermosa galería de madera, donde se curaban al sol de invierno varias rayas y pulpos allí colgados, y en el bajo se había habilitado una tienda mixta, tan en boga en la Galicia rural y marinera de aquellos años. Pero las razones de tanta concurrencia nada tenían que ver con la actividad del pequeño negocio, y ello se palpaba claramente en la seriedad de los rostros y en las sombrías miradas de complicidad que se cruzaban todos los presentes, amén del espeso silencio, roto únicamente por algunos aislados cuchicheos en voz baja, que se entremezclaban con el agudo ulular del viento del nordeste, formando una amalgama que producía escalofríos, como si de una muda parafernalia de la muerte se tratase.
La razón de la actitud de los vecinos era que en la habitación principal de la casa, a la que se accedía subiendo las estrechas escaleras de madera que comunicaban el negocio con la vivienda, el propietario, Ramón Vázquez, pasaba las últimas horas de su vida postrado en aquel viejo camastro de madera de castaño que había servido de lecho conyugal tanto a su matrimonio como a varias generaciones anteriores; el pálido rostro estaba perlado por minúsculas gotas de sudor, producto de la fiebre que lo consumía. La maldita epidemia de gripe, que llevaba ya más de un mes haciendo estragos entre los vecinos de la localidad, contándose los muertos por docenas, le había tocado con su mano como en un siniestro juego de lotería, y se hallaba debatiendose entre la vida y la muerte.
La edad de Ramón, 33 años, era ciertamente temprana para abandonar este mundo. Pese a su juventud, se trataba de un hombre experimentado y bregado en mil lances. Con 18 años, su inquietud le había llevado a dejar su oficio de marinero -que había iniciado apenas con doce años enrolándose como marmitón en uno de los viejos buques balleneros con base en aquel puerto- y decidirse a cruzar el Atlántico en busca de fortuna, yendo a dar con sus huesos a Nueva York, donde pasó siete años plagados de vicisitudes, trabajando denonadamente en las más variopintas actividades, desde la dura descarga en los muelles de Brooklin hasta la arriesgada labor de limpiacristales en alguno de aquellos gigantescos edificios que, alzándose desafiantes, coronoban la gran urbe, y desde donde había visto caer y estrellarse contra el suelo a más de un camarada. Tras hacerse con un aceptable pecunio, la morriña pudo con él y retornó a sus raices, tomando al poco tiempo en matrimonio a Adelaida Arijón, una joven de la localidad siete años menor que él. Fruto de ello, pronto aumentó la familia, primero con Rogelia, la mayor, y cuando ésta aun no había cumplido los cuatro años nació Placidiño. En aquel momento los chiquillos tenían cinco y un años de edad , y para su suerte no eran conscientes de la dimensión de la tragedia que allí se estaba desarrollando. Adelaida, además, esperaba un nuevo vástago, hallándose embarazada de cuatro meses. Habían constituido una familia realmente feliz hasta que llegó aquella lacra.
El enfermo era consciente de que su vida tocaba a su fin. A la inevitable aflicción de abandonar tan joven este mundo, se veía aumentada, hasta sumirle en la desesperación y en la impotencia, por la situación de indefensión en que quedaba su familia, aun sin pasar grandes estrecheces económicas. Una mujer sola con dos niños de corta edad, a lo que había que añadir lo que viniera, eran demasiado vulnerables como para quedar sin amparo alguno, y pese a que la familia cercana de ambos cónyuges era numerosa, no había entre ella, al menos a su juicio, nadie que le aportase garantías suficientes para asumir su protección ante las adversidades de todo tipo que indudablemente les sobrevendrían en el incierto futuro que se les avecinaba.
En un momento dado, como desafiando a la extrema debilidad que sentía, hizo acopio de las fuerzas de flaqueza que le quedaban, y pidió quedarse a solas con su esposa. Las diez o doce personas, entre familiares y amigos, que llenaban la estancia, la abandonaron de inmediato, y el matrimonio se quedó solo. El levantó la mano despacio y con una seña le indicó que se acercara. Así lo hizo Adelaida, con los ojos enrojecidos por el llanto, aunque intentando aparentar serenidad; se aproximó a la cabecera de la cama, postrándose de rodillas, e instintivamente, con una mano enlazó cariñosamente la de su esposo, mientras que con la otra mesaba sus cabellos con toda la dulzura de que era capaz. Este, con voz cansada, empezó a hablar:
-Mujer, esto se acaba y quiero despedirme de tí. Te ruego que no me interrumpas en lo que te voy a decir. Me queda poco tiempo y deseo aprovecharlo. Quiero decirte que en los pocos años que pude disfrutar de tu compañía me hiciste muy feliz, y deseo también que tú lo sexas cuando ya no estemos juntos. Non hace falta que te diga que cuides mucho de los niños, porque sé que lo vas a hacer igual que hasta ahora. Si con el tiempo quieres rehacer tu vida, que no te lo impida mi recuerdo, porque cuentas con mi beneplácito. Tu eres joven y buena persona, y no te mereces el castigo de tener que pasar sola el resto de tu vida.
También te pido que nuestro hijo que va a nacer, se llame igual que yo- su voz se iba tornando cada vez más débil, presagiando la inmediatez de un fatal desenlace.
Hay algo que nunca te dije, porque hasta ahora no fue necesario. Cuando vine de los Estados Unidos, traje unos cheques al portador del Banco Mantrust de Nueva York, que dejé guardados por si alguna vez nos hacía falta el dinero. Están escondidos en....-
No pudo terminar la frase, la debilidad le había arrastrado hasta un estado comatoso que se presagiaba irreversible. Adelaida ya no pudo reprimir más el llanto. Bañada en lágrimas, corrió ansiosamente a avisar a los que estaban fuera, aunque en su fuero interno era consciente de que poco se podía hacer ya, salvo lo que se hizo, que fue reclamar al párroco para que administrase al enfermo los últimos sacramentos "in artículo mortis". También fue avisado el Notario de Carballo, el licenciado D. Andres Regueiro Vazquez, quien pocas horas despues, ante la asistencia de varios testigos, y con la ayuda de un escribano, redactó la siguiente acta de testamento:
“En la Villa y Puerto de Cayón a once dias del mes de noviembre de mil novecientos diez y ocho:
Don Ramón Vázquez Fernández, natural y vecino de este puerto casado con Adelaida Arijón natural de la misma, hallándose enfermo y temiendo a la muerte al parecer de los testigos presenciales, se halla con capacidad legal para otorgar su testamento en la forma y tenor siguiente.
Primero; declara haber tenido dos hijos llamados Rogelia Vazquez Arijón, de cinco años de edad y Placido Vazquez Arijon de año y medio de edad, hijos legítimos del matrimonio de don Ramón Vazquez Fernández y doña Adelaida Arijón, y ésta hallándose en estado interesante, si viene a luz lo que tiene en sus entrañas lo reconoce como hijo legítimo del matrimonio de la arriba dicha.
Segunda clausula declara haber profesado la Religión Cristiana
Tercera; deja a sus hijos arriba dichos todo lo que adquirió de soltero acreditándolo con escritura pública___________________________________________
Cuarta; que adquirió en compañía de su esposa Adelaida Arijón la mitad de una finca que acreditará con escritura pública__________________________________
Quinta; nombra a su esposa arriba dicha como cumplidora testamentaria de sus hijos habidos y próximos a haber si viene a luz, siendo usufructuaria de todos sus bienes mientras sus hijos sean menores de edad___________________________________
Sexta; la parte piadosa de entierro y honras y cabo de año queda a voluntad de su esposa____________________________________________________________
Termino mi testamento verbal siendo así mi última voluntad habiéndoseme leido en presencia de los testigos todos naturales de este puerto que lo son Antonio Ramos, Generoso Viñas, José Berdia, Francisco Castro, Valentín Queiro y Pedro Cotelo. No firma el testador por no poder”
Durante los siguientes días, en aquella casa todo fue tristeza. El silencio era tan elocuente que hasta los niños, de natural alegres y traviesos, se habían tornado extrañamente apagados. Adelaida estaba como ausente, y solo vivía para sus hijos, a los que no tuvo desatendidos ni un solo instante. Poco a poco, con el paso de los días, la casa fue recobrando vida y el instinto de supervivencia primó sobre la inmensa pena que embargaba a la joven viuda, que haciendo de tripas corazón, volvió a convertirse en la mujer activa que era antes de que ocurriera la desgracia. Fue entonces cuando recordó las últimas palabras de su esposo moribundo. Aquellos cheques de banco americano ¿donde estarían?. Como el negocio permanecía todavía cerrado desde la muerte de Ramón, lo único que le sobraba era tiempo para buscarlos, así que se puso a registrar todos los rincones de la casa en su procura. Comenzó por los sitios donde era más probable que estuviesen guardados, pero ante la esterilidad del rastreo siguó con el resto de la casa. No quedó ninguna dependencia sin poner patas arriba, desde la bodega hasta el fallado, pero fué inútil. Los cheques se habían esfumado. Nunca más supo de ellos. Ese nuevo revés, lejos de hundirla, le hizo sacar fuerzas de flaqueza pensando que si habian vivido hasta ahora sin aquel dinero podían seguir haciéndolo. Lo único que había que hacer era trabajar con ahinco, porque nadie le iba a regalar nada, y defender a sus hijos con uñas y dientes. Así lo hizo, y pronto consiguió rehacerse, tanto en el manejo del negocio como emocionalmente. Y así, la vida siguió su curso, hasta que el 19 de marzo de 1919 nació el último vástago de la saga, a quien se le impuso el nombre de Ramón, de acuerdo con los deseos de su fallecido padre.
Por el Corpus de 1933, Rogelia Vázquez, que había cumplido los diecinueve años, se había convertido en una moza morena y de belleza radiante.
Aquel día estaba ataviada con el tradicional traje festivo y tenía ese encanto inherente a la juventud, aderezado con un semblante en el que se reflejaba una ilusión especial, y ello se distinguía claramente en el brillo de sus negros ojos, que delataban su elevado estado de ánimo. El origen de aquella alegría desbordante no era otro que Antón, un joven marinero un par de años mayor que ella a quien conocía desde siempre, pero con el que hacía varios meses que tonteaba, se había decidido a dar el paso definitivo y se lo había dicho la misma mañana. Era tan feliz que hasta aquellos accesos de tos que durante los últimos tres días la estaban ahogando parecieron desvanecerse por completo.
Desgraciadamente, aquello solo era un espejismo, porque esa misma noche la tos volvió, y se inició un proceso febril que le provocó escalofríos que recorrían incesantemente su cuerpo; su madre, Adelaida, que la veló durante toda la madrugada, cuidándola con mimo y aplicándole incesantemente paños húmedos en la frente, se vió sumida en la desesperación al ver que no solo la fiebre evolucionaba hasta hacerla desvariar, sino que los accesos de tos eran cada vez más fuertes y frecuentes, con un sonido cavernoso que nada bueno presagiaba, y la aparición de manchitas de sangre en el pañuelo que utilizaba, terminó de hacer patente la extrema gravedad de la situación.
El médico fue avisado a primera hora de la mañana siguiente y poco después visitó a la enferma. Cuando salió de la situación, no hizo falta que hiciese ningún comentario. La misma expresión de su cara, en la que se reflejaba una mezcla de pena e impotencia, evidenciaba lo irremediable de la desgracia: la maldita tuberculosis se había cebado en aquella muchacha, sin que le quedara alternativa alguna de salvación.
A los siete días del Corpus de 1933, el triste tañido de la campana de la iglesia parroquial, anunciaba a los cuatro vientos como una preciosa flor se marchitaba para siempre.
Durante el entierro en el Camposanto de la Insua, en aquella ceremonia de intenso dolor rodeada por el respetuoso silencio del vecindario, la desesperación de la madre solo era comparable a la de Anton, que estaba destrozado. Era como un muerto viviente. Su juvenil estampa estaba deteriorada como si le hubiesen echado veinte años encima.
El golpe había sido tremendo, pero todo el mundo pensaba, echando mano del tópico: -el tiempo lo cura todo y ya se recuperará-. Se equivocaban de medio a medio. Nunca lo hizo, hasta el punto de que se mantuvo fiel a la finada durante toda su vida, que fue longeva. Todavía poco antes de su muerte, a la edad de 85 años, Antón evocaba sus lejanos y escasos momentos de felicidad al lado de su querida Rogelia.
La noche del 25 de Mayo de 1933, Adelaida Arijón, una viuda que recientemente había pasado el desgraciado trago de perder a su hija Rogelia de 19 años, víctima de un brote de tuberculosis que había asolado toda la región, dormitaba de forma inquieta, con la respiración entrecortada. Algo la hizo despertar repentinamente, y al abrir los ojos vió, a través del ventanuco de la habitación que daba al muelle, la luz azulada de un rayo. Se levantó y miró hacia el puerto, observando que se había originado un fortísimo oleaje, y a unos trescientos metros del dique el mar se estaba literalmente tragando una pequeña embarcación de pesca. El corazón se le puso en un puño al identificar aquella tarrafa como "A Gaivota", donde faenaba el segundo de sus hijos, Plácido, de 15 años de edad. La impresión fue tan intensa que no pudo resistir aquella visión y cayó desmayada.
Cuando se despertó apuntaban las primeras luces del alba. Recordando lo que había vivido, se dirigió nuevamente al ventanuco, sorprendiéndose de no apreciarse señal alguna de aquel naufragio; por el contrario, lucía el sol y el mar apenas se movía con una ligera marejada. Algo aturdida, se vistió apresuradamente y bajó a la habitación de sus hijos, a los que, con un suspiro de alivio, vio durmiento plácidamente. No obstante, lo que había visto esa noche era tan real que no podía tratarse de un sueño, teoría reforzada por haberse despertado en el suelo al pie del ventanuco. Estuvo intranquila durante todo el día, pensando en la trágica visión que había tenido y que a ella le parecía tan real.
Aquella tarde, como habitualmente cuando el mar lo permitía, el joven Plácido se pertrechó con ropa de faena, compuesta por un jersey grueso, camisa de franela, pantalón de pana y botas de goma, complementado con una especie de chubasquero amarillo. Cuando salía, se encontró con su madre, que venía del Rosario. Nada más verse, le espetó nerviosamente:
-!Por favor, Placidiño, no vayas hoy al mar¡-
-¿Y por que no voy a ir?-
-La noche pasada tuve una visión de que "A Gaivota" se iba a pique. Creo que fue un aviso-
-Mire, mamá, yo no creo en esas cosas, y además, si no voy a faenar ya me dirá de que vamos a llenar la tartera-
-Puede que tengas razón, pero lo que ví fue tan real que tengo mucho miedo de que te pase algo-
-Pues entonces no hay más que hablar-
"A Gaivota" salió a faenar sobre las ocho de la tarde. Tanto el tiempo como el estado del mar eras más que aceptables para la pesca. La tripulación la formaban cinco hombres, todos miembros de la misma familia: el Patrón, Evaristo Lareo, de 50 años; su hermano Manuel, de 47; los hijos de éste, Juan y Manuel, de 20 y 18, y su sobrino, Plácido Vázquez, de 15.
La marea fue productiva, aunque las capturas se hicieron al principio algo de rogar. Después de varias posturas estériles, sobre la 1 de la madrugada dieron con un buen banco de sardinas a unas tres millas a la altura de Suevos. A las dos y media, bien cargados de pesca, iniciaron el regreso. Al llegar a las proximidades de Barrañán, el mar comenzó a embravecerse repentinamente, con olas tan altas que a veces remontaben la pequeña embarcación. Pero no era eso lo que asustaba a los tripulantes, sino el hecho de que no había forma humana de evitar que la fuerza del oleaje empujase la tarrafa hacia los bajos allí existentes como si fuera una cáscara de nuez. Pese a los denodados esfuerzos por evitar aquellos rompientes, en un momento dado se produjo el inevitable choque, que resonó, mezclado con el ruido del mar, como si de una gran explosión se tratara. Los dos hermanos y su padre no sobrevivieron al choque, en tanto que los otros dos marineros reaccionaron con rapidez tirándose al agua antes de que éste se produjese. El patrón Evaristo, buen nadador, tras orientarse con la luz del pequeño faro de Barrañan, comenzó a bracear vigorosamente. Con gran esfuerzo, al cabo de un cuarto de hora consiguió llegar a las proximidades de tierra, pero su grado de agotamiento era tan grande que no pudo evitar que las olas le aplastaran contra las rocas.
En cuanto a Plácido, peor nadador que su tío, despues de un gran derroche de energía para evitar ser devorado por el remolino que tragaba los restos del barco, fue vencido por el cansancio y poco a poco fue perdiendo el conocimiento. Un golpe de mar levantó su cuerpo, que fue a parar a una corrientada en medio de las olas, la cual comenzó a arrastrarle en paralelo a tierra hasta acercarlo a los acantilados del monte de la Atalaya. Cuando parecía inevitable que iba a sufrir similar destino al de su tio Evaristo, machacado contra las rocas, su cuerpo quedó preso de un remolino que lo absorbió en un instante. Allí desapareció y nada más se supo ya de él.
Corrían los últimos días del mes de setiembre de 1935. El tiempo era soleado, pero un frio viento del nordeste, procedente de más alla de los lejanos acantilados de Cabo Prior, entraba ululando a través de la bocana del puerto, atacando en oleadas desde todas las esquinas y callejuelas del pueblo y terminaba viaje, o al menos eso parecía, clavándose con saña en nuestros huesos con un efecto similar al de una puñalada. Acababan de concluir las fiestas patronales con más pena que gloria, porque el ambiente que se respiraba entre la población era enrarecido y como de tensión contenida -tal como la calma que precede a un temporal-, presagiando en cierto modo la tragedia fratricida que, para desgracia de todos, pocos meses después nos tocaría vivir. Las relaciones entre la mayor parte del vecindario, o al menos entre los simpatizantes de las dos corrientes políticas imperantes, eran de gran tirantez, y lo que se valoraba del prójimo no eran sus cualidades humanas, sino la identificación en las ideas. No obstante, y como si quisiesen apurar al máximo las últimas gotas de sentido del humor que les quedaban antes de que toda aquella oleada de terror y muerte se les viniese encima, por aquel entonces la sucesión de situaciones anecdóticas era contínua.
A la sazón, yo tenía 15 años, y pese a que mi madre, viuda y con la tremenda desgracia de haber perdido a mis dos hermanos hacía unos dos años, en el corto intervalo de tres meses -uno devorado por el mar en el naufragio de la pequeña embarcación donde faenaba, y la otra víctima de un brote de tuberculosis que asoló toda la región-, cuidaba de mi con verdadera obsesión, fácilmente burlaba su control -o al menos eso creia- y puede decirse que vivía literalmente en la calle. Mis compañeros de fatigas Manuel y Juan, por mal nombre Barrutos y Riolas, respectivamente, eran el complemento ideal, sobre todo para las cafradas a que teníamos acostumbrados a los restantes 875 habitantes del pueblo. El primero de ellos, alto y pelirrojo, con una fealdad magnificada por sus dientes de conejo, tan acusada que se hacía hasta simpática, era bravo como un jabato, pero bastante inocentón, lo que lo hacía frecuentemente víctima de las bromas de los otros dos, aunque había que hilar muy fino para medirlas, pues la natiraleza de su carácter, taciturno y acomplejado, dificultaban la reconciliación. En cuanto al segundo, bajo, rechoncho y cejijunto, con ojos muy menudos y vivarachos, que generalmente adornaba en sus proximidades con unas legañas notables, era flojo como el caldo de castañas, pero estaba dotado de una inteligencia e imaginación para lo ruin que metia miedo: porque nadie, absolutamente nadie, podía sentirse tranquilo si se encontraba al alcance de sus malévolas maniobras.
Pese a que aquellos no eran años de abundancia, y donde más se notaba era en el plato, el hecho de vivir en un pueblo donde el mar asomaba por cada esquina abría un amplio abanico de posibilidades gastronómicas, puesto que si la carne no sabíamos ni siquiera de que color era, exceptuando las fiestas patronales -eran épocas en que a las rayas curadas al sol se les llamaba bistés de invierno-, el pescado y algún que otro marisco estaban al alcance de cualquiera que tuviera la suficiente habilidad o imaginación para hacerse con ellos. Nosotros particularmente teníamos un sistema con el que se demostraba que el mar no era solamente despensa, sino también mesa y mantel, y es que en la base de las paredes de las rocas proximas a la playa, completamente cubiertas de mejillones -tanto que vistas de lejos más que peñas parecían minas de carbón a cielo abierto-, quemabamos tojo seco, que al arder provocaba que los bivalvos se abrieran como la cueva de Ali Baba, dejando al descubierto una carne sonrosada que devorabamos con avidez, sin necesidad de arrancar la concha del molusco de la piedra. también recuerdo que en aquel tiempo no se apreciaba la carne de buey de francia, marisco como todos sabemos exquisito,ya que injustamente se menospreciaba por su gran abundancia, hasta el punto de que, cuando los barcos faenaban y alguna pieza se enganchaba casualmente en sus redes, se devolvia al mar arrancándole previamente las pinzas, ya que se decía que dañaba las nasas, destrozando los cordajes para devorar cualquier cosa que quedase atrapada en ellas. Pero todo cambió a raiz de que estábamos en el puerto haciendo una cachela para asar millo y entró en el muelle una tarrafa cargada con una marea de sardinas, lo que nos vino bien para, aprovechando la buena disposición de los tripulantes, hacernos con un par de docenas de este sabroso pescado. En el medio del peixe venían unas cuantas pinzas de buey, que por no tener donde tirarlas arrojamos a la lumbre. Al comenzar a torrarse empezó a expanderse un aroma muy peculiar, que hizo que probaramos aquella carne, comprobando lo que nos habíamos perdido hasta entonces, ya que era tan exquisito aquel sabor que a partir de ese momento se convirtió en nuestro manjar más predilecto. pero por desgracia la alegria duro poco, porque en seguida trascendió nuestro descubrimiento y las piezas comenzaron a escasear al empezar a aparecer hasta quien pagaba por hacerse con ellas, con lo que nosotros, artífices del asunto, tuvimos que pasar lambiendo y retornar a los consabidos mejillones ¡y gracias!....
El 23 de marzo de 1936 pisé la Coruña por primera vez en mi vida. Durante los dos días anteriores, con buen tiempo y una bajamar inferior al 0,30, fuimos a la marea capturando más de 20 kg. de percebes, que como en el pueblo no cotizaban, ya que en cada familia habia alguien que habia ido a ellos para consumir -he de decir que se acostumbraba intercambiar con los labradores su equivalencia en peso por patatas, bastante más valoradas por aquel entonces-, decidimos ir a venderlos a la capital, para sacarles 4 perras. Sin decir nada a mi madre, que hubiera puesto el grito en el cielo, pegué un madrugón de padre y muy sr. mio, ya que teniamos que coger el coche de las 9 y había una tirada de varios kilometros desde el pueblo hasta donde salia el coche de linea, por lo que a las 7 y media comenzabamos una caminata cuesta arriba, llegando a la parada con un cuarto de hora de antelación. Unas dos horas despues estábamos en el alto de Santa Margarita, desde donde se dominaba toda la ciudad: en primer término el acueducto de Los Puentes, más alla, se divisaba la bahia de riazor a cuyo fondo se alzaba majestuosa la torre de Hercules. Creo que fue en aquel momento cuando decidí que yo iba a ser ciudadano de alli por encima de todo, aunque, como se verá, llegué a serlo por motivos totalmente ajenos a mi voluntad. Bajamos la cuesta de santa Margarita, adentrándonos en la plaza de Pontevedra y San Andrés, donde estaba la plaza de Santa Catalina, final de trayecto.
Lo primero que me llamó la atención al bajar del coche fue la dureza del asfalto, acostumbrado como estaba a pisar tierra y lama. Luego me fijé en una enorme mole de edificio en Santa Catalina esquina con el Cantón, el Banco Pastor, y me pareció increible que pudiese levantarse algo tan grande sin que se derrumbara. Riolas era el único que conocia, aunque muy superficialmente, la ciudad, y a indicación suya nos adentramos por las calles Estrella, Olmos y Galera, hasta desembocar en Riego de Agua, donde había una marisquería que, según él, pagaba bien. Efectivamente, alli estaba el bar "la barra", frente al teatro Rosalía. El escaparate del local, junto a la puerta, estaba completamente abarrotado de mariscos y pescados de una gran calidad, llamandonos especialmente la atención un centollo macho de unos 4 kilos de peso rojo como la grana. Entramos y nos dirigimos a un hombre que estaba fregoteando cubiertos dentro del mostrador, que a la sazon era el dueño del local, y nos espetó con cara de pocos amigos: -¿y vosotros que quereis?-, a lo que contestó Riolas: -traemos percebes pa vender- -pero que carayo de percebes traeredes vos, con semejante pinta- e inmediatamente salté yo, picado en mi amor propio, abriendo una de las faltriqueiras donde los guardabamos y esparramando una buena parte por encima del mostrador: -estos- dije con cierta chulería. Al ver aquella hermosura, al individuo aquel se le pusieron los ojos como platos, porque realmente eran unas piezas no solo de buen tamaño, sino que eran como debe ser un percebe, anchos y de cabeza colorada, -hombre, no estan mal- replico el tasquero -os los pago a dos pesetas el kilo- ante esto, hicimos ademán de recoger la mercancía, pero nos frenó, y despues del consabido regateo nos los pagó a 3,50. Salimos de allí con el dinero en el bolsillo, que nos duro intacto unos 50 metros, justo hasta que entramos en La Gijonenca, aunque no lo gastamos todo, sí dejamos allí una buena parte del botín, mercando aquellos deliciosos dulces de los que dimos buena cuenta andando por la calle Real y los cantones, devorándolos con tal fruición, que parecía que eran los primeros pasteles que comíamos en nuestra vida (autentica realidad por cierto). Tal era así que los transeuntes que pasaban se quedaban pasmados mirando a aquellos tres famentos, y no es raro, porque ver la pinta que teníamos, vestidos con ropa raida y calzados con zuecos, con las caras pringadas de merengue, llamaba realmente la atención.
Una vez consumado el atracón, y como quiera que faltaban unas 6 horas para que saliera el coche de linea de las 7 y media, decidimos dar una vuelta para conocer la ciudad, por lo que nos dirigimos hasta la plaza de Maria Pita, donde admiramos el palacio municipal. Despues nos adentramos por la ciudad vieja y visitamos el jardin de San Carlos, viendo desde su galeria el puerto y el majestuoso castillo de San Anton, enclavado en un islote próximo a tierra. Se trataba de un antiguo penal que ya no se utilizaba como tal desde hacía muchos años, siendo sustituido por la prisión del parrote, que quedaba a nuestra derecha, encima de la playa. Posteriormente fuimos a conocer la torre de Hercules, a donde nos dirigimos atravesando Orillamar, que por aquel entonces era poco mas que un camino de carro. Pasamos por delante del cementerio y alli, sentada en un banco, habia una mujer de unos 60 años, vestida con harapos y con la cabeza cubierta por un pañuelo negro, por el que asomaba una cara en la que se traslucían claramente los devastadores efectos de los excesos en la bebida. Se dirigió a nosotros con voz aguardentosa, pidiéndonos un patacón, que, no se si por piedad o por miedo, le dimos de inmediato. Luego supimos que aquella anciana era "La Zamorana", que antiguamente había oficiado de ramera en el barrio chino, y ahora de vieja,en una triste paradoja, por no tener donde caerse muerta dormia en el cementerio. Contaban que en cierta ocasión un operario de la fabrica del gas que por alli pasaba una noche oscura, se llevó tal susto al oir aquella voz tremebunda que desde el interior del camposanto le pedía fuego y volverse y ver aquella cara horrible asomándose por la verja, que el pobre hombre creyó estar ante un cadaver resucitado en estado de putrefacción y no lo pudo resistir: cayó muerto alli mismo.
Despues de conocer la Torre, a la que nos dejó subir un tio de barrutos, que trabajaba alli como farero, y admirar el grandioso paisaje que desde allí se divisaba, regresamos bajando por la calle de la Torre, Campo de la Leña y calle de Panaderas; cuando transitábamos por esta última, delante de nosotros, cojeando ostensiblemente, iba un individuo vestido con un mandilon de color gris, que llevaba colgada del hombro derecho una camara de fotos de acordeon; su mano izquierda tiraba de las bridas de un gran caballo blanco de madera que se deslizaba sobre ruedas con gran estruendo sobre el adoquinado de la calle.
Aquel personaje, a quien Riolas reconoció, era el cojo Novoa, un fotógrafo de los jardines del Relleno que pasaba por ser uno de los coruñeses peculiares de la época. Como fotógrafo, era la auténtica negación. Era tal la falta de puntería en el enfoque, que los clientes salían siempre desmembrados. Cuando no le faltaba un trozo de cabeza, era un brazo o una pierna, no se sabe si por defecto del punto de mira de la cámara o (y esto era lo más verosímil), por las continuas cogorzas que se cogía.
En un momento dado, el cojo tropezó en un bache y a punto estuvo de caer. Con gran esfuerzo, consiguio mantener el equilibrio a costa de soltar las bridas del caballo, que comenzo a coger velocidad cuesta abajo perseguido desesperadamente por el cojo, que con una celeridad impropia de su condición fisica, a punto estuvo de alcanzar el corcel, pero en última instancia tropezó nuevamente y cayo cuan largo era, quedando tendido sobre la via del tranvia, vehículo que en aquel preciso instante acababa de irrumpir de forma traicionera procedente de la calle Cordoneria, echandose encima del pobre cojo, quien pese a moverse rapidamente no pudo evitar que las ruedas pasasen por encima de su pierna derecha, que quedo tronzada. La gente (en aquellos momentos coincidia la hora del cierre del mercado de la plaza de los huevos y aquello estaba lleno de pescantinas) se arremolinó alrededor del pobre hombre. Una mujer gritaba histérica: -¡por favor, chamen unha ambulancia!-; a lo que repuso el cojo: -¡no, chamen a un carpinteiro, que a perna e de madeira!-.
Tras celebrar jocosamente aquel suceso, seguimos ruta por San Andres, no sin antes hacer una parada en "la proveedora gallega", la fábrica de chocolates que aun existe en la Estrecha, donde volvimos a reponer fuerzas a base de onzas de chocolate del de "hacer". Al llegar a la plaza de Santa Catalina, nos llamó la atención un hervidero de gente arremolinada que alli había. Nuestra curiosidad nos llevó a abrirnos paso como buenamente pudimos para ver la causa de aquel tumulto; la estampa era realmente curiosa: se trataba de un hombre alto, de barba, vestido con un traje brillante, de chaqueta entallada, que cubria la cabeza con una especie de gran vendaje. Estaba de pie, y frente a èl, sentada en una silla, había una mujer con los ojos tapados con un antifaz. El le decía: -Argentina,Argentina (y dirigia su dedo indice hacia una señora del publico) -¿que tiene esa señora colgada en el cuello?... "me da ya" que lo sabes, Argentina, "me da ya" que lo sabes- y decía la tal Argentina: -una medalla-; y todo el mundo rompió en aplausos; el del vendaje aprovechó rápidamente aquel fervor para poner a la venta unos papelitos de color rojo:-conozca su futuro por 10 céntimos- decía, y le quitaban los papelitos de las manos, al tiempo que un carterista compinchado con la pareja les limpiaba los bolsillos a los espectadores más despistados.
En el pueblo había dos tabernas, la cantina de la costa, situada encima mismo del puerto, al que se accedía por una especie de escalerona tallada en una peña, y la tienda del tio Romualdo, esa especie de mezcla de negocios en el que se vendía desde zuecos hasta alubias, pasando, por supuesto, por todo tipo de vinos, licores y aguardientes. Estaba ubicada en la entrada del pueblo, nada más girar por la curva de la Sospecha, viniendo desde Coruña. Nosotros, aunque por edad no nos correspondía frecuentar esos ambientes, éramos asiduos de ambos negocios, sobre todo del segundo, donde pasabamos las horas de las oscuras tardes-noches del invierno, escuchando a la luz del candil de gas, las historias antiguas que nos contaban los viejos, entre las que predominaban las de la Santa Compaña; más de un susto tenemos pillado al interpretar equivocadamente toda suerte de ruidos nocturnos, movidos por nuestro miedo, en el corto trayecto que iba de la tienda a nuestra casa. Uno de los mejores narradores que allí había era el señor Florencio "o pulpeiro", que era quien más nos amedrentaba al unir su facilidad de palabra a una voz muy peculiar, cavernosa, que parecía de ultratumba, posiblemente cultivada a base de vino clarete y copas de caña, a cuyo trasiego era Florencio muy aficionado. Barrutos, que era un avezado imitador de todo tipo de sonidos y reclamos, simulaba aquella voz a la perfección. Una noche, estando en la cantina asando unas castañas en la lumbre de la lareira, llegó un vecino con la triste noticia de que aquella tarde el señor Florencio, que había ido a coger pulpos a las piedras de la Insua, se cayó al mar y se ahogó. Aunque desgraciadamente ya conocíamos, sobre todo yo, dadas mis desafortunadas circunstancias familiares, la muerte de cerca, quedamos hondamente impresionados por aquella tragedia, dado el aprecio que sentíamos por el bueno de florencio, hasta el punto de que decidimos dejar de ir por la taberna, al menos por un tiempo.
Pero como la vida sigue, pocos días despues estábamos allí de nuevo, en animada conversación. Entre otros contertulios figuraba Curros, un marinero de unos 30 años y bastante engreído, que siempre estaba alardeando de su gran valentía. En un momento dado exclamó Riolas: -ofrecéronme unha peseta e creo que vou a perdela, porque pa cobrala teño que ir a leira do meu tio Genaro a coller uns repolos, e non me atrevo porque e noite pechada e hay que cruzar pola veira do camposanto - Curros, tal y como el otro esperaba, metió baza: - xa empeza a cheirar a merda, che, non sei si alguen se cagaría polos pantalóns - - vai ti si es tan home-, le replicó Riolas -si me das a peseta vou- proposición que fue aceptada de inmediato -en media hora estou aqui cos repolos- indicó al tiempo que salía por la puerta. Nada más desaparecer, salimos como alma que lleva el diablo y cogimos el atajo del cementerio, a donde llegamos en escasos minutos, escondiéndonos en un recoveco que había al lado de la verja, desde donde se divisaba por un agujero el sendero que venía desde el pueblo. Yo me situé de vigía, y al cabo de unos momentos vi acercarse a Curros a paso apresurado. Miraba nerviosamente para todas partes denotando un desasosiego que ponía muy en entredicho su presunta audacia. Al llegar a la altura de la verja, a indicación mía, Barrutos, imitando la voz del difunto Florencio, dijo con gravedad: -Cuuurrooos, son O Florenciooo; si fas o favooor, vai a xunta de Barrutos e dalle un pesoooo, que llo pedín prestado e morrin sin pagarllooooo, e mentras non llo devolva estou no purgatorioooo. Dallo pronto, que aquí fai moita calooor...-
Aun no había terminado de hablar cuando Curros puso pies en polvorosa, llegando en unos instantes a la tienda, totalmente pálido y desencajado: -veño de falar cun morto- decía poco antes de que llegáramos y que Barutos recibiera el ansiado duro.
El 18 de julio de 1936, como desgraciadamente todos sabemos, estalló la guerra. Bueno, una de ellas, la oficial, ya que fuera de los frentes de batalla había otra mucho más cruel y traicionera. La aparente calma existente en el pueblo durante el día solo turbada con la llegada de algún correo con malas nuevas procedentes del frente, se transformaba muchas noches en trágica algarabía, al oirse ruidos de motor a lo lejos que presagiaban la llegada de los "cuneteros", cuya macabra comitiva provocaba gritos y pasos apresurados en las casas, huyendo la mayor parte de la gente, a medio vestir, despavorida a esconderse, generalmente en las cuevas marinas existentes en las numerosas furnas que rodeaban la pequeña península, en muchos casos comunicadas entre sí, donde permanecían hasta las primeras luces del alba. Hubo un vecino, Sabino Verdía, que por no salir de su casa pagó con el precio más caro: su cadaver apareció al borde de la carretera de Carballo, a la altura de la ermita de los Milagros, con un agujero de bala en la nuca. Su delito, al menos en apariencia, fue haber moceado hacía años con la mujer de Antolín Baños, un jefecillo de la falange de Laracha. Eran épocas en que las miserias humanas más recónditas afloraban en toda su intensidad, y una vida humana pasaba a depender del capricho de cualquier atorrante con delirios de grandeza.
En esta texitura, mi madre, que tras las desgracias familiares sufridas, estaba aterrorizada, con una obsesión rayana en el desequilibrio porque a mi pudiera pasarme algo, un buen día cogio lo más indispensable, cerró la casa y nos fuimos, sin tiempo para despedirnos, a vivir a La Coruña, pensando, con una lógica aplastante, que en un sitio donde no nos conocieran estaríamos lejos del peligro que conllevaban las envidias y celos que ya habían costado la vida a mas de uno. A fines de noviembre del 36 llegamos a la ciudad y nos instalamos provisionalmente en el domicilio de unos familiares, en Adelaida Muro, frente a las hermanitas, donde estuvimos un par de semanas hasta que encontramos un pequeño piso de alquiler en la plaza de Pontevedra, encima del Bar Borrazas, donde por aquella epoca paraban los coches de linea procedentes de la comarca de Bergantiños, que eran 2 o 3. Mi madre arrendó un puesto de fruta en la Plaza de Lugo y se puso a trabajar de inmediato, porque económicamente estabamos en las últimas, y yo empecé a estudiar en el Ferrolán, con el curso ya comenzado. No tardé a adaptarme tanto a los estudios como a la vida de ciudad y a mis nuevos compañeros, pese a que poco tenían que ver con mis viejos amigos. Acababa de cumplir 17 años y mis inquietudes, como las de cualquier muchacho de mi edad, eran el futbol -que anteriormente no conocía, ya que en el pueblo el único deporte que se practicaba era la villarda - y los bailes;la explanada de la plaza de Pontevedra, en los recreos y al salir de clase, cubría perfectamente la primera de ellas, en tanto que para la segunda, cuando había dinero para la entrada, producto de alguna marea de percebes en las piedras de la Torre o el Portiño, me iba los domingos a la palloza, a la pista de la fábrica de tabacos, cuyo ambiente era bien diferente de los bailes a los que estaba acostumbrado, que se hacían en una especie de alpendre anexo a una tienda de comestibles que había en Lagoa, cerca de mi pueblo, animadas por un acordeonista, donde como te emocionaras mucho en la danza las gallinas que por allí correteaban te cagaban en la copa de coñac. En Tabacos, bailar se bailaba poco, pero follones los había cada domingo. Raro era el día que mis amigos y yo no estábamos inmersos en alguna pelea multitudinaria en lo más álgido del baile. Una de las broncas tuvo transcendencia en mi futuro inmediato, al estar presente en el salón el Sr. Marsó, un hombre que frisaba los 50 años, propietario del gimnasio del mismo nombre en la calle de la Galera, quien me dijo que al día siguiente, si podía, pasase por su local si quería ganar un dinero haciendo lo que más le gustaba, es decir, pelearme.
Al día siguiente hice mis primeros pinitos en el apasionante mundo del boxeo. Comencé "haciendo guantes" en el gimnasio, donde llevé mis primeros golpes, que fueron muy numerosos, al tener que entrenar con gente de edad similar a la mía pero con años de experiencia en el cuadrilátero, siendo conocedores de un buen montón de trucos que tardé un tiempo en asimilar. Pero pese a los cardenales, existía un clima de camaraderia y no me fue nada difícil entablar nuevas amistades, que me ayudaron a ir entrando de forma definitiva en el ambiente de la ciudad. Una de ellas era Pepe Mañana, perteneciente a una familia muy numerosa de la Ciudad Vieja. Nunca llegué a saber a ciencia cierta cuantos hermanos eran, pero la cifra era tan considerable, que cuando había una boda en alguna casa del barrio iban a alquilarle la pota de la comida a la familia Mañana, para poder hacer el convite, detalle muy orientativo sobre el nivel de las economías familiares de la época.
El gimnasio donde nos ejercitábamos estaba en la entreplanta de un edificio situado al fondo de un callejón ciego de la calle de la Galera; en los bajos del citado local se había instalado una bolera americana, que tenía mucho éxito por aquel entonces, sobre todo en lo que a ambiente nocturno se refiere, ya que a altas horas alternaba por allí numeroso público, en general de lo más selecto, al menos en lo que a capacidad adquisitiva se refiere, predominando además, dados los tiempos que corrían, los adictos a la causa nacional, que ya por aquel entonces se preveía claramente ganadora de la contienda en curso. Al olor del dinero, acudían asimismo muchas chicas de la vida de los numerosos locales de alterne del centro de la ciudad, una vez que estos cerraban. Era realmente curioso el contraste de los vestidos de lentejuelas de las chicas con las camisas azules de los falangistas, que yo creo que no se las quitaban ni para bañarse.
Como quiera que allí se necesitaba personal para levantar los bolos tras cada tirada de los jugadores -"plantar", se llamaba en el argot-, y que algunos soltaban generosas propinas, al salir del gimnasio nos dedicábamos a ello un par de horas al menos, y raro era el día que salíamos con menos de dos o tres pesetas cada uno en el bolsillo. Cierto día, ante la ausencia de clientela, Pepe Mañana, Saturno y yo, para no aburrirnos sacamos una bola a la calle, y nos situamos en el cruce de la Galera con el Torreiro y el callejón del Salón París, formamos un triángulo y comenzamos a lanzarla uno a otro (con gran esfuerzo, toda vez que el peso era de unos 8 kilos). En un momento dado, a Saturno, poseedor de una considerable fortaleza física, se le fue la mano al lanzar la bola hacia Pepe, sobrepasándo a éste por alto, con la mala suerte de que por el callejón del París apareció un militar de uniforme, que al ver venir hacia él un objeto esférico, se sacó la gorra y dijo: -¡Va miaaaaa!- y a continuación le dio tal cabezazo a la bola que yo creí que la había roto. Desgraciadamente, lo que rompió fue una ceja, por la que empezó a sangrar profusamente, cosa que apenas llegamos a ver, antes de poner los pies en polvorosa. Este incidente significó el final de mi carrera pugilística, pues el propio señor Marsó nos recomendó a los tres que no volvieramos por alli en una buena temporada, porque nos andaba buscando la policía militar, y no precisamente para felicitarnos, por lo que era mejor que no nos localizasen por la cuenta que nos tenía.
Como oriundo que era de puerto de mar, mataba buena parte de mi tiempo libre en el muro, donde no me costó trabajo entrar en el ambiente, aprovechando la amistad de marineros de mi pueblo enrolados en pesqueros con base en La Coruña. En aquella atmósfera me encontraba como pez en el agua, matando en cierto modo la morriña que sentía de mi gente de siempre. Muchas tardes solía frecuentar unos barracones instalados en la Palloza, frente a la Fábrica de Tabacos, donde se expedían, a precio muy económico, parrochas y jurelos fritos en Seín, una grasa elaborada a base de cocer las vísceras de las merluzas, que suplía, con bastante más pena que gloria, al aceite, que estaba al alcance de muy pocos. No es que aquello fuese un bocado exquisito, pero en los tiempos que corrían, cualquier cosa que engañase a la hambruna era realmente bienvenida.
La situación de precariedad era grande, y en las paupérrimas despensas familiares no eran pocos los productos de primera necesidad de los que se carecía, y si en alguna ocasión se quería comprar algo extraordinario -si extraordinario se le puede llamar, por ejemplo, al aceite o al azúcar- había que rascarse a fondo los maltrechos bolsillos y acudir al inevitable estraperlo, que ya por aquel entonces comenzaba a hacer su aparición. Otra opción era la de utilizar la picaresca, técnica
que suele surgir sin necesidad de aprendizaje cuando la necesidad acucia, y a la que el pueblo llano no tenía más remedio que echar mano. Cuantos coruñeses tienen matado el hambre con las algarrobas que robaban en el cuartel de Intendencia, cuyo destino era servir de menú a los burros de carga del ejército, y los esfuerzos que había que hacer para poder evacuar aquel alimento tan constriñente. Hubo quien, a la vista de las tremendas dificultades que ello representaba, tentado estuvo a utilizar un berbiquí que hiciese la función de sacacorchos.
Al respecto de lo antes comentado, recuerdo un día en que me prestaron una bicicleta y me fuí a dar un paseo por la ciudad. Cuando transitaba por la calle Arturo Casares, de un camión del que estaban descargando mercancía para un almacén, se cayó un bidón de aceite, con la mala suerte -para ellos- de que al chocar con una esquina de la acera se agrietó, provocando una pérdida de líquido que rápidamente se esparramó por la calzada.
Al ver aquello, frené en seco y me bajé de la bici sin molestarme siquiera en apoyar el pedal en el bordillo para que se mantuviese en pie. Me dirigí a la gran mancha de aceite que iba creciendo por momentos, y me eché al suelo cuan largo era, comenzando a rebozarme en el grasiento líquido, y me arrastré sobre él hasta que mi ropa quedó completamente pringada.
Cuando llegué a casa, la patente y justificada indignación de mi madre se borró radicalmente cuando se percató de lo bien que íbamos a comer en los días sucesivos. Había que verla como se esforzaba torciendo la ropa sobre una pota para aprovechas el preciado líquido hasta la última gota, mientras yo, dentro de la tina de madera que hacía las veces de bañera, intentaba, con gran esfuerzo, hacer desaparecer los grasientos restos de mi pelo y piel mediante innumerables friegas de jabón Samba.
Durante el verano de 1937, recuerdo con agrado nuestras jornadas de baño en la playa del Orzán, con partidillo de fútbol incluido, que llegaba a durar las 6 o 7 horas que permitía la marea, aunque lo abandonábamos esporádicamente para darnos un chapuzón en las frias aguas cuando el cuerpo lo pedía.
Yo, al criarme en un pueblo marinero, había aprendido a nadar desde muy niño -pese a que existe un dicho, inexacto a todas luces, sobre la torpeza de las gentes del mar al respecto-, en tanto que mis amigos, a excepción de un par de ellos que a duras penas conseguían mantenerse a flote, nadaba "al plomo". Cierto día, a uno de los primeros, Pacucho el del Gurugú, se le ocurrió meterse más de lo aconsejable, dada la respetable resaca que había, y que en un santiamén lo alejó de la orilla. Al verse en apuros, comenzó a pedir auxilio. No había en la playa nadie más que nosotros en aquel momento, y el único con alguna ligera posibilidad de ayudarlo era yo. Tardé unos instantes en decidirme, pero al final, quizas recordando que su único hermano había perdido la vida un par de meses antes en el frente de batalla, muy lejos de su desconsolada madre, me tiré al agua sin pensármelo mucho.
Braceé con fuerza hasta llegar cerca de él, al tiempo que le pedía a gritos que dejara de luchar contra el mar, que hiciese la plancha y se dejase ir porque estaba casi agotado. Cuando conseguí que se tranquilizase y siguiese mi consejo, la resaca comenzó a arrastrarlo, y yo le seguí nadando lentamente a la braza para ahorrar esfuerzos al máximo, evitando aproximarme demasiado a él, porque en su situación desesperada había un evidente riesgo de que se agarrase a mí y nos hundiríamos sin remisión.
Tuvimos la suerte de que el mar nos fue llevando durante unos trescientos metros en paralelo a la playa, en dirección hacia la coraza. Yo quería parecer tranquilo y le animaba insistentemente, pero en mi fuero interno estaba cagado de miedo. Cuando pasábamos a pocos metros de las rocas que bordean la coraza, le grité con todas mis fuerzas: -¡Ahora, nada fuerte hacia las rocas, sin miedo!-. Me hizo caso, y yo le imité. Con la energía que nos daba la desesperación, llegamos al borde de las rocas, y con la ayuda de un pequeño golpe de mar conseguimos caer encima de una de ellas. Las magulladuras fueron tremendas, y las aristas de la propia piedra y los mejillones agarrados a ella nos produjeron múltiples cortes por los que sangrábamos profusamente, pero ni lo notamos. Lo único que importaba es que estábamos vivos. Pacucho se me abrazó y se puso a llorar. Había visto la muerte muy de cerca. A partir de ese día volvió a la playa, pero nunca más tocó el agua salada ni para mojarse los pies.
En el mes de setiembre, pude ver cumplido uno de mis más grandes anhelos: Regresar a mi pueblo y volver a ver a mis amigos ¡tenía tantas cosas que contarles!. El día siete de ese mes, víspera del día de los Milagros, aproveché el viaje de una tarrafa de la sardina que salía de la dársena de La Coruña, y a las dos horas y pico entrabamos por la bocana del puerto.
Nada más desembarcar tuve un emocionado encuentro con mis viejos camaradas, a quien no veia desde mi marcha, hacía casi un año, ya que las dramáticas circunstancias del momento les habían impedido, al igual que a mi, realizar viaje alguno por el evidente riesgo que ello entrañaba.
Se llevaron una sorpresa morrocotuda al verme; la mutua alegría del reencuentro llegó a emocionarnos de tal manera que incluso se nos asomó alguna lágrima rebelde.
La fiesta no iba a ser como siempre, ya que las dramáticas circunstancias del momento lo impedían. Ni siquiera iban a celebrarse las tradicionales berbenas. La romería de la ermita, sita en un monte próximo al pueblo, y una ligera mejora en el menú con respecto al habitual eran los únicos atractivos. No obstante, a mi me era más que suficiente, porque lo único que me importaba era disfrutar de la compañía de mis amigos.
Aunque inicialmente estaba previsto, o así me lo había impuesto mi madre, que me quedara en casa de unos tios (la nuestra habíamos terminado por arrendarla, para aliviar las penurias de la economía familiar), finalmente me quedé en casa de Barrutos, ante la insistencia de éste y de su madre, y sobre todo mi propia apetencia.
Aquella misma noche, quizas impulsados por la nostalgia de épocas anteriores, aprovechamos para hacer una de las nuestras.
El tío Romualdo el de la taberna, en la parte de atrás de ésta poseía una huerta de considerables dimensiones, cerrada con un muro de piedra de unos dos metros de altura, coronado con cristales de botella rota que había incrustado previa cimentación de la parte superior de la muralla, como medida disuasoria para posibles intrusos.
Hacía algún tiempo que en dicha finca había soltado varias parejas de conejos, a los que alimentaba abundantemente con berzas y restos de comida. Ante la ausencia de enemigos naturales, en poco tiempo los animales habían proliferado de tal forma, que ni el propio tio Romualdo era capaz de llevar la cuenta de cuantos había. Además, la buena alimentación había hecho que engordaran de tal forma que más parecían corderos que conejos.
Pertrechados con una escalera de madera, nos acercamos sigilosamente a la muralla. Situamos contra la misma la escalera, a la que se subió Riolas mientras Barrutos aguantaba de ella y yo vigilaba la posible aparición de algún vecino.
Por medio de una tanza de pescar y un anzuelo, en el que habíamos pinchado un trozo de zanahoria, iniciamos nuestra particular jornada de pesca. Al cabo de una media hora, obraban en nuestro poder cuatro buenas piezas, que metimos en un saco y nos llevamos a casa de Barrutos, donde Riolas, con su característica sangre fria, los sacrificó, despellejó y limpió.
Al día siguiente, nos acercamos hasta la taberna y le pedimos al tío Romualdo, excelente cocinero, si nos podía guisar unos conejos que mi madre me había comprado en Coruña para traer a la fiesta. Este no puso ninguna objeción, antes al contrario nos dijo que si le permitíamos participar en la comilona, no nos cobraba la preparación y además ponía el vino y el pan gratis. Aceptamos entusiasmados, y aquella misma noche nos pegamos una panzada de categoría, máxime para los tiempos que corrían. En la sobremesa, mientras nos tomábamos unos carajillos, sentenció el tabernero con satisfacción, exaltando el producto: -Menudos conexos que papamos ¡casi eran tan grandes como os meus!-
Por aquellos días se había corrido la voz de que un "can doente" andaba suelto por las inmediaciones del pueblo, lo que provocó que muchos vecinos, pese a ser fiesta, no se atrevieran a salir de sus casas y los que lo hacían era con la máxima prudencia y tomando todo tipo de precauciones. Finalmente se organizó una batida por los montes próximos, sin encontrar rastro alguno del animal, por lo que aquello se atribuyó a una falsa alarma. Pero aun así el vecindario no las tenía todas consigo y cuando tocaba andar por los caminos del extrarradio, en los rostros se reflejaba cierta preocupación.
Siguiendo la tradición, mis amigos y yo subimos en peregrinación al Outeiro, donde estaba la ermita, y asistimos a la misa principal, que era a las doce. Al salir del Santuario, nos quedamos en la explanada que rodeaba la capilla, infestada de casetas de feria, con la idea de tomar el pulpo, como era habitual en esas ocasiones. El problema era que todo el mundo había tenido la misma idea, y no había ni la más mínima posibilidad de encontrar mesa en la pulpeira. Para mayor aflicción, el aroma que emanaba de la humeante caldera de cobre era realmente apetitoso. Ya estábamos planteándonos seriamente la posibilidad de tomarnos el pulpo de pie cuando, en un momento dado, Barrutos se separó de nuestro lado situándose en el medio de las mesas repletas de paisanos que degustaban con aire satisfecho las tajadas depositadas en los platos de madera. Entornó los ojos como si estuviera en trance y de repente comenzó a rosmar amenazadoramente, como si de un verdadero chucho se tratase. En un abrir y cerrar de ojos la zona quedó completamente despejada. La gente, como alma que lleva el diablo, bajaba despavorida por la ladera. Era mucho correr de Dios. Por no quedar no quedaron ni los propietarios del negocio.
Tranquilamente, echamos un vistazo para buscar el sitio más adecuado. Había mucho donde elegir. Vimos una mesa con una jarra de vino tinto y una ración doble, todavía sin empezar. Allí nos sentamos y devoramos las sabrosas tajadas, aun calientes, acompañadas por unas cuncas de tinto que sabían a gloria.
Todo iba perfectamente hasta que del pinar cercano comenzaron a divisarse dos objetos brillantes que se movían: eran los acharolados tricornios de la pareja de la guardia civil, que con su verde uniforme se aproximaba a nosotros. Barrutos, intuyendo a lo que venían, se levantó y salió como una flecha, perdiéndose por el maizal que había detrás de la ermita. El pobre no pudo bajar al pueblo en todo el día, mas por miedo a los resentidos paisanos que a la propia benemérita.
Al cabo de una semana, abandoné el pueblo con menos nostalgia de la prevista, ya que me acompañaba Riolas, a quien invité a pasar una temporada conmigo en La Coruña. Barrutos, con gran dolor de corazón, no podía venir, porque hacía poco que se había enrolado en la tarrafa de un tío suyo, y al acabarse la fiesta, tenía que salir al mar.
Nada más llegar y acomodarse en mi casa, donde fue recibido con gran alegría por mi madre, que lo quería mucho, ya estaba loco por conocer a fondo la ciudad, porque además traía unos duros ahorrados y estaba obsesionado por gastarlos. Le presenté a mis amigos, que lo acogieron con gran simpatía, salvo alguna excepción, que siempre la hay, que quiso aprovechar su condición de pailán para burlarse de él, tomandole evidentemente el número cambiado, pero claro, Riolas era mucho Riolas y el otro tuvo que plegar velas:
-Oye, ¿tú en el pueblo tienes gallinas en casa?- le decía con cierto retintín
-Coño, claro, e teño unhas poucas que teñen o pescozo pelado... e poñen os ovos con plumas-.
Le enseñé todos los rincones de la ciudad que merecían la pena: Bares, cafés, lo llevé al baile, al cine (que lo impresionó), y hasta al futbol y al boxeo en la plaza de toros, pero yo que lo conocía bien, notaba que le faltaba algo y no se atrevía a decírmelo a pesar de la confianza, así que cogí el toro por los cuernos y le dije:
-A ver, deixa de zorrear e dime que carallo queres-
-Joder, e que me enseñas todo menos o Papagayo, e xa o conoce todo o pueblo menos eu. Cando chegue de volta se vai a reir de min todo dios-.
Yo ya me olía una tostada parecida, así que no me quedó más remedio que llevarlo. Una noche nos fuimos hasta allí.
Yo, aunque en conciencia era algo reacio a meter a Riolas en aquel ambiente, debo reconocer que por mi parte no me encontraba ni mucho menos a disgusto en el barrio chino.
Después de un par de vueltas estériles, nos decidimos a entrar en la casa de la Apache. Nos abrió la puerta la encargada y pese a nuestra edad, un poco por debajo de lo permitido en aquel tipo de establecimientos, al reconocerme vagamente, -aun sin ser asiduo debo confesar que había ido algunas veces por allí-, no puso impedimento a dejarnos pasar. Nos guió hasta el salón, situado en la primera planta del edificio (el bajo lo tenían reservado para cocina y comedor, donde de vez en cuando se organizaban ágapes para gente importante, que solían terminar, según dicen, con "fiesta"). Al acceder al salón, que ya de por sí era grande, estando además magnificado por los altos techos de madera donde destacaban las vigas de tea, vimos al fondo, presidiendo la estancia, a la propietaria, doña Pilar, "la Apache", sentada en un gran sillón regio, de madera noble repujada, y cargada de joyas de gran valor; tenía un ademán solemne y su escrutadora mirada vigilaba todo lo que allí pasaba. En asientos mucho más sencillos estaban las chicas, unas doce, a cual mejor, vestidas casi todas con provocativos vestidos de lentejuelas, y cuatro clientes que estaban a "velas vir". A Riolas se le pusieron los ojos como platos. Pedimos unas consumiciones mientras observábamos el ambiente. Me levanté un momento para ir al servicio, y cuando regresé, ya estaba Riolas charlando animadamente con tres pebetas; llevaba la voz cantante, de tal manera que éstas le miraban tan absortas que parecían hipnotizadas. Yo, que conocía todas las facetas de mi amigo menos esa, me quedé estupefacto al ver aquello. Por prudencia, y porque él tampoco me llamó, eludí entrar en la tertulia, manteniéndome al margen y buscando otra compañía. En un momento dado, estaba yo tan entretenido charlando que ni me percaté de que Riolas y una de las chicas habían desaparecido del salón.
Al cabo de una media hora, reapareció con cara de satisfacción, circunstancia que también concurría en su "partenaire", quedando bien claro de donde venían. Casi de inmediato, ví con sorpresa que salía con otra, y a su regreso, repitió la operación con la que restaba. Una vez completada su labor, se acercó a mí, que de tantos coñacs que llevaba en ese intervalo estaba bastante "contento", y me dijo que cuando quisiera que marchábamos, a lo que accedí de inmediato, toda vez que, entre unas cosas y otras, llevábamos allí casi tres horas. Sus nuevas amigas le hicieron una despedida a lo grande.
Cuando salimos a la calle, intenté echarle una bronca, por malgastar el dinero de aquella manera: -Hombre, una vez está ben, pero tres....-. Me repuso: - Que carallo de diñeiro, si viñen sin nada. Subiron conmigo porque lles fixen gracia-. Me quedé helado, ya que por una parte sabía que a mi Riolas jamás me mentía, y por la otra nunca había oido que nadie consiguiera ventilar por la cara a ninguna de aquellas ninfas, y mucho menos a tres de un golpe. Era evidente que mi amigo tenía un don especial, totalmente ajeno a la galanura física -algo de lo que evidentemente carecía-que le hacía irresistible.
Con todo el cúmulo de anécdotas y situaciones divertidas que estábamos viviendo, y en cierto modo cegados por la inconsciencia propia de la edad, nos habíamos olvidado un poco de los tristes acontecimientos que estaba viviendo todo el pais, pero las circunstancias pronto nos devolvieron a la cruda realidad.
Cierto ingrato día, una pandilla de unos 10 chavales pululábamos por el margen trasero de los jardines de Mendez Nuñez, a la altura de La Terraza, y un camión paró en seco delante de nosotros. De su parte trasera bajaron 6 hombres de paisano, pero armados con fusiles, y se dirigieron a tres de los componentes de nuestro grupo, los hermanos "de la lejía", miembros de una familia muy numerosa del Barrio de la Torre, de la que varios componentes eran miembros activos del sindicato de la CNT.
-tenéis que acompañarnos- les indicó el que llevaba la voz cantante. Los tres hermanos traslucían en sus pálidos rostros el miedo que estaban pasando. Uno de ellos, presa de los nervios, hizo un amago de huida, siendo rápidamente agarrado y derribado de un culatazo en la boca, por donde comenzó a sangrar abundantemente. Al ver aquello, la reacción instintiva del resto de los que allí estábamos fue tratar de intervenir. Yo mismo inquirí al cabecilla: -¿Pero que carallo os pasa, que os hicieron?- éste me apuntó con el arma. -tú no te metas, que esto no va contigo-. A continuación los introdujeron en el camión y éste arrancó rápidamente.
Nunca más volvimos a verlos con vida. Ese mismo día fueron fusilados, junto con el resto de sus hermanos -excepto uno que, tras permanecer oculto entre las cajas de lejía del negocio familiar, logró meterse de polizón en un carguero con rumbo a Portugal-, en Punta Herminia, frente a la Torre de Hércules. Según testigos presenciales, fue tanta la crueldad de aquellos individuos, que al más pequeño, de tan solo 15 años, a quien por ser menor de edad en el simulacro de juicio sumarísimo que les hicieron no pudieron condenar a muerte, le aplicaron la ley de fugas. Cuando ya todos sus hermanos estaban muertos, le dijeron que se escapara corriendo por las rocas. Aun no había avanzado 20 metros, cuando el hijo de perra que mandaba el pelotón de fusilamiento, un tal Francisco Freire, dió orden de disparar: al pobre crío lo acribillaron como a una rata.
No fue este, por desgracia, el único suceso lamentable. A nuestro alrededor sucedían de forma cotidiana situaciones tan dramáticas que ponian los pelos de punta. Era una auténtica orgía de sangre. Los amaneceres de cada día eran mudos testigos de las apariciones de cadáveres de los "paseados" en las cunetas, que se podían contar por docenas. Familias enteras quedaban diezmadas. Pocos meses antes, nadie, ni el más pesimista, hubiera podido imaginarse que la condición humana pudiera llegar a esos extremos de degradación y crueldad. No se respetaba a nadie: ni edad, ni sexo, ni vecindaje de toda la vida o incluso a los propios familiares. Solo imperaban dos sentimientos alternativos: el miedo y el odio, dependiendo de que lado estuvieras.
En abril de 1939, con mucha más pena que gloria y con muchas familias destrozadas, acabó la guerra. Yo había terminado mis estudios de bachillerato, y la verdad es que se me habían acabado las ganas de seguir estudiando, así que traté de buscarme un trabajo. Después de unas oposiciones fallidas a Correos, en cuyo resultado sospecho que jugó un papel importante mi escasa adicción al Régimen, obtuve un empleo de dependiente en Calzados La Americana, en la calle de San Andrés, por aquella época la zapatería de moda de La Coruña. Alternaba dicha actividad con la defensa de los colores del club de fútbol modesto Sporting Ciudad, en los diferentes campos que existían por aquel entonces: Explanada de San Diego, La Estrada, La Granja e incluso en ocasiones en el viejo Riazor, en el que pasé mis mayores momentos de gloria, al ganar la final de la Copa de La Coruña y defender los colores del Deportivo en algunos partidos amistosos. Pese a las penurias económicas inherentes a la época (todo el mundo sabe que en la postguerra no era fácil ni siquiera llevarse algo decente a la boca), aquella fue una de las etapas más gratas de mi vida.
En la década de los cuarenta, había en La Coruña una gran proliferación de personajes peculiares, tanto los que pudiéramos llamar pintorescos, genuina representación de aquella "España de charanga y pandereta", como otra serie de gente, cuya simpatía y don de gentes, sazonados con una pizca de picaresca, los hacía especiales.
Por citar un ejemplo de estos últimos, estaba Agustín Suarez Miramontes, "el palletas". Criado en una familia de tres hermanos varones (el menor de ellos, Luis, sería con los años el mejor futbolista de Europa), sus padres poseían un negocio de carnicería junto al Campo Volante, donde Agustín y su otro hermano, Pepe, colaboraban en la atención a la clientela.
Coincidí con el jugando en el Sporting Ciudad, a donde llegó en el año 44, con 18 años. Era un extremo excelente, destacando por su gran velocidad y disparo a puerta, pero era un auténtico "verbenas". Cuando los partidos coincidían en las primeras horas de la mañana del domingo, iban a recogerlo a casa y nunca estaba. Había que buscarlo por toda la Coruña, y cuando aparecía lo hacía en un estado lamentable. Lo llevaban en un taxi al campo de la Granja y despues de una ducha fria en el vestuario, salía a jugar. Aun así lo hacía bien. Empezaba los partidos un poco atorrijado, pero cuando le metían alguna tarascada se cabreaba y metía un gol.
Las tardes de los domingos salía con su novia y otra pareja, y como la economía no era boyante, al menos la suya (la novia trabajaba y tenía sus ahorrillos), y en los acompañamtes concurrían similares circunstancias, no tenían otra alternativa que dedicarse a dar paseos por toda la ciudad, y más tarde, jugar partidas de parchís por parejas (los hombres contra las mujeres) en el café Triana, en el Riego de Agua, a peseta la ficha "comida". Como quiera que tanto Agustín como su amigo eran dos auténticos "trapalleiros", se hinchaban a hacerles trampas a las novias y las desplumaban. La técnica utilizada habitualmente era que cuando les coincidía de "comer" una ficha, mientras movía la suya con el dedo índice, aprovechaba para situar otra con el meñique de la misma mano, en una posición tal, que contando las veinte de rigor les papaba otra. No había domingo que el Palletas y su compinche no salieran de farra después de dejar a las novias en su casa, con 5 o seis duros menos que cuando salieron.
Con su peculiar voz, bastante ronca, y su gracia innata, era un extraordinario contador de chistes. Los sabía de todos los colores. En la carnicería tenían un mandadero, un tal Caridad, que repartía los encargos de los clientes por las casas. Aunque buena persona, era la pura esencia del malhumor, seco y con cara de vinagre. Agustín, mientras le preparaba la carne para llevar, siempre trataba de hecerlo reir, sacando lo mejor de su repertorio, pero era inútil, ya que la respuesta era siempre la misma. Impertérrito, Caridad comentaba: -Pois eu non lle vexo a gracia-. Era la horma de su zapato y lo tenía realmente desesperado.
Un buen día, el recadero, después de oir un chiste de los "escogidos" y reaccionar como siempre, cogió la mercancía y salió a repartirla. Agustín se dio cuenta de que se le había olvidado un pequeño paquete de bistés, que había quedado oculto detrás de la báscula. Salió rápidamente detrás de él para entregárselo, y cual sería su sorpresa cuando se lo encontró en el portal de al lado, con los paquetes tirados en el suelo y descojonándose de risa, de tal forma que no podía parar. Tanta era la mala uva del tal Caridad.
En 1947 retorné a mi pueblo. Aprovechando que los inquilinos de mi casa se habían ido a hacer las américas, me decidí a buscar fortuna explotando el pequeño negocio que éstos habían iniciado en la planta baja de la casa, consistente en una pequeña tienda/taberna al estilo de la que había tenido el tio Romualdo, la cual permanecía cerrada desde el fallecimiento de su propietario, hacía ya algunos años. Mi madre no quiso regresar al pueblo, influenciada por los desgraciados recuerdos que le traía, y permaneció en la Coruña con su trabajo en el mercado.
Enseguida conseguí adaptarme a mi nuevo oficio, acostumbrado como estaba a atender clientes en la zapatería, y las cosas empezaron a marcharme aceptablemente. El local se convirtió rápidamente en centro de reunión de la juventud del pueblo, lo que me producía unos ingresos que me permitían vivir con cierto acomodo.
Allí todavía no se conocía el fútbol, curiosamente la cosa que yo más echaba de menos, por lo que recluté a un grupo de chavales de entre 15 y 20 años, los que a mi parecer reunían mejores condiciones para la práctica del deporte, y comencé a entrenarlos en la playa. Varios de ellos lo asimilaron de tal forma que parecía que no habían hecho otra cosa en su vida, y de hecho alguno llegó a rayar a muy buen nivel en el futbol aficionado.
A los pocos meses de empezar a entrenar organicé un partido en la playa contra mi ex-equipo, el Sporting, y aun cuando el resultado no fue favorable a los del pueblo, cosa lógica, dieron una imagen muy honrosa.
Pero como en esta vida nada dura, pronto comenzaron mis problemas. Una hermana de mi padre que llevaba muchos años emigrada en Nueva York, me había enviado, por medio de un tripulante del "Covadonga", un aparato de radio "transistor", que en aquella época ni se conocía en España. Como quiera que en el pueblo todavía no había instalación de luz eléctrica, era la única radio existente en todo el contorno. Aquel aparato significó una buena ayuda para mi negocio, porque los domingos por la tarde se reunía mucha gente para escuchar el Carrusel Deportivo, dirigido por el inolvidable Boby Deglané, y hasta en ocasiones sintonizábamos a Enrique Mariñas, que narraba en directo los pormenores de los partidos que jugaba nuestro Deportivo. Posteriormente, subiamos al salón del primer piso de la casa, y las canciones dedicadas de la radio amenizaban unas pequeñas sesiones de baile.
Cierto día recibí la visita de un amigo de La Coruña. La alegría inicial se tornó en preocupación cuando me dijo a lo que había venido: Por medio de un familiar que era funcionario de policía, a quien yo también conocía, se había enterado de que alguien había enviado un escrito anónimo denunciando que en mi local todas las noches había reuniones en las que se escuchaba la emisión en español de Radio Moscú, en la que se arengaba a los oyentes con críticas hacia el régimen dictatorial existente en España. Me quedé helado. Aquello era mentira, pero en ese tipo de cosas no hacían falta muchas pruebas para que tomaran medidas drásticas contra cualquiera, por lo que había que reaccionar con rapidez. Ese mismo día cerré el negocio y me fui con mi amigo a La Coruña. En la calle Payo Gómez, al lado de donde yo había vivido, residía y tenía su consulta D. Juan Bermúdez, prestigioso médico que ya me había ayudado en plena guerra civil, al evitar mi incorporación a filas, que parecía inevitable. Me presenté a él acompañado de su hijo Eugenio, que era íntimo amigo mío, y le expuse mi preocupación por lo sucedido. Oyó mis explicaciones con gesto grave, y cuando terminé me dijo que estuviera tranquilo, que dejara el caso en sus manos, que se encargaría de solucionarlo. Y así fue. Jamás nadie me molestó con aquel tema. Le estaré eternamente agradecido.
Pese a ello, yo seguía estando preocupado, porque la misma persona que había cometido aquella bajeza podía intentar hacerme daño nuevamente con mayor éxito en su empeño, así que de la forma más discreta posible me dediqué a intentar averiguar de quien se trataba. Tardé algún tiempo en tener pistas, pero al final lo conseguí. Un vecino mío, cuando se enteró de lo que había pasado, recordó algo que había visto hacía algún tiempo, y, tras atar cabos, rápidamente vino a comentármelo.
Un día había ido a La Coruña para solucionar unos trámites en el catastro relativos a la propiedad de una finca. Al salir de Hacienda, al lado de un buzón de Correos próximo vió a alguien conocido, que tenía un sobre en la mano, y daba nerviosos paseos cerca del buzón como intentando tomar una decisión. Finalmente introdujo el sobre en el buzón y se marchó apresuradamente. Se trataba del dueño de la taberna más próxima a la mía, un tal Abeijón, que ya por algunos detalles sabía que no me quería bien, debido a los celos de que mi negocio funcionara mejor que el suyo.
Tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no cruzar la calle y machacarlo, pero finalmente conseguí controlarme. Ya llegaría mi oportunidad para poner las cosas en su sitio.
Dediqué un tiempo a estudiar concienzudamente los puntos débiles de aquel individuo. No era fácil de engañar, al ser desconfiado en grado sumo y astuto como un raposo. Al final llegué a la conclusión de que la envidia, tal y como me había demostrado, y la avaricia eran los defectos más acusados de nuestro hombre, así que había que buscarle su talón de Aquiles. Pronto, apoyado en una circunstancia casual, una idea me vino a la cabeza:
El tio Eustaquio era un anciano que durante su juventud había estado enrolado como marinero en barcos mercantes, y más adelante había intentado, sin éxito, la aventura americana. Estuvo muchos años en la Argentina, donde se casó y enviudó, y finalmente había sido repatriado, solo y enfermo, para pasar en su pueblo natal sus últimos días.
Se instaló en el domicilio familiar, una pequeña casita, en el centro del pueblo, en la que se echaban en falta los servicios más indispensables, aun para la época. Carecía de retrete y de cocina -se hacía la comida en una pequeña lareira situada fuera de la casa, en la parte de atrás-. El interior estaba muy deteriorado, con las paredes desconchadas y el suelo era de tierra y el techo estaba lleno de goteras. Como quiera que carecía totalmente de medios y no le quedaba viva familia alguna, sobrevivía gracias a la caridad de algunos vecinos.
La enfermedad que arrastraba afectaba de forma degenerativa a las articulaciones, y fue evolucionando hasta quedar totalmente impedido, de tal manera que no tenía capacidad para llevarse la comida a la boca. Entre la gente joven del pueblo, concienciados como estábamos de la dramática situación de aquel hombre, le ayudamos en lo que pudimos, inicialmente organizando una colecta por todo el pueblo, con la que se consiguió dinero para pagar, al menos por un tiempo, a una señora para que lo cuidara. Asimismo, y aun con nuestros limitados conocimientos de albañilería, arreglamos como buenamente pudimos el tejado de la destartalada casa y construimos, anejo a la misma, un pequeño bater, poco vistoso pero efectivo.
Mientras realizábamos nuestro trabajo dentro de la casa, fueron apareciendo diversos documentos, que ordenamos y guardamos en el cajón de una destartalada cómoda, único mueble existente en la casa, además del camastro y un viejo baul, único equipaje que se había traido en su retorno. Entre la documentación encontrada me llamó la atención una carta remitida a nuestro amigo por el Consulado de España en Córdoba (Argentina), en la que se le comunicaba la resolución de las autoridades españolas de subvencionarle el viaje. Ahí me vino la idea. Con el permiso de su propietario me quedé con el sobre, en el que figuraba el membrete del consulado, junto a la dirección Argentina del destinatario, y de inmediato me fui a La Coruña a visitar a un amigo, experto escribano de una notaría de la plaza de Lugo.
Nada más verlo, le expresé mis intenciones y la colaboración que pretendía de él. Aceptó encantado, máxime al conocer todos los pormenores del asunto. Armado de papel y pluma, confeccionó un escrito -tras modificar la dirección del sobre, cambiando la de Argentina por la del pueblo-, en el que yo aporté la idea y él la correcta redacción, haciendo especial hincapié en la utilización de términos jurídicos de la mayor complejidad posible, y una impecable transcripción, por el cual el Consulado de España comunicaba al bueno de Eustaquio que, tras el fallecimiento de un cuñado suyo en la Argentina, le había legado un inmenso patrimonio y una cuantiosa fortuna en metálico.
A primeras horas del día siguiente, el sobre con la carta, por "error" se introducía por debajo de la puerta del bar de Abeijón. Sabía perfectamente que, aunque no era suya, la iba a leer -la curiosidad era otra de sus debilidades-. La carta nunca llegó a su presunto destinatario. Esa misma jornada, Abeijón se presentó solícito en el domicilio del sorprendido tio Eustaquio con una fuente de carne asada, y desde ese momento, el viejo recibió toda clase de atenciones por parte de mi "amigo", pese a lo cual la gravedad de su estado provocó un fatal desenlace al cabo de unos meses, no sin antes haber otorgado testamento a favor de Abeijón, forzado por éste y extrañado por su exagerado interés en conseguirlo, toda vez que el anciano carecía de bienes (incluso la casita no era suya).
Pocos días después del fallecimiento, abeijón vendió el bar, y se embarcó en un paquebote en el puerto de La Coruña con rumbo a la Argentina, imagino que llevando en su equipaje, como oro en paño, el certificado de defunción de Eustaquio y su testamento, decidido a hacerse cargo de la herencia. La cara que se le quedó cuando se enteró de la cruda realidad me la puedo imaginar, pero no tengo certeza alguna, porque nunca más se supo de él, no sé si porque no tenía dinero para pagarse el regreso o por la vergüenza que le sobrevino al darse cuenta de como había caido en aquella trampa, y la evidente consecuencia de ser, caso de volver, el hazmerreir del pueblo durante toda su vida.
Yo, por mi parte, comencé a "hablar" con una moza, hija de un labrador de los contornos, el cual, desconfiado por naturaleza, no estaba muy de acuerdo con el noviazgo, dados mis antecedentes "de ciudad". No obstante, tras la petición de mano, acompañado de un amigo común, persona de la confianza de aquella casa, un patrón de pesca, ya mayor, con el que me unía una gran amistad, y una posterior visita a La Coruña, acompañando a mi futuro suegro para hablar con mi madre, para que no le quedaran dudas, accedió al enlace. Así es que me casé, y al poco regresé a La Coruña, donde establecí un negocio, y poco más que contar hasta hoy, dia en que mi vida, lejos de pasados avatares, transcurre mucho más feliz que infelizmente en la mejor ciudad del mundo, aunque sin olvidarme de mi pueblo natal, que visito con frecuencia para disfrutar de la compañía de mis viejos amigos de antaño.
Marzo de 1993. Aquella soleada mañana, Andrés Martinez y Joaquin Loureiro, aprovechando la bonanza climatológica, se cogieron el coche y fueron hasta la punta Atalaya a coger percebes. La dificultad para la captura era considerable, al tratarse de rocas escarpadas por las que había que descender desde una altitud superior a los 30 metros, por un estrecho sendero, hasta llegar a una pequeña plataforma situada a unos 10 metros sobre el nivel del mar, desde la que la única opción era descender atado a un cabo. Por tal motivo, al llegar a ese punto Andrés se amarró convenientemente, y comenzó lentamente el descenso sujetado por Joaquin; cuando había bajado unos 6 metros y se acercaba, ya con la ferrada preparada, al banco de percebes, en uno de los vaivenes su pie choco contra una arista de piedra, que al estar soportada por tierra se cayó produciendo un ligero desprendimiento, cuyo efecto provocó que una pequeña oquedad existente en la roca, se ensanchase considerablemente, hasta alcanzar unas dimensiones que permitían el paso de una persona hacia el interior. Andrés, empujado por la curiosidad, gritó a su compañero que parase de soltar cuerda, y una vez hecho se encaramó en el interior del hueco, donde la oscuridad era total, pero su oido pudo percibir en el interior pequeños chapoteos de agua que evidenciaban la existencia de una cueva submarina.
Aquella misma tarde, los dos percebeiros pertrechados con utensilios de buceo, entre los que estaban incluidas bombonas de oxígeno, subieron a una zodiac en el puerto, dirigiéndose por mar hacia la zona de la presunta cueva. Una vez allí, anclaron la embarcación y se sumergieron. A unos cinco metros de profundidad, en una zona donde la intensa vegetación submarina dificultaba enormemente la visibilidad, abriéndose paso entre las algas consiguieron localizar la entrada de la gruta. La boca de ésta era bastante ancha, de unos dos metros, pero su altura era escasa, muy ajustada para entrar holgadamente personas corpulentas, como era el caso. Pese a ello, primó la curiosidad sobre la prudencia y se decidieron a introducirse; primero lo hizo Joaquin, seguido de su compañero. A medida que se iban adentrando en la cavidad, comprobaron con alivio que ésta se iba ensanchando, y en un momento dado, emergieron a un recinto de pétreas paredes, al que la luz de las linternas daba un aspecto fantasmagórico.
El techo de la bóveda, en el que despuntaban numerosas estalactitas, se alzaba a unos diez metros de altura y la superficie, también amplia, estaba totalmente anegada por el mar, a excepción de una pequeña plataforma situada justo en el centro de la cueva, sobre la que había una especie de piedra alargada, que destacaba por tener una tonalidad mucho más clara que la de la roca sobre la que descansaba. Al acercarse comprobaron a la luz de las linternas que la roca más blanca lo era en realidad por estar completamente cubierta de lapas; pero lo sorprendente no era eso, sino el hecho de que aquella aparente piedra tenía un movimiento lento y acompasado: !era como si respirase¡.
Quedaron sobrecogidos al comprobar aquello, tardando unos instantes en reaccionar. Cuando lo hicieron, atreviéndose a aproximarse más, vieron que en realidad, tras la apariencia petrea de aquel bulto, lo que había era, increiblemente, una persona.
La noticia corrió como un reguero de pólvora por el pueblo, y la expectación que se levantó fue extraordinaria. Mientras expertos de la comandancia de marina, una vez puesto el hecho en su conocimiento, preparaban concienzudamente la operación de rescate del desconocido, no se hablaba de otra cosa.
Al ignorarse desapariciones en aquellas aguas, al menos desde hacía mucho tiempo, todo el mundo se preguntaba por su identidad, y sobre todo por como había podido llegar hasta allí.
La llegada de la noche tranquilizó el ambiente, aunque en las tabernas siguió hablándose del asunto hasta bien entrada la madrugada. Incluso, con cierta ayuda etílica, empezaron a circular hipótesis que vinculaban el suceso con los extraterrestres que, según las malas lenguas, tenían una base submarina en las proximidades de los bajos de Baldayo.
A primeras horas del día siguiente, se inició el rescate. El modus operandi se centró inicialmente en picar la roca en el hueco del acantilado hasta que su anchura permitiese el paso de un cuerpo de forma más holgada. Esta maniobra se prolongó unas dos horas, dada la dureza del granito; nada más terminar, comenzó a sentirse el zumbido característico de las hélices de un helicóptero, que apareció en el alto de la montaña; tras tomar posición, el aparato quedó estático en el aire pocos metros por encima de la oquedad abierta en el acantilado. Se abrió una compuerta y de ella salió una camilla sujeta con una cuerda que comenzó a descender hasta llegar a la altura del hueco, donde permanecían los dos marineros que lo habían ensanchado; éstos sujetaron la camilla y la introdujeron cuidadosamente en la cueva, y comenzaron a soltar poco a poco cuerda hasta alcanzar la superficie de la gruta, donde un tercer hombre que se había introducido al interior por su acceso submarino manejó con cuidado el cuerpo inerte hasta situarlo en la camilla y despues de amarrarlo pegó a la cuerda un tirón avisador del inicio del ascenso. Así se hizo con la máxima precaución, y muy lentamente se fue sacando de la cueva y se izó hasta el helicoptero que, ante la nube de curiosos que se agolpaban en lo alto del monte, rápidamente salió rumbo al hospital Juan Canalejo de La Coruña.
Durante los tres días siguientes un equipo médico atendió con el máximo esmero a aquel desconocido, que permanecía sumido en un estado de inconsciencia profunda. Una vez que con sumo cuidado para no dañar la piel, consiguieron limpiarlo de las más de trescientas lapas que cubrían su epidermis, y aun quedando bastante deformado por el efecto de las ventosas de dichos moluscos a lo largo de todo su cuerpo, observaron que se trataba de un individuo joven, de unos 17 años, que se hallaba totalmente desnudo. Llevaba colgada del cuello una cadena de oro con una vieja medalla, completamente ennegracida, en la que trabajosamente se podía distinguir una medalla de la virgen del Carmen en cuyo dorso figuraba, de modo casi ilegible, la leyenda: "Plácido Vázquez 17.IV.17".
Poco a poco, con la ayuda de la sobrealimentación por suero, fue mejorando el aspecto del desconocido, que adquirió mejor color y fueron desapareciendo las ronchas producidas en su piel por las conchas de los moluscos. Lo único que permanecía inalterable era el estado de inconsciencia profunda en que se hallaba. No obstante, a medida que fueron pasando los días, los indicadores iban reflejando, aunque de forma muy lenta, una aminoración en dicha situación.
Ante la carencia de otras alternativas, con objeto de obtener pistas sobre la identidad de aquel joven, La Comandancia de Marina y la Guardia Civil, en mutua colaboración, iniciaron una investigación dirigida por dos suboficiales, uno de cada cuerpo: el sargento de marina Antonio Fariñas y el brigada de la guardia civil Emilio Alborés. El primero de ellos contaba con la ventaja de conocer a fondo la zona, al ser natural de Zorrizo, aldea del litoral distante apenas dos kilometros de la cueva donde se descubrió al desconocido.
Al no disponer de otros indicios, centraron las primeras pesquisas en la medalla que llevaba colgada al cuello. Lo primero que les llamó la atención fue que el portador fuese tan joven, puesto que independientemente de la antiguedad de la fecha de la inscripción (podría tratarse de un recuerdo familiar), lo desconcertante era que en la informacion que les habia sido facilidada al hacerse cargo del caso, se reseñaba que las manchas del oro ennegrecido de la cadena alrededor de su cuello se habian marcado tan profundamente en la piel que aparentaban un tiempo de contacto muy superior al de la edad que éste representaba, hecho al que tampoco daban demasiada importancia, al establecer -aunque sin una base científica sólida- una relacion entre este hecho y las condiciones extremas de humedad soportadas durante la permanencia en el interior de la gruta.
Aprovechando la estancia en la zona, el sargento Fariñas se acercó hasta su aldea natal para visitar a su abuela paterna, único familiar vivo que allí le quedaba, ya que sus padres residían con él en Ferrol. Se trataba de una mujer de unos 70 años, muy agradable y locuaz, a la que hacía algún tiempo que no veia. Aunque su intención, no era, ni mucho menos, comentar los pormenores de la misión que allí le había llevado, inevitablemente la conversación acabó derivando hacia ello, y aun tratando de mantener cierto hermetismo en torno a aquel suceso, pensó que una persona conocedora de la zona y con excelente memoria, como era el caso de su abuela, bien podía aportar algo de luz a aquel misterio. En el curso de la conversación, quedó sorprendido de que la buena señora conociese prácticamente al dedillo todo lo que había sucedido desde el descubrimiento de la cueva, hacía ya tres semanas, hasta entonces, pese a que el asunto apenas había trascendido a la prensa, y ello en su aspecto más superficial; lo único que desconocía era el pequeño detalle de la medalla, que al serle revelado por su nieto, provocó una atención inusitada en la anciana, y al conocer el contenido de las inscripciónes que en ella rezaban, exclamó, mostrándose sorprendida: -Plácido Vázquez, eu conozo ese nome. Espera un momento- se levantó de la silla y se dirigió al viejo chinero de castaño que había en la sala. Abrió una de las puertas inferiores del mueble y sacóun viejo album de fotos. Sin decir una palabra, lo colocó encima de la mesa, lo abrió con sumo cuidado y comenzó a hojear cuidadosamente aquellas viejas páginas cubiertas de amarillentas fotos en blanco y negro. En un momento dado se paró y dijo, señalando una vieja fotografía: -este e Placido Vázquez-. Fariñas miró sorprendido la foto, en la que dos jóvenes de unos 17 años, cogidos mutuamente por los hombros en pintoresca actitud, sonreían a la cámara: -Este e o teu abó, e o outro Plácido Vázquez-. Cuidadosamente levantó el papel transparente que protegía la fotografía y la despegó con facilidad del album. En la parte posterior figuraba escrito a plumilla, algo borroso por el paso del tiempo, pero perfectamente legible: "Plácido Vázquez y Manolo Fariñas. La Coruña, 2 de abril de 1933". Doña Natalia explicó a su nieto que su marido y Plácido habían sido amigos desde la niñez, amistad rota trágicamente por la muerte de éste último, desaparecido en el mar pocos meses despues de la fecha de la foto.
Antonio se pasó toda la noche haciendo cábalas sobre el significado de todo aquello. A primera vista, no veia elemento alguno que le ayudase a encajar las piezas de aquel rompecabezas; lo único que tenía claro era la importancia de descubrir que vinculación podía tener aquel desconocido con el difunto Plácido, lo que no era fácil teniendo en cuenta la lejanía del fallecimiento de éste. Lo único que se le ocurrió para avanzar algo en las averiguaciones, fue la de intentar localizar a algún familiar, si es que todavía le quedaban.
Al día siguiente, acompañado de su compañero de investigación, hicieron una ronda por las diferentes tascas de la zona, para contactar con gente con la edad suficiente para que pudiese aportar datos sobre el particular, sabedores de que los marineros jubilados eran tradicionalmente un importante componente de la clientela habitual de las tabernas. No tardaron en obtener resultado en sus pesquisas.
Entre taza y taza fueron enterándose de que poco despues del naufragio, que había tenido lugar en los primeros años treinta (lo que corroboraron posteriormente en su visita al cementerio parroquial, donde estaba enterrado el resto de la truipulación de "A Gaivota") la madre y el hermano de Plácido se habian ido a vivir a La Coruña y ya no habían regresado al pueblo en vida. Sus restos descansaban en el cementerio nuevo del pueblo desde hacía algunos años. Cuando los dos investigadores pensaban ya en partir nuevamente de cero, alguien recordó que Ramón, el hermano de Plácido, fallecido en 1987, tenía al menos un hijo que residía en la Coruña. No fue dificil localizarlo en dicha ciudad. Se trataba de un hombre de 45 años, casado y con dos hijos, que trabajaba en un banco. No era hijo único, sino que tenía otro hermano, algo más joven, que tenía su residencía fijada en Andalucía.
En la entrevista que mantuvieron con Ramón Vázquez, este poco pudo aportarles de nuevo, a excepción de manifestarles la imposibilidad de que el joven aparecido tuviese relación sanguinea alguna con su familia, al ser tan concretas las lineas de descendencia, marcadas por el temprano fallecimiento de sus familiares.
Como último recurso, decidieron, de forma intuitiva, hacer una visita al hospital para conocer a aquel hombre. Habían transcurrido 25 días desde su localización. Antes de entrar en la habitación, mantuvieron una entrevista con el médico de planta sobre la evolución del paciente, manifestándoles que su estado físico era excelente, hallandose totalmente recuperado, cosa que no ocurría con su estado de inconsciencia, que persistía, aunque los indicadores cada vez daban resultados más alentadores; fue muy gráfico al comentar que "era como si estuviera despertando a cámara lenta".
El propio galeno les acompañó a la habitación, en la que entraron, viendo en la única cama existente un cuerpo tumbado boca arriba. Inicialmente, dada la penumbra reinante (motivada a que en las diferentes pruebas realizadas al paciente, este, aun con los ojos cerrados, denotaba síntomas de rechazo a la luz) apenas se distinguían sus facciones, pero poco a poco, los ojos de los visitantes fueron acostumbrándose a la semioscuridad, y Antonio se llevó el susto más grande de su vida: el rostro de aquel joven era idéntico al que se reflejaba en la fotografía que había podido ver del difunto Plácido. En ese momento fue consciente de que, aunque no conocía la explicación, aquel joven de 15 años que estaba postrado en una cama de hospital, era la misma persona que todo el mundo creía muerta desde hacía 60 años.
Varios días después, el 27 de abril de 1993, a las 8 de la mañana, Antonio recibió una llamada del doctor Valcuende, médico del Juan Canalejo, quien comunicó que el joven desconocido había recobrado el conocimiento.
Al llegar al hospital, junto con su compañero, les estaban esperando varios médicos, que inmediatamente les hicieron pasar a una sala de juntas, donde les explicaron que por el momento no era factible entrevista alguna con el paciente, dado el intenso grado de shock en que se encontraba, que le impedía, entre otras cosas, articular palabra alguna. Luego pasaron a comentarles a grandes rasgos hasta donde habían podido llegar a través de los diferentes análisis y pruebas de todo tipo efectuados al enfermo, quizas confiando en que los datos obtenidos por los investigadores complementaran de alguna forma dichos resultados y arrojar alguna luz. Así, comenzaron explicando que habían obtenido datos suficientes para demostrar que la edad real de aquel joven era superior al menos en unos 50 años a la que representaba, y que su milagrosa conservación se debía a un cúmulo de factores favorables tales como permanecer inanimado durante todo ese tiempo, siendo mantenido en perfecto estado por la colonia de lapas que se había instalado en su cuerpo en una particular simbiosis, al beneficiarse del efecto del limo que segregaban los moluscos, que además contenía elementos químicos que lograban mantener la tersura de la piel, amén de que su absorción a través de la epidermis había servido tanto para la conservación de los órganos internos como, dadas sus propiedades proteínicas, para la alimentación propiamente dicha, manteniendo además una estabilidad en la temperatura del cuerpo. La única faceta negativa era el profundo estado de inconsciencia que le provocaban los componentes narcóticos que poseía aquella sustancia. La verdadera conclusión era que aquello se aproximaba mucho al tan buscado elixir de la eterna juventud.
Placido abrió los ojos, y pese a que la habitación estaba en semipenumbra, la luz le produjo en ellos un impacto brutal; era como si se le clavaran alfileres; tuvo que volver a cerrarlos de inmediato, no sin antes exhalar un debil quejido de dolor. Sentía una sensación muy extraña. Trató de incorporarse y la extrema debilidad que sentía no se lo permitió.
De pronto, sintió a su lado una voz femenina que le hablaba con suavidad: -Trata de evitar movimientos bruscos y de no abrir mucho los ojos. Mantenlos entrecerrados hasta que te acostumbres a la luz. Llevas mucho tiempo con ellos cerrados y tienes que adaptarte-. Hizo caso a aquellos consejos, y al poco tiempo comenzó a distinguir algunas imágenes, aunque muy borrosas y oscuras, que no era capaz de identificar. Pese a que sus pensamientos eran muy deshilvanados y tenía grandes dificultades para razonar, como si tratase de fabricar ideas y la mente no le obedeciese, trató de ubicarse, pero los recuerdos se mezclaban como si todos juntos quisieran aflorar simultáneamente. Trató de interrogar a su acompañante, pero su garganta fue incapaz de emitir sonido alguno. Poco a poco, las imágenes que le rodeaban fueron haciéndose más concretas, y logró distinguir totalmente a aquella mujer. Era joven, morena y vestía completamente de blanco. De nuevo se dirigió a él: -Voy a avisar al médico de que has despertado. Vas a quedarte solo un momento, pero no te preocupes, que enseguida vuelvo-
Al quedarse solo, se entretuvo inspeccionando la estancia. Era una habitación amplia, en la que apenas había mueble alguno salvo un pequeño armario metálico. En la parte alta de la pared, sobre una repisa, había un extraño artilugio, que le recordaba vagamente a un espejo, pero el cristal era opaco y grisáceo. Le llamó la atención que pese a su escaso atractivo estético (tenía una forma parecida a la de un cajón), ocupase un lugar tan destacado en la habitación. A la derecha, se apreciaba un gran ventanal en cuya parte exterior había unas persianas cerradas casi totalmente, que apenas dejaban pasar la luz del día, a cuyo contacto tuvo que entornar de nuevo los ojos.
En ese momento entró la mujer de blanco acompañada de un hombre vestido con una bata de idéntico color. Este llevaba colgado del cuello una especie de cable. Se acercaron a él, lo destaparon y le desabrocharon la chaqueta del pijama. El hombre utilizó el cable que llevaba al cuello introduciéndose dos de sus extremos (terminaba en una especie de antenas) en sus oidos, y adosando el extremo restante, algo similar a un gran botón, al pecho de Plácido. La mujer le levantó el brazo, y le puso un pequeño tubito de cristal en la axila; le bajó nuevamente el brazo y le pidió que mantuviera el brazo pegado al cuerpo un rato. Pasados unos minutos volvió a sacarselo y se lo quedó mirando detenidamente: -36,5, normal, doctor- exclamó. Este, al tiempo que se sacaba el aparato de los oidos, le contestó: -las pulsaciones también son normales. Mírale la tensión-, y así continuaron haciéndole una serie de pruebas que a él le parecían extrañísimas.
A los dos dias de despertar, con la ayuda de aquella mujer que le acompañaba casi permanentemente, consiguió incorporarse e incluso se levantó, aunque no pudo mantener el equilibrio, y tuvo que volver a acostarse. -tenemos que ir poco a poco-, comentó Rosa, que así se llamaba aquella mujer, y era enfermera de aquel hospital donde estaba ingresado, sin saber como ni por qué, ya que su memoria no funcionaba y nadie le daba explicación alguna.
-mañana volvemos a intentarlo otra vez-; así fue, y consiguió avanzar unos pasos. A los pocos días su movilidad había aumentado a pasos agigantados, ayudado por unos ejercicios específicos de fortalecimiento muscular que le obligaban a hacer en el gimnasio del hospital, bajo la supervisión de un monitor, aunque él no sabía muy bien lo que significaba todo aquello. Paulatinamente, a base de ejercicios fonéticos fue recuperando la actividad de las cuerdas vocales; en principio solo consiguió emitir sonidos poco inteligibles, que acabaron siéndo palabras.
Pero lo más complicado de la recuperación estaba en la parte psíquica. Todo el personal relacionado con aquel paciente estaba advertido de hasta donde llegaba su trabajo, teniéndo terminantemente prohibido facilitar información alguna de cualquier tipo, tanto a él como a nadie ajeno al hospital, para evitar una publicidad que pudiera incidir negativamente en la adaptación del paciente a su nuevo entorno, tan diferente de lo que él había conocido anteriormente.
Una psicóloga especializada en socióligía, la doctora Carmen Borrero, fue la encargada de la reeducación del joven marinero. Tenía instrucciones concretas de mantenerle oculto, en la medida de lo posible, para evitar traumatizarlo, el prolongado periodo de tiempo que se había mantenido inconsciente y las especialísimas circunstancias que rodeaban el caso. Su labor comenzó por orientarle en los conceptos más básicos, como si de un niño de parvulario se tratase. Una vez que estuvo centrado en ello, llegó la hora de aclararle a grandes rasgos los principales conceptos relativos a la evolución tecnológica que había tenido lugar en los últimos 60 años. Pese a la buena capacidad de asimilación mostrada por Plácido, persona muy despierta, algunas de las cosas que se trató de explicarle no conseguía asimilarlas, por ejemplo, él entendía perfectamente que para llegar en coche desde Coruña a su pueblo, el recorrido durase la cuarta parte de tiempo de lo que él recordaba, pero no comprendía el complejo proceso de que lo que estaba sucediendo a miles de kilometros de distancia se pudiese ver simultáneamente a través de aquella especie de caja magica que el había confundido inicialmente con un espejo, y que como el lector habrá adivinado, no era otra cosa que un televisor.
Al cabo de unos días, Carmen consiguió que el muchacho estuviese medianamente preparado para enfrentarse con ciertas garantías al mundo actual. El siguiente paso fue buscarle un habitat en el que no se sintiera extraño, y en este caso, quien mejor que su propia familia, o lo que quedaba de ella, para que se aclimatase. Con tal motivo, el comité encargado del caso se puso en contacto con el sobrino de Plácido para comunicarle todos los pormenores del asunto, y aun cuando desde la entrevista con los investigadores estaba con la mosca detrás de la oreja sobre el motivo de aquel interrogatorio, lo que no se esperaba de ninguna manera era semejante bombazo. Pese a la lógica sorpresa, denotó alegría al enterarse y una gran predisposición a hacerse cargo de su tío como si de un hijo más se tratase.
Al cabo de un tiempo, inició la convivencia con su nueva familia. Inicialmente, todo el fuerte proceso de recuperación que había pasado, unido al fuerte shock que le produjo el conocer el fallecimiento de su madre y su hermano, unidos al de su hermana -en su conciencia tenía todavía tenía fresca, dado el largo paréntesis que había tenido en su vida, la penosa muerte de ésta-, afectó a su estado de ánimo, mostrando un carácter taciturno y reservado, muy lejano de su natural forma de ser. Poco a poco, con la ayuda y el cariño de sus sobrinos y sobre todo de los hijos de éstos, dada la similitud de edades (al menos en apariencia), consiguió adaptarse a su nuevo ambiente.
Ante lo limitado -sobre todo por obsoleto- de su nivel académico, que se podría asemejar al de un niño de seis años, lo primero que hicieron fue tratar de aportarle una formación. Para ello, y previendo lo traumático que sería para él incluirlo dentro de un grupo escolar, decidieron contratar a una profesora particular que le inculcara los conocimientos más básicos en jornadas muy intensivas, con objeto de acelerar al máximo su capacitación.
Pero era en ese terreno en lo único que estaba desfasado, porque en las restantes facetas era prácticamente un superdotado. Dotado de unas condiciones físicas envidiables, pese a la aparente endeblez de su constitución, cualquier actividad deportiva desconocida para él hasta aquel momento, que compartía con sus sobrinos-nietos, la dominaba al poco tiempo, pareciendo un consumado especialista. Habilidoso para cualquier clase de trabajo manual, tenía buenos conocimientos de carpintería, albañilería, e incluso era un notable cocinero: sus guisos de pescado estaban como para chuparse los dedos, y no hablemos de las sardinas asadas, pura delicia.
Pese a que la adaptación a su nuevo entorno era evidente, en la mentalidad de Plácido no acababa de entrar la filosofía de vida de la sociedad actual, siempre marcada por las urgencias. Así, no acertaba a comprender el motivo por el que los coches estuviesen capacitados para superar los 200 kilometros por hora, pese a que estuviese prohibido circular a velocidades muy inferiores. ¿que objeto perseguia aquello?. Otra cosa que le sorprendía era la obsesión de la gente por el dinero. Aun reconociendo la importancia de tenerlo, ya que era necesario para poder vivir, veía que la gente perdía los mejores años de su vida en obtenerlo, de tal forma que por mucha cantidad que acumulasen, que invertían en general en teóricas mejoras en su calidad de vida, les restaba tiempo y tranquilidad para gozar de ello, salvo el disfrute que pudieran representar algunos lujos esporádicos, tales como asistir a espectáculos públicos, banquetes o vacaciones -tuvo que aprender el significado de esa palabra, que anteriormente nunca había oido-
Dentro de su propio entorno familiar, también le parecía extraña y poco enriquecedora la falta de comunicación que había entre sus componentes: las conversaciones de sobremesa, que en su anterior forma de vida eran parte fundamental de la vida familiar, prácticamente no existían, al estar todo el mundo pendiente del televisor. También las relaciones con el vecindario le dejaron asombrado, ya que acostumbrado como estaba a considerar a los vecinos como parte de la propia parentela, con los que se compartían penas y alegrías, se sorprendía que su familia ni siquiera conociera a algunos de los ocupantes del propio inmueble donde residían. Existía un evidente aislamiento social que a su sencillo entender no conducía a nada bueno.
En cuanto a los avances tecnológicos, viéndolos con la curiosidad lógica del que no está adaptado a ellos, pese a la admiración inicial que le provocaban, llegó a la conclusión de que su evolución era contraproducente, porque, salvo excepciones, las ventajas que aportaban en cuanto a perfeccionismo y agilidad iban dirigidas a suplir o disminuir la mano de obra humana, circunstancia que, evidentemente, provocaba una pérdida de empleo en los diversos sectores, que redundaba en beneficio para unos pocos, y el consiguiente perjuicio de la mayor parte de la sociedad, acentuando con ello, entre otras desventajas, las diferencias sociales. Resumiendo, que a su entender todo ello derivaba en un serio deterioro de la convivencia y consecuentemente en un progresivo empeoramiento en la evolución de la comunidad.
Su triste conclusión final era que la gente era mucho más rica y estaba más preparada que la de la época que él había conocido, pero mucho menos feliz, y el camino andado era difícil de desandar.
Un día, a su regreso de la clase particular, percibió en el ambiente que algo malo ocurría. Pronto le pusieron al tanto de lo sucedido: su sobrino había sufrido un infarto en el trabajo y permanecía ingresado en la unidad de cuidados intensivos del hospital en un estado tan delicado que hacía temer seriamente por su vida.
Las siguientes jornadas fueron la viva estampa de la tristeza. A medida que el tiempo transcurría, el estado del enfermo era cada vez más crítico y ya se preveía la cercanía de un fatal desenlace. La familia no le abandonaba ni un solo instante, temerosos de que el óbito se produjese en cualquier momento, y se turnaban durante las veinticuatro horas del día en la incómoda e impersonal sala de espera del hospital
Pero un buen día, cuando la situación era más desesperada, tanto que parecía irreversible- apareció un pequeño resquicio para el optimismo y es que, como último recurso, se había tomado la decisión de practicarle un transplante de corazón, única alternativa viable para poder salvar su vida, aunque las probabilidades de éxito eran bastante remotas.
Aquella posibilidad rompía nuevamente los esquemas del bueno de Plácido, que de ninguna manera hubiera podido imaginar que tal operación fuese factible.
Con la mayor urgencia, pues cualquier demora pudiera ser fatídica, se llevó a cabo la delicada intervención, que tras unos días de incertidumbre con un postoperatorio ciertamente complicado, derivó en un resultado totalmente satisfactorio.
Aquel dramático acontecimiento tuvo como resultado adicional un cambio radical en la filosofía de Plácido, percatándose de que los avances de la ciencia que él tanto había puesto en entredicho, habían tenido una aportación decisiva para salvar la vida de una persona tan querida y, consecuentemente, los progresos de la tecnología no podía considerarlos tajantemente nocivos. En resumen, había llegado a la conclusión de que era mucho mejor dejar que la bola del mundo siguiese dando vueltas, porque cada época de la vida tiene sus peculiaridades.
La razón de la actitud de los vecinos era que en la habitación principal de la casa, a la que se accedía subiendo las estrechas escaleras de madera que comunicaban el negocio con la vivienda, el propietario, Ramón Vázquez, pasaba las últimas horas de su vida postrado en aquel viejo camastro de madera de castaño que había servido de lecho conyugal tanto a su matrimonio como a varias generaciones anteriores; el pálido rostro estaba perlado por minúsculas gotas de sudor, producto de la fiebre que lo consumía. La maldita epidemia de gripe, que llevaba ya más de un mes haciendo estragos entre los vecinos de la localidad, contándose los muertos por docenas, le había tocado con su mano como en un siniestro juego de lotería, y se hallaba debatiendose entre la vida y la muerte.
La edad de Ramón, 33 años, era ciertamente temprana para abandonar este mundo. Pese a su juventud, se trataba de un hombre experimentado y bregado en mil lances. Con 18 años, su inquietud le había llevado a dejar su oficio de marinero -que había iniciado apenas con doce años enrolándose como marmitón en uno de los viejos buques balleneros con base en aquel puerto- y decidirse a cruzar el Atlántico en busca de fortuna, yendo a dar con sus huesos a Nueva York, donde pasó siete años plagados de vicisitudes, trabajando denonadamente en las más variopintas actividades, desde la dura descarga en los muelles de Brooklin hasta la arriesgada labor de limpiacristales en alguno de aquellos gigantescos edificios que, alzándose desafiantes, coronoban la gran urbe, y desde donde había visto caer y estrellarse contra el suelo a más de un camarada. Tras hacerse con un aceptable pecunio, la morriña pudo con él y retornó a sus raices, tomando al poco tiempo en matrimonio a Adelaida Arijón, una joven de la localidad siete años menor que él. Fruto de ello, pronto aumentó la familia, primero con Rogelia, la mayor, y cuando ésta aun no había cumplido los cuatro años nació Placidiño. En aquel momento los chiquillos tenían cinco y un años de edad , y para su suerte no eran conscientes de la dimensión de la tragedia que allí se estaba desarrollando. Adelaida, además, esperaba un nuevo vástago, hallándose embarazada de cuatro meses. Habían constituido una familia realmente feliz hasta que llegó aquella lacra.
El enfermo era consciente de que su vida tocaba a su fin. A la inevitable aflicción de abandonar tan joven este mundo, se veía aumentada, hasta sumirle en la desesperación y en la impotencia, por la situación de indefensión en que quedaba su familia, aun sin pasar grandes estrecheces económicas. Una mujer sola con dos niños de corta edad, a lo que había que añadir lo que viniera, eran demasiado vulnerables como para quedar sin amparo alguno, y pese a que la familia cercana de ambos cónyuges era numerosa, no había entre ella, al menos a su juicio, nadie que le aportase garantías suficientes para asumir su protección ante las adversidades de todo tipo que indudablemente les sobrevendrían en el incierto futuro que se les avecinaba.
En un momento dado, como desafiando a la extrema debilidad que sentía, hizo acopio de las fuerzas de flaqueza que le quedaban, y pidió quedarse a solas con su esposa. Las diez o doce personas, entre familiares y amigos, que llenaban la estancia, la abandonaron de inmediato, y el matrimonio se quedó solo. El levantó la mano despacio y con una seña le indicó que se acercara. Así lo hizo Adelaida, con los ojos enrojecidos por el llanto, aunque intentando aparentar serenidad; se aproximó a la cabecera de la cama, postrándose de rodillas, e instintivamente, con una mano enlazó cariñosamente la de su esposo, mientras que con la otra mesaba sus cabellos con toda la dulzura de que era capaz. Este, con voz cansada, empezó a hablar:
-Mujer, esto se acaba y quiero despedirme de tí. Te ruego que no me interrumpas en lo que te voy a decir. Me queda poco tiempo y deseo aprovecharlo. Quiero decirte que en los pocos años que pude disfrutar de tu compañía me hiciste muy feliz, y deseo también que tú lo sexas cuando ya no estemos juntos. Non hace falta que te diga que cuides mucho de los niños, porque sé que lo vas a hacer igual que hasta ahora. Si con el tiempo quieres rehacer tu vida, que no te lo impida mi recuerdo, porque cuentas con mi beneplácito. Tu eres joven y buena persona, y no te mereces el castigo de tener que pasar sola el resto de tu vida.
También te pido que nuestro hijo que va a nacer, se llame igual que yo- su voz se iba tornando cada vez más débil, presagiando la inmediatez de un fatal desenlace.
Hay algo que nunca te dije, porque hasta ahora no fue necesario. Cuando vine de los Estados Unidos, traje unos cheques al portador del Banco Mantrust de Nueva York, que dejé guardados por si alguna vez nos hacía falta el dinero. Están escondidos en....-
No pudo terminar la frase, la debilidad le había arrastrado hasta un estado comatoso que se presagiaba irreversible. Adelaida ya no pudo reprimir más el llanto. Bañada en lágrimas, corrió ansiosamente a avisar a los que estaban fuera, aunque en su fuero interno era consciente de que poco se podía hacer ya, salvo lo que se hizo, que fue reclamar al párroco para que administrase al enfermo los últimos sacramentos "in artículo mortis". También fue avisado el Notario de Carballo, el licenciado D. Andres Regueiro Vazquez, quien pocas horas despues, ante la asistencia de varios testigos, y con la ayuda de un escribano, redactó la siguiente acta de testamento:
“En la Villa y Puerto de Cayón a once dias del mes de noviembre de mil novecientos diez y ocho:
Don Ramón Vázquez Fernández, natural y vecino de este puerto casado con Adelaida Arijón natural de la misma, hallándose enfermo y temiendo a la muerte al parecer de los testigos presenciales, se halla con capacidad legal para otorgar su testamento en la forma y tenor siguiente.
Primero; declara haber tenido dos hijos llamados Rogelia Vazquez Arijón, de cinco años de edad y Placido Vazquez Arijon de año y medio de edad, hijos legítimos del matrimonio de don Ramón Vazquez Fernández y doña Adelaida Arijón, y ésta hallándose en estado interesante, si viene a luz lo que tiene en sus entrañas lo reconoce como hijo legítimo del matrimonio de la arriba dicha.
Segunda clausula declara haber profesado la Religión Cristiana
Tercera; deja a sus hijos arriba dichos todo lo que adquirió de soltero acreditándolo con escritura pública___________________________________________
Cuarta; que adquirió en compañía de su esposa Adelaida Arijón la mitad de una finca que acreditará con escritura pública__________________________________
Quinta; nombra a su esposa arriba dicha como cumplidora testamentaria de sus hijos habidos y próximos a haber si viene a luz, siendo usufructuaria de todos sus bienes mientras sus hijos sean menores de edad___________________________________
Sexta; la parte piadosa de entierro y honras y cabo de año queda a voluntad de su esposa____________________________________________________________
Termino mi testamento verbal siendo así mi última voluntad habiéndoseme leido en presencia de los testigos todos naturales de este puerto que lo son Antonio Ramos, Generoso Viñas, José Berdia, Francisco Castro, Valentín Queiro y Pedro Cotelo. No firma el testador por no poder”
Durante los siguientes días, en aquella casa todo fue tristeza. El silencio era tan elocuente que hasta los niños, de natural alegres y traviesos, se habían tornado extrañamente apagados. Adelaida estaba como ausente, y solo vivía para sus hijos, a los que no tuvo desatendidos ni un solo instante. Poco a poco, con el paso de los días, la casa fue recobrando vida y el instinto de supervivencia primó sobre la inmensa pena que embargaba a la joven viuda, que haciendo de tripas corazón, volvió a convertirse en la mujer activa que era antes de que ocurriera la desgracia. Fue entonces cuando recordó las últimas palabras de su esposo moribundo. Aquellos cheques de banco americano ¿donde estarían?. Como el negocio permanecía todavía cerrado desde la muerte de Ramón, lo único que le sobraba era tiempo para buscarlos, así que se puso a registrar todos los rincones de la casa en su procura. Comenzó por los sitios donde era más probable que estuviesen guardados, pero ante la esterilidad del rastreo siguó con el resto de la casa. No quedó ninguna dependencia sin poner patas arriba, desde la bodega hasta el fallado, pero fué inútil. Los cheques se habían esfumado. Nunca más supo de ellos. Ese nuevo revés, lejos de hundirla, le hizo sacar fuerzas de flaqueza pensando que si habian vivido hasta ahora sin aquel dinero podían seguir haciéndolo. Lo único que había que hacer era trabajar con ahinco, porque nadie le iba a regalar nada, y defender a sus hijos con uñas y dientes. Así lo hizo, y pronto consiguió rehacerse, tanto en el manejo del negocio como emocionalmente. Y así, la vida siguió su curso, hasta que el 19 de marzo de 1919 nació el último vástago de la saga, a quien se le impuso el nombre de Ramón, de acuerdo con los deseos de su fallecido padre.
Por el Corpus de 1933, Rogelia Vázquez, que había cumplido los diecinueve años, se había convertido en una moza morena y de belleza radiante.
Aquel día estaba ataviada con el tradicional traje festivo y tenía ese encanto inherente a la juventud, aderezado con un semblante en el que se reflejaba una ilusión especial, y ello se distinguía claramente en el brillo de sus negros ojos, que delataban su elevado estado de ánimo. El origen de aquella alegría desbordante no era otro que Antón, un joven marinero un par de años mayor que ella a quien conocía desde siempre, pero con el que hacía varios meses que tonteaba, se había decidido a dar el paso definitivo y se lo había dicho la misma mañana. Era tan feliz que hasta aquellos accesos de tos que durante los últimos tres días la estaban ahogando parecieron desvanecerse por completo.
Desgraciadamente, aquello solo era un espejismo, porque esa misma noche la tos volvió, y se inició un proceso febril que le provocó escalofríos que recorrían incesantemente su cuerpo; su madre, Adelaida, que la veló durante toda la madrugada, cuidándola con mimo y aplicándole incesantemente paños húmedos en la frente, se vió sumida en la desesperación al ver que no solo la fiebre evolucionaba hasta hacerla desvariar, sino que los accesos de tos eran cada vez más fuertes y frecuentes, con un sonido cavernoso que nada bueno presagiaba, y la aparición de manchitas de sangre en el pañuelo que utilizaba, terminó de hacer patente la extrema gravedad de la situación.
El médico fue avisado a primera hora de la mañana siguiente y poco después visitó a la enferma. Cuando salió de la situación, no hizo falta que hiciese ningún comentario. La misma expresión de su cara, en la que se reflejaba una mezcla de pena e impotencia, evidenciaba lo irremediable de la desgracia: la maldita tuberculosis se había cebado en aquella muchacha, sin que le quedara alternativa alguna de salvación.
A los siete días del Corpus de 1933, el triste tañido de la campana de la iglesia parroquial, anunciaba a los cuatro vientos como una preciosa flor se marchitaba para siempre.
Durante el entierro en el Camposanto de la Insua, en aquella ceremonia de intenso dolor rodeada por el respetuoso silencio del vecindario, la desesperación de la madre solo era comparable a la de Anton, que estaba destrozado. Era como un muerto viviente. Su juvenil estampa estaba deteriorada como si le hubiesen echado veinte años encima.
El golpe había sido tremendo, pero todo el mundo pensaba, echando mano del tópico: -el tiempo lo cura todo y ya se recuperará-. Se equivocaban de medio a medio. Nunca lo hizo, hasta el punto de que se mantuvo fiel a la finada durante toda su vida, que fue longeva. Todavía poco antes de su muerte, a la edad de 85 años, Antón evocaba sus lejanos y escasos momentos de felicidad al lado de su querida Rogelia.
La noche del 25 de Mayo de 1933, Adelaida Arijón, una viuda que recientemente había pasado el desgraciado trago de perder a su hija Rogelia de 19 años, víctima de un brote de tuberculosis que había asolado toda la región, dormitaba de forma inquieta, con la respiración entrecortada. Algo la hizo despertar repentinamente, y al abrir los ojos vió, a través del ventanuco de la habitación que daba al muelle, la luz azulada de un rayo. Se levantó y miró hacia el puerto, observando que se había originado un fortísimo oleaje, y a unos trescientos metros del dique el mar se estaba literalmente tragando una pequeña embarcación de pesca. El corazón se le puso en un puño al identificar aquella tarrafa como "A Gaivota", donde faenaba el segundo de sus hijos, Plácido, de 15 años de edad. La impresión fue tan intensa que no pudo resistir aquella visión y cayó desmayada.
Cuando se despertó apuntaban las primeras luces del alba. Recordando lo que había vivido, se dirigió nuevamente al ventanuco, sorprendiéndose de no apreciarse señal alguna de aquel naufragio; por el contrario, lucía el sol y el mar apenas se movía con una ligera marejada. Algo aturdida, se vistió apresuradamente y bajó a la habitación de sus hijos, a los que, con un suspiro de alivio, vio durmiento plácidamente. No obstante, lo que había visto esa noche era tan real que no podía tratarse de un sueño, teoría reforzada por haberse despertado en el suelo al pie del ventanuco. Estuvo intranquila durante todo el día, pensando en la trágica visión que había tenido y que a ella le parecía tan real.
Aquella tarde, como habitualmente cuando el mar lo permitía, el joven Plácido se pertrechó con ropa de faena, compuesta por un jersey grueso, camisa de franela, pantalón de pana y botas de goma, complementado con una especie de chubasquero amarillo. Cuando salía, se encontró con su madre, que venía del Rosario. Nada más verse, le espetó nerviosamente:
-!Por favor, Placidiño, no vayas hoy al mar¡-
-¿Y por que no voy a ir?-
-La noche pasada tuve una visión de que "A Gaivota" se iba a pique. Creo que fue un aviso-
-Mire, mamá, yo no creo en esas cosas, y además, si no voy a faenar ya me dirá de que vamos a llenar la tartera-
-Puede que tengas razón, pero lo que ví fue tan real que tengo mucho miedo de que te pase algo-
-Pues entonces no hay más que hablar-
"A Gaivota" salió a faenar sobre las ocho de la tarde. Tanto el tiempo como el estado del mar eras más que aceptables para la pesca. La tripulación la formaban cinco hombres, todos miembros de la misma familia: el Patrón, Evaristo Lareo, de 50 años; su hermano Manuel, de 47; los hijos de éste, Juan y Manuel, de 20 y 18, y su sobrino, Plácido Vázquez, de 15.
La marea fue productiva, aunque las capturas se hicieron al principio algo de rogar. Después de varias posturas estériles, sobre la 1 de la madrugada dieron con un buen banco de sardinas a unas tres millas a la altura de Suevos. A las dos y media, bien cargados de pesca, iniciaron el regreso. Al llegar a las proximidades de Barrañán, el mar comenzó a embravecerse repentinamente, con olas tan altas que a veces remontaben la pequeña embarcación. Pero no era eso lo que asustaba a los tripulantes, sino el hecho de que no había forma humana de evitar que la fuerza del oleaje empujase la tarrafa hacia los bajos allí existentes como si fuera una cáscara de nuez. Pese a los denodados esfuerzos por evitar aquellos rompientes, en un momento dado se produjo el inevitable choque, que resonó, mezclado con el ruido del mar, como si de una gran explosión se tratara. Los dos hermanos y su padre no sobrevivieron al choque, en tanto que los otros dos marineros reaccionaron con rapidez tirándose al agua antes de que éste se produjese. El patrón Evaristo, buen nadador, tras orientarse con la luz del pequeño faro de Barrañan, comenzó a bracear vigorosamente. Con gran esfuerzo, al cabo de un cuarto de hora consiguió llegar a las proximidades de tierra, pero su grado de agotamiento era tan grande que no pudo evitar que las olas le aplastaran contra las rocas.
En cuanto a Plácido, peor nadador que su tío, despues de un gran derroche de energía para evitar ser devorado por el remolino que tragaba los restos del barco, fue vencido por el cansancio y poco a poco fue perdiendo el conocimiento. Un golpe de mar levantó su cuerpo, que fue a parar a una corrientada en medio de las olas, la cual comenzó a arrastrarle en paralelo a tierra hasta acercarlo a los acantilados del monte de la Atalaya. Cuando parecía inevitable que iba a sufrir similar destino al de su tio Evaristo, machacado contra las rocas, su cuerpo quedó preso de un remolino que lo absorbió en un instante. Allí desapareció y nada más se supo ya de él.
Corrían los últimos días del mes de setiembre de 1935. El tiempo era soleado, pero un frio viento del nordeste, procedente de más alla de los lejanos acantilados de Cabo Prior, entraba ululando a través de la bocana del puerto, atacando en oleadas desde todas las esquinas y callejuelas del pueblo y terminaba viaje, o al menos eso parecía, clavándose con saña en nuestros huesos con un efecto similar al de una puñalada. Acababan de concluir las fiestas patronales con más pena que gloria, porque el ambiente que se respiraba entre la población era enrarecido y como de tensión contenida -tal como la calma que precede a un temporal-, presagiando en cierto modo la tragedia fratricida que, para desgracia de todos, pocos meses después nos tocaría vivir. Las relaciones entre la mayor parte del vecindario, o al menos entre los simpatizantes de las dos corrientes políticas imperantes, eran de gran tirantez, y lo que se valoraba del prójimo no eran sus cualidades humanas, sino la identificación en las ideas. No obstante, y como si quisiesen apurar al máximo las últimas gotas de sentido del humor que les quedaban antes de que toda aquella oleada de terror y muerte se les viniese encima, por aquel entonces la sucesión de situaciones anecdóticas era contínua.
A la sazón, yo tenía 15 años, y pese a que mi madre, viuda y con la tremenda desgracia de haber perdido a mis dos hermanos hacía unos dos años, en el corto intervalo de tres meses -uno devorado por el mar en el naufragio de la pequeña embarcación donde faenaba, y la otra víctima de un brote de tuberculosis que asoló toda la región-, cuidaba de mi con verdadera obsesión, fácilmente burlaba su control -o al menos eso creia- y puede decirse que vivía literalmente en la calle. Mis compañeros de fatigas Manuel y Juan, por mal nombre Barrutos y Riolas, respectivamente, eran el complemento ideal, sobre todo para las cafradas a que teníamos acostumbrados a los restantes 875 habitantes del pueblo. El primero de ellos, alto y pelirrojo, con una fealdad magnificada por sus dientes de conejo, tan acusada que se hacía hasta simpática, era bravo como un jabato, pero bastante inocentón, lo que lo hacía frecuentemente víctima de las bromas de los otros dos, aunque había que hilar muy fino para medirlas, pues la natiraleza de su carácter, taciturno y acomplejado, dificultaban la reconciliación. En cuanto al segundo, bajo, rechoncho y cejijunto, con ojos muy menudos y vivarachos, que generalmente adornaba en sus proximidades con unas legañas notables, era flojo como el caldo de castañas, pero estaba dotado de una inteligencia e imaginación para lo ruin que metia miedo: porque nadie, absolutamente nadie, podía sentirse tranquilo si se encontraba al alcance de sus malévolas maniobras.
Pese a que aquellos no eran años de abundancia, y donde más se notaba era en el plato, el hecho de vivir en un pueblo donde el mar asomaba por cada esquina abría un amplio abanico de posibilidades gastronómicas, puesto que si la carne no sabíamos ni siquiera de que color era, exceptuando las fiestas patronales -eran épocas en que a las rayas curadas al sol se les llamaba bistés de invierno-, el pescado y algún que otro marisco estaban al alcance de cualquiera que tuviera la suficiente habilidad o imaginación para hacerse con ellos. Nosotros particularmente teníamos un sistema con el que se demostraba que el mar no era solamente despensa, sino también mesa y mantel, y es que en la base de las paredes de las rocas proximas a la playa, completamente cubiertas de mejillones -tanto que vistas de lejos más que peñas parecían minas de carbón a cielo abierto-, quemabamos tojo seco, que al arder provocaba que los bivalvos se abrieran como la cueva de Ali Baba, dejando al descubierto una carne sonrosada que devorabamos con avidez, sin necesidad de arrancar la concha del molusco de la piedra. también recuerdo que en aquel tiempo no se apreciaba la carne de buey de francia, marisco como todos sabemos exquisito,ya que injustamente se menospreciaba por su gran abundancia, hasta el punto de que, cuando los barcos faenaban y alguna pieza se enganchaba casualmente en sus redes, se devolvia al mar arrancándole previamente las pinzas, ya que se decía que dañaba las nasas, destrozando los cordajes para devorar cualquier cosa que quedase atrapada en ellas. Pero todo cambió a raiz de que estábamos en el puerto haciendo una cachela para asar millo y entró en el muelle una tarrafa cargada con una marea de sardinas, lo que nos vino bien para, aprovechando la buena disposición de los tripulantes, hacernos con un par de docenas de este sabroso pescado. En el medio del peixe venían unas cuantas pinzas de buey, que por no tener donde tirarlas arrojamos a la lumbre. Al comenzar a torrarse empezó a expanderse un aroma muy peculiar, que hizo que probaramos aquella carne, comprobando lo que nos habíamos perdido hasta entonces, ya que era tan exquisito aquel sabor que a partir de ese momento se convirtió en nuestro manjar más predilecto. pero por desgracia la alegria duro poco, porque en seguida trascendió nuestro descubrimiento y las piezas comenzaron a escasear al empezar a aparecer hasta quien pagaba por hacerse con ellas, con lo que nosotros, artífices del asunto, tuvimos que pasar lambiendo y retornar a los consabidos mejillones ¡y gracias!....
El 23 de marzo de 1936 pisé la Coruña por primera vez en mi vida. Durante los dos días anteriores, con buen tiempo y una bajamar inferior al 0,30, fuimos a la marea capturando más de 20 kg. de percebes, que como en el pueblo no cotizaban, ya que en cada familia habia alguien que habia ido a ellos para consumir -he de decir que se acostumbraba intercambiar con los labradores su equivalencia en peso por patatas, bastante más valoradas por aquel entonces-, decidimos ir a venderlos a la capital, para sacarles 4 perras. Sin decir nada a mi madre, que hubiera puesto el grito en el cielo, pegué un madrugón de padre y muy sr. mio, ya que teniamos que coger el coche de las 9 y había una tirada de varios kilometros desde el pueblo hasta donde salia el coche de linea, por lo que a las 7 y media comenzabamos una caminata cuesta arriba, llegando a la parada con un cuarto de hora de antelación. Unas dos horas despues estábamos en el alto de Santa Margarita, desde donde se dominaba toda la ciudad: en primer término el acueducto de Los Puentes, más alla, se divisaba la bahia de riazor a cuyo fondo se alzaba majestuosa la torre de Hercules. Creo que fue en aquel momento cuando decidí que yo iba a ser ciudadano de alli por encima de todo, aunque, como se verá, llegué a serlo por motivos totalmente ajenos a mi voluntad. Bajamos la cuesta de santa Margarita, adentrándonos en la plaza de Pontevedra y San Andrés, donde estaba la plaza de Santa Catalina, final de trayecto.
Lo primero que me llamó la atención al bajar del coche fue la dureza del asfalto, acostumbrado como estaba a pisar tierra y lama. Luego me fijé en una enorme mole de edificio en Santa Catalina esquina con el Cantón, el Banco Pastor, y me pareció increible que pudiese levantarse algo tan grande sin que se derrumbara. Riolas era el único que conocia, aunque muy superficialmente, la ciudad, y a indicación suya nos adentramos por las calles Estrella, Olmos y Galera, hasta desembocar en Riego de Agua, donde había una marisquería que, según él, pagaba bien. Efectivamente, alli estaba el bar "la barra", frente al teatro Rosalía. El escaparate del local, junto a la puerta, estaba completamente abarrotado de mariscos y pescados de una gran calidad, llamandonos especialmente la atención un centollo macho de unos 4 kilos de peso rojo como la grana. Entramos y nos dirigimos a un hombre que estaba fregoteando cubiertos dentro del mostrador, que a la sazon era el dueño del local, y nos espetó con cara de pocos amigos: -¿y vosotros que quereis?-, a lo que contestó Riolas: -traemos percebes pa vender- -pero que carayo de percebes traeredes vos, con semejante pinta- e inmediatamente salté yo, picado en mi amor propio, abriendo una de las faltriqueiras donde los guardabamos y esparramando una buena parte por encima del mostrador: -estos- dije con cierta chulería. Al ver aquella hermosura, al individuo aquel se le pusieron los ojos como platos, porque realmente eran unas piezas no solo de buen tamaño, sino que eran como debe ser un percebe, anchos y de cabeza colorada, -hombre, no estan mal- replico el tasquero -os los pago a dos pesetas el kilo- ante esto, hicimos ademán de recoger la mercancía, pero nos frenó, y despues del consabido regateo nos los pagó a 3,50. Salimos de allí con el dinero en el bolsillo, que nos duro intacto unos 50 metros, justo hasta que entramos en La Gijonenca, aunque no lo gastamos todo, sí dejamos allí una buena parte del botín, mercando aquellos deliciosos dulces de los que dimos buena cuenta andando por la calle Real y los cantones, devorándolos con tal fruición, que parecía que eran los primeros pasteles que comíamos en nuestra vida (autentica realidad por cierto). Tal era así que los transeuntes que pasaban se quedaban pasmados mirando a aquellos tres famentos, y no es raro, porque ver la pinta que teníamos, vestidos con ropa raida y calzados con zuecos, con las caras pringadas de merengue, llamaba realmente la atención.
Una vez consumado el atracón, y como quiera que faltaban unas 6 horas para que saliera el coche de linea de las 7 y media, decidimos dar una vuelta para conocer la ciudad, por lo que nos dirigimos hasta la plaza de Maria Pita, donde admiramos el palacio municipal. Despues nos adentramos por la ciudad vieja y visitamos el jardin de San Carlos, viendo desde su galeria el puerto y el majestuoso castillo de San Anton, enclavado en un islote próximo a tierra. Se trataba de un antiguo penal que ya no se utilizaba como tal desde hacía muchos años, siendo sustituido por la prisión del parrote, que quedaba a nuestra derecha, encima de la playa. Posteriormente fuimos a conocer la torre de Hercules, a donde nos dirigimos atravesando Orillamar, que por aquel entonces era poco mas que un camino de carro. Pasamos por delante del cementerio y alli, sentada en un banco, habia una mujer de unos 60 años, vestida con harapos y con la cabeza cubierta por un pañuelo negro, por el que asomaba una cara en la que se traslucían claramente los devastadores efectos de los excesos en la bebida. Se dirigió a nosotros con voz aguardentosa, pidiéndonos un patacón, que, no se si por piedad o por miedo, le dimos de inmediato. Luego supimos que aquella anciana era "La Zamorana", que antiguamente había oficiado de ramera en el barrio chino, y ahora de vieja,en una triste paradoja, por no tener donde caerse muerta dormia en el cementerio. Contaban que en cierta ocasión un operario de la fabrica del gas que por alli pasaba una noche oscura, se llevó tal susto al oir aquella voz tremebunda que desde el interior del camposanto le pedía fuego y volverse y ver aquella cara horrible asomándose por la verja, que el pobre hombre creyó estar ante un cadaver resucitado en estado de putrefacción y no lo pudo resistir: cayó muerto alli mismo.
Despues de conocer la Torre, a la que nos dejó subir un tio de barrutos, que trabajaba alli como farero, y admirar el grandioso paisaje que desde allí se divisaba, regresamos bajando por la calle de la Torre, Campo de la Leña y calle de Panaderas; cuando transitábamos por esta última, delante de nosotros, cojeando ostensiblemente, iba un individuo vestido con un mandilon de color gris, que llevaba colgada del hombro derecho una camara de fotos de acordeon; su mano izquierda tiraba de las bridas de un gran caballo blanco de madera que se deslizaba sobre ruedas con gran estruendo sobre el adoquinado de la calle.
Aquel personaje, a quien Riolas reconoció, era el cojo Novoa, un fotógrafo de los jardines del Relleno que pasaba por ser uno de los coruñeses peculiares de la época. Como fotógrafo, era la auténtica negación. Era tal la falta de puntería en el enfoque, que los clientes salían siempre desmembrados. Cuando no le faltaba un trozo de cabeza, era un brazo o una pierna, no se sabe si por defecto del punto de mira de la cámara o (y esto era lo más verosímil), por las continuas cogorzas que se cogía.
En un momento dado, el cojo tropezó en un bache y a punto estuvo de caer. Con gran esfuerzo, consiguio mantener el equilibrio a costa de soltar las bridas del caballo, que comenzo a coger velocidad cuesta abajo perseguido desesperadamente por el cojo, que con una celeridad impropia de su condición fisica, a punto estuvo de alcanzar el corcel, pero en última instancia tropezó nuevamente y cayo cuan largo era, quedando tendido sobre la via del tranvia, vehículo que en aquel preciso instante acababa de irrumpir de forma traicionera procedente de la calle Cordoneria, echandose encima del pobre cojo, quien pese a moverse rapidamente no pudo evitar que las ruedas pasasen por encima de su pierna derecha, que quedo tronzada. La gente (en aquellos momentos coincidia la hora del cierre del mercado de la plaza de los huevos y aquello estaba lleno de pescantinas) se arremolinó alrededor del pobre hombre. Una mujer gritaba histérica: -¡por favor, chamen unha ambulancia!-; a lo que repuso el cojo: -¡no, chamen a un carpinteiro, que a perna e de madeira!-.
Tras celebrar jocosamente aquel suceso, seguimos ruta por San Andres, no sin antes hacer una parada en "la proveedora gallega", la fábrica de chocolates que aun existe en la Estrecha, donde volvimos a reponer fuerzas a base de onzas de chocolate del de "hacer". Al llegar a la plaza de Santa Catalina, nos llamó la atención un hervidero de gente arremolinada que alli había. Nuestra curiosidad nos llevó a abrirnos paso como buenamente pudimos para ver la causa de aquel tumulto; la estampa era realmente curiosa: se trataba de un hombre alto, de barba, vestido con un traje brillante, de chaqueta entallada, que cubria la cabeza con una especie de gran vendaje. Estaba de pie, y frente a èl, sentada en una silla, había una mujer con los ojos tapados con un antifaz. El le decía: -Argentina,Argentina (y dirigia su dedo indice hacia una señora del publico) -¿que tiene esa señora colgada en el cuello?... "me da ya" que lo sabes, Argentina, "me da ya" que lo sabes- y decía la tal Argentina: -una medalla-; y todo el mundo rompió en aplausos; el del vendaje aprovechó rápidamente aquel fervor para poner a la venta unos papelitos de color rojo:-conozca su futuro por 10 céntimos- decía, y le quitaban los papelitos de las manos, al tiempo que un carterista compinchado con la pareja les limpiaba los bolsillos a los espectadores más despistados.
En el pueblo había dos tabernas, la cantina de la costa, situada encima mismo del puerto, al que se accedía por una especie de escalerona tallada en una peña, y la tienda del tio Romualdo, esa especie de mezcla de negocios en el que se vendía desde zuecos hasta alubias, pasando, por supuesto, por todo tipo de vinos, licores y aguardientes. Estaba ubicada en la entrada del pueblo, nada más girar por la curva de la Sospecha, viniendo desde Coruña. Nosotros, aunque por edad no nos correspondía frecuentar esos ambientes, éramos asiduos de ambos negocios, sobre todo del segundo, donde pasabamos las horas de las oscuras tardes-noches del invierno, escuchando a la luz del candil de gas, las historias antiguas que nos contaban los viejos, entre las que predominaban las de la Santa Compaña; más de un susto tenemos pillado al interpretar equivocadamente toda suerte de ruidos nocturnos, movidos por nuestro miedo, en el corto trayecto que iba de la tienda a nuestra casa. Uno de los mejores narradores que allí había era el señor Florencio "o pulpeiro", que era quien más nos amedrentaba al unir su facilidad de palabra a una voz muy peculiar, cavernosa, que parecía de ultratumba, posiblemente cultivada a base de vino clarete y copas de caña, a cuyo trasiego era Florencio muy aficionado. Barrutos, que era un avezado imitador de todo tipo de sonidos y reclamos, simulaba aquella voz a la perfección. Una noche, estando en la cantina asando unas castañas en la lumbre de la lareira, llegó un vecino con la triste noticia de que aquella tarde el señor Florencio, que había ido a coger pulpos a las piedras de la Insua, se cayó al mar y se ahogó. Aunque desgraciadamente ya conocíamos, sobre todo yo, dadas mis desafortunadas circunstancias familiares, la muerte de cerca, quedamos hondamente impresionados por aquella tragedia, dado el aprecio que sentíamos por el bueno de florencio, hasta el punto de que decidimos dejar de ir por la taberna, al menos por un tiempo.
Pero como la vida sigue, pocos días despues estábamos allí de nuevo, en animada conversación. Entre otros contertulios figuraba Curros, un marinero de unos 30 años y bastante engreído, que siempre estaba alardeando de su gran valentía. En un momento dado exclamó Riolas: -ofrecéronme unha peseta e creo que vou a perdela, porque pa cobrala teño que ir a leira do meu tio Genaro a coller uns repolos, e non me atrevo porque e noite pechada e hay que cruzar pola veira do camposanto - Curros, tal y como el otro esperaba, metió baza: - xa empeza a cheirar a merda, che, non sei si alguen se cagaría polos pantalóns - - vai ti si es tan home-, le replicó Riolas -si me das a peseta vou- proposición que fue aceptada de inmediato -en media hora estou aqui cos repolos- indicó al tiempo que salía por la puerta. Nada más desaparecer, salimos como alma que lleva el diablo y cogimos el atajo del cementerio, a donde llegamos en escasos minutos, escondiéndonos en un recoveco que había al lado de la verja, desde donde se divisaba por un agujero el sendero que venía desde el pueblo. Yo me situé de vigía, y al cabo de unos momentos vi acercarse a Curros a paso apresurado. Miraba nerviosamente para todas partes denotando un desasosiego que ponía muy en entredicho su presunta audacia. Al llegar a la altura de la verja, a indicación mía, Barrutos, imitando la voz del difunto Florencio, dijo con gravedad: -Cuuurrooos, son O Florenciooo; si fas o favooor, vai a xunta de Barrutos e dalle un pesoooo, que llo pedín prestado e morrin sin pagarllooooo, e mentras non llo devolva estou no purgatorioooo. Dallo pronto, que aquí fai moita calooor...-
Aun no había terminado de hablar cuando Curros puso pies en polvorosa, llegando en unos instantes a la tienda, totalmente pálido y desencajado: -veño de falar cun morto- decía poco antes de que llegáramos y que Barutos recibiera el ansiado duro.
El 18 de julio de 1936, como desgraciadamente todos sabemos, estalló la guerra. Bueno, una de ellas, la oficial, ya que fuera de los frentes de batalla había otra mucho más cruel y traicionera. La aparente calma existente en el pueblo durante el día solo turbada con la llegada de algún correo con malas nuevas procedentes del frente, se transformaba muchas noches en trágica algarabía, al oirse ruidos de motor a lo lejos que presagiaban la llegada de los "cuneteros", cuya macabra comitiva provocaba gritos y pasos apresurados en las casas, huyendo la mayor parte de la gente, a medio vestir, despavorida a esconderse, generalmente en las cuevas marinas existentes en las numerosas furnas que rodeaban la pequeña península, en muchos casos comunicadas entre sí, donde permanecían hasta las primeras luces del alba. Hubo un vecino, Sabino Verdía, que por no salir de su casa pagó con el precio más caro: su cadaver apareció al borde de la carretera de Carballo, a la altura de la ermita de los Milagros, con un agujero de bala en la nuca. Su delito, al menos en apariencia, fue haber moceado hacía años con la mujer de Antolín Baños, un jefecillo de la falange de Laracha. Eran épocas en que las miserias humanas más recónditas afloraban en toda su intensidad, y una vida humana pasaba a depender del capricho de cualquier atorrante con delirios de grandeza.
En esta texitura, mi madre, que tras las desgracias familiares sufridas, estaba aterrorizada, con una obsesión rayana en el desequilibrio porque a mi pudiera pasarme algo, un buen día cogio lo más indispensable, cerró la casa y nos fuimos, sin tiempo para despedirnos, a vivir a La Coruña, pensando, con una lógica aplastante, que en un sitio donde no nos conocieran estaríamos lejos del peligro que conllevaban las envidias y celos que ya habían costado la vida a mas de uno. A fines de noviembre del 36 llegamos a la ciudad y nos instalamos provisionalmente en el domicilio de unos familiares, en Adelaida Muro, frente a las hermanitas, donde estuvimos un par de semanas hasta que encontramos un pequeño piso de alquiler en la plaza de Pontevedra, encima del Bar Borrazas, donde por aquella epoca paraban los coches de linea procedentes de la comarca de Bergantiños, que eran 2 o 3. Mi madre arrendó un puesto de fruta en la Plaza de Lugo y se puso a trabajar de inmediato, porque económicamente estabamos en las últimas, y yo empecé a estudiar en el Ferrolán, con el curso ya comenzado. No tardé a adaptarme tanto a los estudios como a la vida de ciudad y a mis nuevos compañeros, pese a que poco tenían que ver con mis viejos amigos. Acababa de cumplir 17 años y mis inquietudes, como las de cualquier muchacho de mi edad, eran el futbol -que anteriormente no conocía, ya que en el pueblo el único deporte que se practicaba era la villarda - y los bailes;la explanada de la plaza de Pontevedra, en los recreos y al salir de clase, cubría perfectamente la primera de ellas, en tanto que para la segunda, cuando había dinero para la entrada, producto de alguna marea de percebes en las piedras de la Torre o el Portiño, me iba los domingos a la palloza, a la pista de la fábrica de tabacos, cuyo ambiente era bien diferente de los bailes a los que estaba acostumbrado, que se hacían en una especie de alpendre anexo a una tienda de comestibles que había en Lagoa, cerca de mi pueblo, animadas por un acordeonista, donde como te emocionaras mucho en la danza las gallinas que por allí correteaban te cagaban en la copa de coñac. En Tabacos, bailar se bailaba poco, pero follones los había cada domingo. Raro era el día que mis amigos y yo no estábamos inmersos en alguna pelea multitudinaria en lo más álgido del baile. Una de las broncas tuvo transcendencia en mi futuro inmediato, al estar presente en el salón el Sr. Marsó, un hombre que frisaba los 50 años, propietario del gimnasio del mismo nombre en la calle de la Galera, quien me dijo que al día siguiente, si podía, pasase por su local si quería ganar un dinero haciendo lo que más le gustaba, es decir, pelearme.
Al día siguiente hice mis primeros pinitos en el apasionante mundo del boxeo. Comencé "haciendo guantes" en el gimnasio, donde llevé mis primeros golpes, que fueron muy numerosos, al tener que entrenar con gente de edad similar a la mía pero con años de experiencia en el cuadrilátero, siendo conocedores de un buen montón de trucos que tardé un tiempo en asimilar. Pero pese a los cardenales, existía un clima de camaraderia y no me fue nada difícil entablar nuevas amistades, que me ayudaron a ir entrando de forma definitiva en el ambiente de la ciudad. Una de ellas era Pepe Mañana, perteneciente a una familia muy numerosa de la Ciudad Vieja. Nunca llegué a saber a ciencia cierta cuantos hermanos eran, pero la cifra era tan considerable, que cuando había una boda en alguna casa del barrio iban a alquilarle la pota de la comida a la familia Mañana, para poder hacer el convite, detalle muy orientativo sobre el nivel de las economías familiares de la época.
El gimnasio donde nos ejercitábamos estaba en la entreplanta de un edificio situado al fondo de un callejón ciego de la calle de la Galera; en los bajos del citado local se había instalado una bolera americana, que tenía mucho éxito por aquel entonces, sobre todo en lo que a ambiente nocturno se refiere, ya que a altas horas alternaba por allí numeroso público, en general de lo más selecto, al menos en lo que a capacidad adquisitiva se refiere, predominando además, dados los tiempos que corrían, los adictos a la causa nacional, que ya por aquel entonces se preveía claramente ganadora de la contienda en curso. Al olor del dinero, acudían asimismo muchas chicas de la vida de los numerosos locales de alterne del centro de la ciudad, una vez que estos cerraban. Era realmente curioso el contraste de los vestidos de lentejuelas de las chicas con las camisas azules de los falangistas, que yo creo que no se las quitaban ni para bañarse.
Como quiera que allí se necesitaba personal para levantar los bolos tras cada tirada de los jugadores -"plantar", se llamaba en el argot-, y que algunos soltaban generosas propinas, al salir del gimnasio nos dedicábamos a ello un par de horas al menos, y raro era el día que salíamos con menos de dos o tres pesetas cada uno en el bolsillo. Cierto día, ante la ausencia de clientela, Pepe Mañana, Saturno y yo, para no aburrirnos sacamos una bola a la calle, y nos situamos en el cruce de la Galera con el Torreiro y el callejón del Salón París, formamos un triángulo y comenzamos a lanzarla uno a otro (con gran esfuerzo, toda vez que el peso era de unos 8 kilos). En un momento dado, a Saturno, poseedor de una considerable fortaleza física, se le fue la mano al lanzar la bola hacia Pepe, sobrepasándo a éste por alto, con la mala suerte de que por el callejón del París apareció un militar de uniforme, que al ver venir hacia él un objeto esférico, se sacó la gorra y dijo: -¡Va miaaaaa!- y a continuación le dio tal cabezazo a la bola que yo creí que la había roto. Desgraciadamente, lo que rompió fue una ceja, por la que empezó a sangrar profusamente, cosa que apenas llegamos a ver, antes de poner los pies en polvorosa. Este incidente significó el final de mi carrera pugilística, pues el propio señor Marsó nos recomendó a los tres que no volvieramos por alli en una buena temporada, porque nos andaba buscando la policía militar, y no precisamente para felicitarnos, por lo que era mejor que no nos localizasen por la cuenta que nos tenía.
Como oriundo que era de puerto de mar, mataba buena parte de mi tiempo libre en el muro, donde no me costó trabajo entrar en el ambiente, aprovechando la amistad de marineros de mi pueblo enrolados en pesqueros con base en La Coruña. En aquella atmósfera me encontraba como pez en el agua, matando en cierto modo la morriña que sentía de mi gente de siempre. Muchas tardes solía frecuentar unos barracones instalados en la Palloza, frente a la Fábrica de Tabacos, donde se expedían, a precio muy económico, parrochas y jurelos fritos en Seín, una grasa elaborada a base de cocer las vísceras de las merluzas, que suplía, con bastante más pena que gloria, al aceite, que estaba al alcance de muy pocos. No es que aquello fuese un bocado exquisito, pero en los tiempos que corrían, cualquier cosa que engañase a la hambruna era realmente bienvenida.
La situación de precariedad era grande, y en las paupérrimas despensas familiares no eran pocos los productos de primera necesidad de los que se carecía, y si en alguna ocasión se quería comprar algo extraordinario -si extraordinario se le puede llamar, por ejemplo, al aceite o al azúcar- había que rascarse a fondo los maltrechos bolsillos y acudir al inevitable estraperlo, que ya por aquel entonces comenzaba a hacer su aparición. Otra opción era la de utilizar la picaresca, técnica
que suele surgir sin necesidad de aprendizaje cuando la necesidad acucia, y a la que el pueblo llano no tenía más remedio que echar mano. Cuantos coruñeses tienen matado el hambre con las algarrobas que robaban en el cuartel de Intendencia, cuyo destino era servir de menú a los burros de carga del ejército, y los esfuerzos que había que hacer para poder evacuar aquel alimento tan constriñente. Hubo quien, a la vista de las tremendas dificultades que ello representaba, tentado estuvo a utilizar un berbiquí que hiciese la función de sacacorchos.
Al respecto de lo antes comentado, recuerdo un día en que me prestaron una bicicleta y me fuí a dar un paseo por la ciudad. Cuando transitaba por la calle Arturo Casares, de un camión del que estaban descargando mercancía para un almacén, se cayó un bidón de aceite, con la mala suerte -para ellos- de que al chocar con una esquina de la acera se agrietó, provocando una pérdida de líquido que rápidamente se esparramó por la calzada.
Al ver aquello, frené en seco y me bajé de la bici sin molestarme siquiera en apoyar el pedal en el bordillo para que se mantuviese en pie. Me dirigí a la gran mancha de aceite que iba creciendo por momentos, y me eché al suelo cuan largo era, comenzando a rebozarme en el grasiento líquido, y me arrastré sobre él hasta que mi ropa quedó completamente pringada.
Cuando llegué a casa, la patente y justificada indignación de mi madre se borró radicalmente cuando se percató de lo bien que íbamos a comer en los días sucesivos. Había que verla como se esforzaba torciendo la ropa sobre una pota para aprovechas el preciado líquido hasta la última gota, mientras yo, dentro de la tina de madera que hacía las veces de bañera, intentaba, con gran esfuerzo, hacer desaparecer los grasientos restos de mi pelo y piel mediante innumerables friegas de jabón Samba.
Durante el verano de 1937, recuerdo con agrado nuestras jornadas de baño en la playa del Orzán, con partidillo de fútbol incluido, que llegaba a durar las 6 o 7 horas que permitía la marea, aunque lo abandonábamos esporádicamente para darnos un chapuzón en las frias aguas cuando el cuerpo lo pedía.
Yo, al criarme en un pueblo marinero, había aprendido a nadar desde muy niño -pese a que existe un dicho, inexacto a todas luces, sobre la torpeza de las gentes del mar al respecto-, en tanto que mis amigos, a excepción de un par de ellos que a duras penas conseguían mantenerse a flote, nadaba "al plomo". Cierto día, a uno de los primeros, Pacucho el del Gurugú, se le ocurrió meterse más de lo aconsejable, dada la respetable resaca que había, y que en un santiamén lo alejó de la orilla. Al verse en apuros, comenzó a pedir auxilio. No había en la playa nadie más que nosotros en aquel momento, y el único con alguna ligera posibilidad de ayudarlo era yo. Tardé unos instantes en decidirme, pero al final, quizas recordando que su único hermano había perdido la vida un par de meses antes en el frente de batalla, muy lejos de su desconsolada madre, me tiré al agua sin pensármelo mucho.
Braceé con fuerza hasta llegar cerca de él, al tiempo que le pedía a gritos que dejara de luchar contra el mar, que hiciese la plancha y se dejase ir porque estaba casi agotado. Cuando conseguí que se tranquilizase y siguiese mi consejo, la resaca comenzó a arrastrarlo, y yo le seguí nadando lentamente a la braza para ahorrar esfuerzos al máximo, evitando aproximarme demasiado a él, porque en su situación desesperada había un evidente riesgo de que se agarrase a mí y nos hundiríamos sin remisión.
Tuvimos la suerte de que el mar nos fue llevando durante unos trescientos metros en paralelo a la playa, en dirección hacia la coraza. Yo quería parecer tranquilo y le animaba insistentemente, pero en mi fuero interno estaba cagado de miedo. Cuando pasábamos a pocos metros de las rocas que bordean la coraza, le grité con todas mis fuerzas: -¡Ahora, nada fuerte hacia las rocas, sin miedo!-. Me hizo caso, y yo le imité. Con la energía que nos daba la desesperación, llegamos al borde de las rocas, y con la ayuda de un pequeño golpe de mar conseguimos caer encima de una de ellas. Las magulladuras fueron tremendas, y las aristas de la propia piedra y los mejillones agarrados a ella nos produjeron múltiples cortes por los que sangrábamos profusamente, pero ni lo notamos. Lo único que importaba es que estábamos vivos. Pacucho se me abrazó y se puso a llorar. Había visto la muerte muy de cerca. A partir de ese día volvió a la playa, pero nunca más tocó el agua salada ni para mojarse los pies.
En el mes de setiembre, pude ver cumplido uno de mis más grandes anhelos: Regresar a mi pueblo y volver a ver a mis amigos ¡tenía tantas cosas que contarles!. El día siete de ese mes, víspera del día de los Milagros, aproveché el viaje de una tarrafa de la sardina que salía de la dársena de La Coruña, y a las dos horas y pico entrabamos por la bocana del puerto.
Nada más desembarcar tuve un emocionado encuentro con mis viejos camaradas, a quien no veia desde mi marcha, hacía casi un año, ya que las dramáticas circunstancias del momento les habían impedido, al igual que a mi, realizar viaje alguno por el evidente riesgo que ello entrañaba.
Se llevaron una sorpresa morrocotuda al verme; la mutua alegría del reencuentro llegó a emocionarnos de tal manera que incluso se nos asomó alguna lágrima rebelde.
La fiesta no iba a ser como siempre, ya que las dramáticas circunstancias del momento lo impedían. Ni siquiera iban a celebrarse las tradicionales berbenas. La romería de la ermita, sita en un monte próximo al pueblo, y una ligera mejora en el menú con respecto al habitual eran los únicos atractivos. No obstante, a mi me era más que suficiente, porque lo único que me importaba era disfrutar de la compañía de mis amigos.
Aunque inicialmente estaba previsto, o así me lo había impuesto mi madre, que me quedara en casa de unos tios (la nuestra habíamos terminado por arrendarla, para aliviar las penurias de la economía familiar), finalmente me quedé en casa de Barrutos, ante la insistencia de éste y de su madre, y sobre todo mi propia apetencia.
Aquella misma noche, quizas impulsados por la nostalgia de épocas anteriores, aprovechamos para hacer una de las nuestras.
El tío Romualdo el de la taberna, en la parte de atrás de ésta poseía una huerta de considerables dimensiones, cerrada con un muro de piedra de unos dos metros de altura, coronado con cristales de botella rota que había incrustado previa cimentación de la parte superior de la muralla, como medida disuasoria para posibles intrusos.
Hacía algún tiempo que en dicha finca había soltado varias parejas de conejos, a los que alimentaba abundantemente con berzas y restos de comida. Ante la ausencia de enemigos naturales, en poco tiempo los animales habían proliferado de tal forma, que ni el propio tio Romualdo era capaz de llevar la cuenta de cuantos había. Además, la buena alimentación había hecho que engordaran de tal forma que más parecían corderos que conejos.
Pertrechados con una escalera de madera, nos acercamos sigilosamente a la muralla. Situamos contra la misma la escalera, a la que se subió Riolas mientras Barrutos aguantaba de ella y yo vigilaba la posible aparición de algún vecino.
Por medio de una tanza de pescar y un anzuelo, en el que habíamos pinchado un trozo de zanahoria, iniciamos nuestra particular jornada de pesca. Al cabo de una media hora, obraban en nuestro poder cuatro buenas piezas, que metimos en un saco y nos llevamos a casa de Barrutos, donde Riolas, con su característica sangre fria, los sacrificó, despellejó y limpió.
Al día siguiente, nos acercamos hasta la taberna y le pedimos al tío Romualdo, excelente cocinero, si nos podía guisar unos conejos que mi madre me había comprado en Coruña para traer a la fiesta. Este no puso ninguna objeción, antes al contrario nos dijo que si le permitíamos participar en la comilona, no nos cobraba la preparación y además ponía el vino y el pan gratis. Aceptamos entusiasmados, y aquella misma noche nos pegamos una panzada de categoría, máxime para los tiempos que corrían. En la sobremesa, mientras nos tomábamos unos carajillos, sentenció el tabernero con satisfacción, exaltando el producto: -Menudos conexos que papamos ¡casi eran tan grandes como os meus!-
Por aquellos días se había corrido la voz de que un "can doente" andaba suelto por las inmediaciones del pueblo, lo que provocó que muchos vecinos, pese a ser fiesta, no se atrevieran a salir de sus casas y los que lo hacían era con la máxima prudencia y tomando todo tipo de precauciones. Finalmente se organizó una batida por los montes próximos, sin encontrar rastro alguno del animal, por lo que aquello se atribuyó a una falsa alarma. Pero aun así el vecindario no las tenía todas consigo y cuando tocaba andar por los caminos del extrarradio, en los rostros se reflejaba cierta preocupación.
Siguiendo la tradición, mis amigos y yo subimos en peregrinación al Outeiro, donde estaba la ermita, y asistimos a la misa principal, que era a las doce. Al salir del Santuario, nos quedamos en la explanada que rodeaba la capilla, infestada de casetas de feria, con la idea de tomar el pulpo, como era habitual en esas ocasiones. El problema era que todo el mundo había tenido la misma idea, y no había ni la más mínima posibilidad de encontrar mesa en la pulpeira. Para mayor aflicción, el aroma que emanaba de la humeante caldera de cobre era realmente apetitoso. Ya estábamos planteándonos seriamente la posibilidad de tomarnos el pulpo de pie cuando, en un momento dado, Barrutos se separó de nuestro lado situándose en el medio de las mesas repletas de paisanos que degustaban con aire satisfecho las tajadas depositadas en los platos de madera. Entornó los ojos como si estuviera en trance y de repente comenzó a rosmar amenazadoramente, como si de un verdadero chucho se tratase. En un abrir y cerrar de ojos la zona quedó completamente despejada. La gente, como alma que lleva el diablo, bajaba despavorida por la ladera. Era mucho correr de Dios. Por no quedar no quedaron ni los propietarios del negocio.
Tranquilamente, echamos un vistazo para buscar el sitio más adecuado. Había mucho donde elegir. Vimos una mesa con una jarra de vino tinto y una ración doble, todavía sin empezar. Allí nos sentamos y devoramos las sabrosas tajadas, aun calientes, acompañadas por unas cuncas de tinto que sabían a gloria.
Todo iba perfectamente hasta que del pinar cercano comenzaron a divisarse dos objetos brillantes que se movían: eran los acharolados tricornios de la pareja de la guardia civil, que con su verde uniforme se aproximaba a nosotros. Barrutos, intuyendo a lo que venían, se levantó y salió como una flecha, perdiéndose por el maizal que había detrás de la ermita. El pobre no pudo bajar al pueblo en todo el día, mas por miedo a los resentidos paisanos que a la propia benemérita.
Al cabo de una semana, abandoné el pueblo con menos nostalgia de la prevista, ya que me acompañaba Riolas, a quien invité a pasar una temporada conmigo en La Coruña. Barrutos, con gran dolor de corazón, no podía venir, porque hacía poco que se había enrolado en la tarrafa de un tío suyo, y al acabarse la fiesta, tenía que salir al mar.
Nada más llegar y acomodarse en mi casa, donde fue recibido con gran alegría por mi madre, que lo quería mucho, ya estaba loco por conocer a fondo la ciudad, porque además traía unos duros ahorrados y estaba obsesionado por gastarlos. Le presenté a mis amigos, que lo acogieron con gran simpatía, salvo alguna excepción, que siempre la hay, que quiso aprovechar su condición de pailán para burlarse de él, tomandole evidentemente el número cambiado, pero claro, Riolas era mucho Riolas y el otro tuvo que plegar velas:
-Oye, ¿tú en el pueblo tienes gallinas en casa?- le decía con cierto retintín
-Coño, claro, e teño unhas poucas que teñen o pescozo pelado... e poñen os ovos con plumas-.
Le enseñé todos los rincones de la ciudad que merecían la pena: Bares, cafés, lo llevé al baile, al cine (que lo impresionó), y hasta al futbol y al boxeo en la plaza de toros, pero yo que lo conocía bien, notaba que le faltaba algo y no se atrevía a decírmelo a pesar de la confianza, así que cogí el toro por los cuernos y le dije:
-A ver, deixa de zorrear e dime que carallo queres-
-Joder, e que me enseñas todo menos o Papagayo, e xa o conoce todo o pueblo menos eu. Cando chegue de volta se vai a reir de min todo dios-.
Yo ya me olía una tostada parecida, así que no me quedó más remedio que llevarlo. Una noche nos fuimos hasta allí.
Yo, aunque en conciencia era algo reacio a meter a Riolas en aquel ambiente, debo reconocer que por mi parte no me encontraba ni mucho menos a disgusto en el barrio chino.
Después de un par de vueltas estériles, nos decidimos a entrar en la casa de la Apache. Nos abrió la puerta la encargada y pese a nuestra edad, un poco por debajo de lo permitido en aquel tipo de establecimientos, al reconocerme vagamente, -aun sin ser asiduo debo confesar que había ido algunas veces por allí-, no puso impedimento a dejarnos pasar. Nos guió hasta el salón, situado en la primera planta del edificio (el bajo lo tenían reservado para cocina y comedor, donde de vez en cuando se organizaban ágapes para gente importante, que solían terminar, según dicen, con "fiesta"). Al acceder al salón, que ya de por sí era grande, estando además magnificado por los altos techos de madera donde destacaban las vigas de tea, vimos al fondo, presidiendo la estancia, a la propietaria, doña Pilar, "la Apache", sentada en un gran sillón regio, de madera noble repujada, y cargada de joyas de gran valor; tenía un ademán solemne y su escrutadora mirada vigilaba todo lo que allí pasaba. En asientos mucho más sencillos estaban las chicas, unas doce, a cual mejor, vestidas casi todas con provocativos vestidos de lentejuelas, y cuatro clientes que estaban a "velas vir". A Riolas se le pusieron los ojos como platos. Pedimos unas consumiciones mientras observábamos el ambiente. Me levanté un momento para ir al servicio, y cuando regresé, ya estaba Riolas charlando animadamente con tres pebetas; llevaba la voz cantante, de tal manera que éstas le miraban tan absortas que parecían hipnotizadas. Yo, que conocía todas las facetas de mi amigo menos esa, me quedé estupefacto al ver aquello. Por prudencia, y porque él tampoco me llamó, eludí entrar en la tertulia, manteniéndome al margen y buscando otra compañía. En un momento dado, estaba yo tan entretenido charlando que ni me percaté de que Riolas y una de las chicas habían desaparecido del salón.
Al cabo de una media hora, reapareció con cara de satisfacción, circunstancia que también concurría en su "partenaire", quedando bien claro de donde venían. Casi de inmediato, ví con sorpresa que salía con otra, y a su regreso, repitió la operación con la que restaba. Una vez completada su labor, se acercó a mí, que de tantos coñacs que llevaba en ese intervalo estaba bastante "contento", y me dijo que cuando quisiera que marchábamos, a lo que accedí de inmediato, toda vez que, entre unas cosas y otras, llevábamos allí casi tres horas. Sus nuevas amigas le hicieron una despedida a lo grande.
Cuando salimos a la calle, intenté echarle una bronca, por malgastar el dinero de aquella manera: -Hombre, una vez está ben, pero tres....-. Me repuso: - Que carallo de diñeiro, si viñen sin nada. Subiron conmigo porque lles fixen gracia-. Me quedé helado, ya que por una parte sabía que a mi Riolas jamás me mentía, y por la otra nunca había oido que nadie consiguiera ventilar por la cara a ninguna de aquellas ninfas, y mucho menos a tres de un golpe. Era evidente que mi amigo tenía un don especial, totalmente ajeno a la galanura física -algo de lo que evidentemente carecía-que le hacía irresistible.
Con todo el cúmulo de anécdotas y situaciones divertidas que estábamos viviendo, y en cierto modo cegados por la inconsciencia propia de la edad, nos habíamos olvidado un poco de los tristes acontecimientos que estaba viviendo todo el pais, pero las circunstancias pronto nos devolvieron a la cruda realidad.
Cierto ingrato día, una pandilla de unos 10 chavales pululábamos por el margen trasero de los jardines de Mendez Nuñez, a la altura de La Terraza, y un camión paró en seco delante de nosotros. De su parte trasera bajaron 6 hombres de paisano, pero armados con fusiles, y se dirigieron a tres de los componentes de nuestro grupo, los hermanos "de la lejía", miembros de una familia muy numerosa del Barrio de la Torre, de la que varios componentes eran miembros activos del sindicato de la CNT.
-tenéis que acompañarnos- les indicó el que llevaba la voz cantante. Los tres hermanos traslucían en sus pálidos rostros el miedo que estaban pasando. Uno de ellos, presa de los nervios, hizo un amago de huida, siendo rápidamente agarrado y derribado de un culatazo en la boca, por donde comenzó a sangrar abundantemente. Al ver aquello, la reacción instintiva del resto de los que allí estábamos fue tratar de intervenir. Yo mismo inquirí al cabecilla: -¿Pero que carallo os pasa, que os hicieron?- éste me apuntó con el arma. -tú no te metas, que esto no va contigo-. A continuación los introdujeron en el camión y éste arrancó rápidamente.
Nunca más volvimos a verlos con vida. Ese mismo día fueron fusilados, junto con el resto de sus hermanos -excepto uno que, tras permanecer oculto entre las cajas de lejía del negocio familiar, logró meterse de polizón en un carguero con rumbo a Portugal-, en Punta Herminia, frente a la Torre de Hércules. Según testigos presenciales, fue tanta la crueldad de aquellos individuos, que al más pequeño, de tan solo 15 años, a quien por ser menor de edad en el simulacro de juicio sumarísimo que les hicieron no pudieron condenar a muerte, le aplicaron la ley de fugas. Cuando ya todos sus hermanos estaban muertos, le dijeron que se escapara corriendo por las rocas. Aun no había avanzado 20 metros, cuando el hijo de perra que mandaba el pelotón de fusilamiento, un tal Francisco Freire, dió orden de disparar: al pobre crío lo acribillaron como a una rata.
No fue este, por desgracia, el único suceso lamentable. A nuestro alrededor sucedían de forma cotidiana situaciones tan dramáticas que ponian los pelos de punta. Era una auténtica orgía de sangre. Los amaneceres de cada día eran mudos testigos de las apariciones de cadáveres de los "paseados" en las cunetas, que se podían contar por docenas. Familias enteras quedaban diezmadas. Pocos meses antes, nadie, ni el más pesimista, hubiera podido imaginarse que la condición humana pudiera llegar a esos extremos de degradación y crueldad. No se respetaba a nadie: ni edad, ni sexo, ni vecindaje de toda la vida o incluso a los propios familiares. Solo imperaban dos sentimientos alternativos: el miedo y el odio, dependiendo de que lado estuvieras.
En abril de 1939, con mucha más pena que gloria y con muchas familias destrozadas, acabó la guerra. Yo había terminado mis estudios de bachillerato, y la verdad es que se me habían acabado las ganas de seguir estudiando, así que traté de buscarme un trabajo. Después de unas oposiciones fallidas a Correos, en cuyo resultado sospecho que jugó un papel importante mi escasa adicción al Régimen, obtuve un empleo de dependiente en Calzados La Americana, en la calle de San Andrés, por aquella época la zapatería de moda de La Coruña. Alternaba dicha actividad con la defensa de los colores del club de fútbol modesto Sporting Ciudad, en los diferentes campos que existían por aquel entonces: Explanada de San Diego, La Estrada, La Granja e incluso en ocasiones en el viejo Riazor, en el que pasé mis mayores momentos de gloria, al ganar la final de la Copa de La Coruña y defender los colores del Deportivo en algunos partidos amistosos. Pese a las penurias económicas inherentes a la época (todo el mundo sabe que en la postguerra no era fácil ni siquiera llevarse algo decente a la boca), aquella fue una de las etapas más gratas de mi vida.
En la década de los cuarenta, había en La Coruña una gran proliferación de personajes peculiares, tanto los que pudiéramos llamar pintorescos, genuina representación de aquella "España de charanga y pandereta", como otra serie de gente, cuya simpatía y don de gentes, sazonados con una pizca de picaresca, los hacía especiales.
Por citar un ejemplo de estos últimos, estaba Agustín Suarez Miramontes, "el palletas". Criado en una familia de tres hermanos varones (el menor de ellos, Luis, sería con los años el mejor futbolista de Europa), sus padres poseían un negocio de carnicería junto al Campo Volante, donde Agustín y su otro hermano, Pepe, colaboraban en la atención a la clientela.
Coincidí con el jugando en el Sporting Ciudad, a donde llegó en el año 44, con 18 años. Era un extremo excelente, destacando por su gran velocidad y disparo a puerta, pero era un auténtico "verbenas". Cuando los partidos coincidían en las primeras horas de la mañana del domingo, iban a recogerlo a casa y nunca estaba. Había que buscarlo por toda la Coruña, y cuando aparecía lo hacía en un estado lamentable. Lo llevaban en un taxi al campo de la Granja y despues de una ducha fria en el vestuario, salía a jugar. Aun así lo hacía bien. Empezaba los partidos un poco atorrijado, pero cuando le metían alguna tarascada se cabreaba y metía un gol.
Las tardes de los domingos salía con su novia y otra pareja, y como la economía no era boyante, al menos la suya (la novia trabajaba y tenía sus ahorrillos), y en los acompañamtes concurrían similares circunstancias, no tenían otra alternativa que dedicarse a dar paseos por toda la ciudad, y más tarde, jugar partidas de parchís por parejas (los hombres contra las mujeres) en el café Triana, en el Riego de Agua, a peseta la ficha "comida". Como quiera que tanto Agustín como su amigo eran dos auténticos "trapalleiros", se hinchaban a hacerles trampas a las novias y las desplumaban. La técnica utilizada habitualmente era que cuando les coincidía de "comer" una ficha, mientras movía la suya con el dedo índice, aprovechaba para situar otra con el meñique de la misma mano, en una posición tal, que contando las veinte de rigor les papaba otra. No había domingo que el Palletas y su compinche no salieran de farra después de dejar a las novias en su casa, con 5 o seis duros menos que cuando salieron.
Con su peculiar voz, bastante ronca, y su gracia innata, era un extraordinario contador de chistes. Los sabía de todos los colores. En la carnicería tenían un mandadero, un tal Caridad, que repartía los encargos de los clientes por las casas. Aunque buena persona, era la pura esencia del malhumor, seco y con cara de vinagre. Agustín, mientras le preparaba la carne para llevar, siempre trataba de hecerlo reir, sacando lo mejor de su repertorio, pero era inútil, ya que la respuesta era siempre la misma. Impertérrito, Caridad comentaba: -Pois eu non lle vexo a gracia-. Era la horma de su zapato y lo tenía realmente desesperado.
Un buen día, el recadero, después de oir un chiste de los "escogidos" y reaccionar como siempre, cogió la mercancía y salió a repartirla. Agustín se dio cuenta de que se le había olvidado un pequeño paquete de bistés, que había quedado oculto detrás de la báscula. Salió rápidamente detrás de él para entregárselo, y cual sería su sorpresa cuando se lo encontró en el portal de al lado, con los paquetes tirados en el suelo y descojonándose de risa, de tal forma que no podía parar. Tanta era la mala uva del tal Caridad.
En 1947 retorné a mi pueblo. Aprovechando que los inquilinos de mi casa se habían ido a hacer las américas, me decidí a buscar fortuna explotando el pequeño negocio que éstos habían iniciado en la planta baja de la casa, consistente en una pequeña tienda/taberna al estilo de la que había tenido el tio Romualdo, la cual permanecía cerrada desde el fallecimiento de su propietario, hacía ya algunos años. Mi madre no quiso regresar al pueblo, influenciada por los desgraciados recuerdos que le traía, y permaneció en la Coruña con su trabajo en el mercado.
Enseguida conseguí adaptarme a mi nuevo oficio, acostumbrado como estaba a atender clientes en la zapatería, y las cosas empezaron a marcharme aceptablemente. El local se convirtió rápidamente en centro de reunión de la juventud del pueblo, lo que me producía unos ingresos que me permitían vivir con cierto acomodo.
Allí todavía no se conocía el fútbol, curiosamente la cosa que yo más echaba de menos, por lo que recluté a un grupo de chavales de entre 15 y 20 años, los que a mi parecer reunían mejores condiciones para la práctica del deporte, y comencé a entrenarlos en la playa. Varios de ellos lo asimilaron de tal forma que parecía que no habían hecho otra cosa en su vida, y de hecho alguno llegó a rayar a muy buen nivel en el futbol aficionado.
A los pocos meses de empezar a entrenar organicé un partido en la playa contra mi ex-equipo, el Sporting, y aun cuando el resultado no fue favorable a los del pueblo, cosa lógica, dieron una imagen muy honrosa.
Pero como en esta vida nada dura, pronto comenzaron mis problemas. Una hermana de mi padre que llevaba muchos años emigrada en Nueva York, me había enviado, por medio de un tripulante del "Covadonga", un aparato de radio "transistor", que en aquella época ni se conocía en España. Como quiera que en el pueblo todavía no había instalación de luz eléctrica, era la única radio existente en todo el contorno. Aquel aparato significó una buena ayuda para mi negocio, porque los domingos por la tarde se reunía mucha gente para escuchar el Carrusel Deportivo, dirigido por el inolvidable Boby Deglané, y hasta en ocasiones sintonizábamos a Enrique Mariñas, que narraba en directo los pormenores de los partidos que jugaba nuestro Deportivo. Posteriormente, subiamos al salón del primer piso de la casa, y las canciones dedicadas de la radio amenizaban unas pequeñas sesiones de baile.
Cierto día recibí la visita de un amigo de La Coruña. La alegría inicial se tornó en preocupación cuando me dijo a lo que había venido: Por medio de un familiar que era funcionario de policía, a quien yo también conocía, se había enterado de que alguien había enviado un escrito anónimo denunciando que en mi local todas las noches había reuniones en las que se escuchaba la emisión en español de Radio Moscú, en la que se arengaba a los oyentes con críticas hacia el régimen dictatorial existente en España. Me quedé helado. Aquello era mentira, pero en ese tipo de cosas no hacían falta muchas pruebas para que tomaran medidas drásticas contra cualquiera, por lo que había que reaccionar con rapidez. Ese mismo día cerré el negocio y me fui con mi amigo a La Coruña. En la calle Payo Gómez, al lado de donde yo había vivido, residía y tenía su consulta D. Juan Bermúdez, prestigioso médico que ya me había ayudado en plena guerra civil, al evitar mi incorporación a filas, que parecía inevitable. Me presenté a él acompañado de su hijo Eugenio, que era íntimo amigo mío, y le expuse mi preocupación por lo sucedido. Oyó mis explicaciones con gesto grave, y cuando terminé me dijo que estuviera tranquilo, que dejara el caso en sus manos, que se encargaría de solucionarlo. Y así fue. Jamás nadie me molestó con aquel tema. Le estaré eternamente agradecido.
Pese a ello, yo seguía estando preocupado, porque la misma persona que había cometido aquella bajeza podía intentar hacerme daño nuevamente con mayor éxito en su empeño, así que de la forma más discreta posible me dediqué a intentar averiguar de quien se trataba. Tardé algún tiempo en tener pistas, pero al final lo conseguí. Un vecino mío, cuando se enteró de lo que había pasado, recordó algo que había visto hacía algún tiempo, y, tras atar cabos, rápidamente vino a comentármelo.
Un día había ido a La Coruña para solucionar unos trámites en el catastro relativos a la propiedad de una finca. Al salir de Hacienda, al lado de un buzón de Correos próximo vió a alguien conocido, que tenía un sobre en la mano, y daba nerviosos paseos cerca del buzón como intentando tomar una decisión. Finalmente introdujo el sobre en el buzón y se marchó apresuradamente. Se trataba del dueño de la taberna más próxima a la mía, un tal Abeijón, que ya por algunos detalles sabía que no me quería bien, debido a los celos de que mi negocio funcionara mejor que el suyo.
Tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no cruzar la calle y machacarlo, pero finalmente conseguí controlarme. Ya llegaría mi oportunidad para poner las cosas en su sitio.
Dediqué un tiempo a estudiar concienzudamente los puntos débiles de aquel individuo. No era fácil de engañar, al ser desconfiado en grado sumo y astuto como un raposo. Al final llegué a la conclusión de que la envidia, tal y como me había demostrado, y la avaricia eran los defectos más acusados de nuestro hombre, así que había que buscarle su talón de Aquiles. Pronto, apoyado en una circunstancia casual, una idea me vino a la cabeza:
El tio Eustaquio era un anciano que durante su juventud había estado enrolado como marinero en barcos mercantes, y más adelante había intentado, sin éxito, la aventura americana. Estuvo muchos años en la Argentina, donde se casó y enviudó, y finalmente había sido repatriado, solo y enfermo, para pasar en su pueblo natal sus últimos días.
Se instaló en el domicilio familiar, una pequeña casita, en el centro del pueblo, en la que se echaban en falta los servicios más indispensables, aun para la época. Carecía de retrete y de cocina -se hacía la comida en una pequeña lareira situada fuera de la casa, en la parte de atrás-. El interior estaba muy deteriorado, con las paredes desconchadas y el suelo era de tierra y el techo estaba lleno de goteras. Como quiera que carecía totalmente de medios y no le quedaba viva familia alguna, sobrevivía gracias a la caridad de algunos vecinos.
La enfermedad que arrastraba afectaba de forma degenerativa a las articulaciones, y fue evolucionando hasta quedar totalmente impedido, de tal manera que no tenía capacidad para llevarse la comida a la boca. Entre la gente joven del pueblo, concienciados como estábamos de la dramática situación de aquel hombre, le ayudamos en lo que pudimos, inicialmente organizando una colecta por todo el pueblo, con la que se consiguió dinero para pagar, al menos por un tiempo, a una señora para que lo cuidara. Asimismo, y aun con nuestros limitados conocimientos de albañilería, arreglamos como buenamente pudimos el tejado de la destartalada casa y construimos, anejo a la misma, un pequeño bater, poco vistoso pero efectivo.
Mientras realizábamos nuestro trabajo dentro de la casa, fueron apareciendo diversos documentos, que ordenamos y guardamos en el cajón de una destartalada cómoda, único mueble existente en la casa, además del camastro y un viejo baul, único equipaje que se había traido en su retorno. Entre la documentación encontrada me llamó la atención una carta remitida a nuestro amigo por el Consulado de España en Córdoba (Argentina), en la que se le comunicaba la resolución de las autoridades españolas de subvencionarle el viaje. Ahí me vino la idea. Con el permiso de su propietario me quedé con el sobre, en el que figuraba el membrete del consulado, junto a la dirección Argentina del destinatario, y de inmediato me fui a La Coruña a visitar a un amigo, experto escribano de una notaría de la plaza de Lugo.
Nada más verlo, le expresé mis intenciones y la colaboración que pretendía de él. Aceptó encantado, máxime al conocer todos los pormenores del asunto. Armado de papel y pluma, confeccionó un escrito -tras modificar la dirección del sobre, cambiando la de Argentina por la del pueblo-, en el que yo aporté la idea y él la correcta redacción, haciendo especial hincapié en la utilización de términos jurídicos de la mayor complejidad posible, y una impecable transcripción, por el cual el Consulado de España comunicaba al bueno de Eustaquio que, tras el fallecimiento de un cuñado suyo en la Argentina, le había legado un inmenso patrimonio y una cuantiosa fortuna en metálico.
A primeras horas del día siguiente, el sobre con la carta, por "error" se introducía por debajo de la puerta del bar de Abeijón. Sabía perfectamente que, aunque no era suya, la iba a leer -la curiosidad era otra de sus debilidades-. La carta nunca llegó a su presunto destinatario. Esa misma jornada, Abeijón se presentó solícito en el domicilio del sorprendido tio Eustaquio con una fuente de carne asada, y desde ese momento, el viejo recibió toda clase de atenciones por parte de mi "amigo", pese a lo cual la gravedad de su estado provocó un fatal desenlace al cabo de unos meses, no sin antes haber otorgado testamento a favor de Abeijón, forzado por éste y extrañado por su exagerado interés en conseguirlo, toda vez que el anciano carecía de bienes (incluso la casita no era suya).
Pocos días después del fallecimiento, abeijón vendió el bar, y se embarcó en un paquebote en el puerto de La Coruña con rumbo a la Argentina, imagino que llevando en su equipaje, como oro en paño, el certificado de defunción de Eustaquio y su testamento, decidido a hacerse cargo de la herencia. La cara que se le quedó cuando se enteró de la cruda realidad me la puedo imaginar, pero no tengo certeza alguna, porque nunca más se supo de él, no sé si porque no tenía dinero para pagarse el regreso o por la vergüenza que le sobrevino al darse cuenta de como había caido en aquella trampa, y la evidente consecuencia de ser, caso de volver, el hazmerreir del pueblo durante toda su vida.
Yo, por mi parte, comencé a "hablar" con una moza, hija de un labrador de los contornos, el cual, desconfiado por naturaleza, no estaba muy de acuerdo con el noviazgo, dados mis antecedentes "de ciudad". No obstante, tras la petición de mano, acompañado de un amigo común, persona de la confianza de aquella casa, un patrón de pesca, ya mayor, con el que me unía una gran amistad, y una posterior visita a La Coruña, acompañando a mi futuro suegro para hablar con mi madre, para que no le quedaran dudas, accedió al enlace. Así es que me casé, y al poco regresé a La Coruña, donde establecí un negocio, y poco más que contar hasta hoy, dia en que mi vida, lejos de pasados avatares, transcurre mucho más feliz que infelizmente en la mejor ciudad del mundo, aunque sin olvidarme de mi pueblo natal, que visito con frecuencia para disfrutar de la compañía de mis viejos amigos de antaño.
Marzo de 1993. Aquella soleada mañana, Andrés Martinez y Joaquin Loureiro, aprovechando la bonanza climatológica, se cogieron el coche y fueron hasta la punta Atalaya a coger percebes. La dificultad para la captura era considerable, al tratarse de rocas escarpadas por las que había que descender desde una altitud superior a los 30 metros, por un estrecho sendero, hasta llegar a una pequeña plataforma situada a unos 10 metros sobre el nivel del mar, desde la que la única opción era descender atado a un cabo. Por tal motivo, al llegar a ese punto Andrés se amarró convenientemente, y comenzó lentamente el descenso sujetado por Joaquin; cuando había bajado unos 6 metros y se acercaba, ya con la ferrada preparada, al banco de percebes, en uno de los vaivenes su pie choco contra una arista de piedra, que al estar soportada por tierra se cayó produciendo un ligero desprendimiento, cuyo efecto provocó que una pequeña oquedad existente en la roca, se ensanchase considerablemente, hasta alcanzar unas dimensiones que permitían el paso de una persona hacia el interior. Andrés, empujado por la curiosidad, gritó a su compañero que parase de soltar cuerda, y una vez hecho se encaramó en el interior del hueco, donde la oscuridad era total, pero su oido pudo percibir en el interior pequeños chapoteos de agua que evidenciaban la existencia de una cueva submarina.
Aquella misma tarde, los dos percebeiros pertrechados con utensilios de buceo, entre los que estaban incluidas bombonas de oxígeno, subieron a una zodiac en el puerto, dirigiéndose por mar hacia la zona de la presunta cueva. Una vez allí, anclaron la embarcación y se sumergieron. A unos cinco metros de profundidad, en una zona donde la intensa vegetación submarina dificultaba enormemente la visibilidad, abriéndose paso entre las algas consiguieron localizar la entrada de la gruta. La boca de ésta era bastante ancha, de unos dos metros, pero su altura era escasa, muy ajustada para entrar holgadamente personas corpulentas, como era el caso. Pese a ello, primó la curiosidad sobre la prudencia y se decidieron a introducirse; primero lo hizo Joaquin, seguido de su compañero. A medida que se iban adentrando en la cavidad, comprobaron con alivio que ésta se iba ensanchando, y en un momento dado, emergieron a un recinto de pétreas paredes, al que la luz de las linternas daba un aspecto fantasmagórico.
El techo de la bóveda, en el que despuntaban numerosas estalactitas, se alzaba a unos diez metros de altura y la superficie, también amplia, estaba totalmente anegada por el mar, a excepción de una pequeña plataforma situada justo en el centro de la cueva, sobre la que había una especie de piedra alargada, que destacaba por tener una tonalidad mucho más clara que la de la roca sobre la que descansaba. Al acercarse comprobaron a la luz de las linternas que la roca más blanca lo era en realidad por estar completamente cubierta de lapas; pero lo sorprendente no era eso, sino el hecho de que aquella aparente piedra tenía un movimiento lento y acompasado: !era como si respirase¡.
Quedaron sobrecogidos al comprobar aquello, tardando unos instantes en reaccionar. Cuando lo hicieron, atreviéndose a aproximarse más, vieron que en realidad, tras la apariencia petrea de aquel bulto, lo que había era, increiblemente, una persona.
La noticia corrió como un reguero de pólvora por el pueblo, y la expectación que se levantó fue extraordinaria. Mientras expertos de la comandancia de marina, una vez puesto el hecho en su conocimiento, preparaban concienzudamente la operación de rescate del desconocido, no se hablaba de otra cosa.
Al ignorarse desapariciones en aquellas aguas, al menos desde hacía mucho tiempo, todo el mundo se preguntaba por su identidad, y sobre todo por como había podido llegar hasta allí.
La llegada de la noche tranquilizó el ambiente, aunque en las tabernas siguió hablándose del asunto hasta bien entrada la madrugada. Incluso, con cierta ayuda etílica, empezaron a circular hipótesis que vinculaban el suceso con los extraterrestres que, según las malas lenguas, tenían una base submarina en las proximidades de los bajos de Baldayo.
A primeras horas del día siguiente, se inició el rescate. El modus operandi se centró inicialmente en picar la roca en el hueco del acantilado hasta que su anchura permitiese el paso de un cuerpo de forma más holgada. Esta maniobra se prolongó unas dos horas, dada la dureza del granito; nada más terminar, comenzó a sentirse el zumbido característico de las hélices de un helicóptero, que apareció en el alto de la montaña; tras tomar posición, el aparato quedó estático en el aire pocos metros por encima de la oquedad abierta en el acantilado. Se abrió una compuerta y de ella salió una camilla sujeta con una cuerda que comenzó a descender hasta llegar a la altura del hueco, donde permanecían los dos marineros que lo habían ensanchado; éstos sujetaron la camilla y la introdujeron cuidadosamente en la cueva, y comenzaron a soltar poco a poco cuerda hasta alcanzar la superficie de la gruta, donde un tercer hombre que se había introducido al interior por su acceso submarino manejó con cuidado el cuerpo inerte hasta situarlo en la camilla y despues de amarrarlo pegó a la cuerda un tirón avisador del inicio del ascenso. Así se hizo con la máxima precaución, y muy lentamente se fue sacando de la cueva y se izó hasta el helicoptero que, ante la nube de curiosos que se agolpaban en lo alto del monte, rápidamente salió rumbo al hospital Juan Canalejo de La Coruña.
Durante los tres días siguientes un equipo médico atendió con el máximo esmero a aquel desconocido, que permanecía sumido en un estado de inconsciencia profunda. Una vez que con sumo cuidado para no dañar la piel, consiguieron limpiarlo de las más de trescientas lapas que cubrían su epidermis, y aun quedando bastante deformado por el efecto de las ventosas de dichos moluscos a lo largo de todo su cuerpo, observaron que se trataba de un individuo joven, de unos 17 años, que se hallaba totalmente desnudo. Llevaba colgada del cuello una cadena de oro con una vieja medalla, completamente ennegracida, en la que trabajosamente se podía distinguir una medalla de la virgen del Carmen en cuyo dorso figuraba, de modo casi ilegible, la leyenda: "Plácido Vázquez 17.IV.17".
Poco a poco, con la ayuda de la sobrealimentación por suero, fue mejorando el aspecto del desconocido, que adquirió mejor color y fueron desapareciendo las ronchas producidas en su piel por las conchas de los moluscos. Lo único que permanecía inalterable era el estado de inconsciencia profunda en que se hallaba. No obstante, a medida que fueron pasando los días, los indicadores iban reflejando, aunque de forma muy lenta, una aminoración en dicha situación.
Ante la carencia de otras alternativas, con objeto de obtener pistas sobre la identidad de aquel joven, La Comandancia de Marina y la Guardia Civil, en mutua colaboración, iniciaron una investigación dirigida por dos suboficiales, uno de cada cuerpo: el sargento de marina Antonio Fariñas y el brigada de la guardia civil Emilio Alborés. El primero de ellos contaba con la ventaja de conocer a fondo la zona, al ser natural de Zorrizo, aldea del litoral distante apenas dos kilometros de la cueva donde se descubrió al desconocido.
Al no disponer de otros indicios, centraron las primeras pesquisas en la medalla que llevaba colgada al cuello. Lo primero que les llamó la atención fue que el portador fuese tan joven, puesto que independientemente de la antiguedad de la fecha de la inscripción (podría tratarse de un recuerdo familiar), lo desconcertante era que en la informacion que les habia sido facilidada al hacerse cargo del caso, se reseñaba que las manchas del oro ennegrecido de la cadena alrededor de su cuello se habian marcado tan profundamente en la piel que aparentaban un tiempo de contacto muy superior al de la edad que éste representaba, hecho al que tampoco daban demasiada importancia, al establecer -aunque sin una base científica sólida- una relacion entre este hecho y las condiciones extremas de humedad soportadas durante la permanencia en el interior de la gruta.
Aprovechando la estancia en la zona, el sargento Fariñas se acercó hasta su aldea natal para visitar a su abuela paterna, único familiar vivo que allí le quedaba, ya que sus padres residían con él en Ferrol. Se trataba de una mujer de unos 70 años, muy agradable y locuaz, a la que hacía algún tiempo que no veia. Aunque su intención, no era, ni mucho menos, comentar los pormenores de la misión que allí le había llevado, inevitablemente la conversación acabó derivando hacia ello, y aun tratando de mantener cierto hermetismo en torno a aquel suceso, pensó que una persona conocedora de la zona y con excelente memoria, como era el caso de su abuela, bien podía aportar algo de luz a aquel misterio. En el curso de la conversación, quedó sorprendido de que la buena señora conociese prácticamente al dedillo todo lo que había sucedido desde el descubrimiento de la cueva, hacía ya tres semanas, hasta entonces, pese a que el asunto apenas había trascendido a la prensa, y ello en su aspecto más superficial; lo único que desconocía era el pequeño detalle de la medalla, que al serle revelado por su nieto, provocó una atención inusitada en la anciana, y al conocer el contenido de las inscripciónes que en ella rezaban, exclamó, mostrándose sorprendida: -Plácido Vázquez, eu conozo ese nome. Espera un momento- se levantó de la silla y se dirigió al viejo chinero de castaño que había en la sala. Abrió una de las puertas inferiores del mueble y sacóun viejo album de fotos. Sin decir una palabra, lo colocó encima de la mesa, lo abrió con sumo cuidado y comenzó a hojear cuidadosamente aquellas viejas páginas cubiertas de amarillentas fotos en blanco y negro. En un momento dado se paró y dijo, señalando una vieja fotografía: -este e Placido Vázquez-. Fariñas miró sorprendido la foto, en la que dos jóvenes de unos 17 años, cogidos mutuamente por los hombros en pintoresca actitud, sonreían a la cámara: -Este e o teu abó, e o outro Plácido Vázquez-. Cuidadosamente levantó el papel transparente que protegía la fotografía y la despegó con facilidad del album. En la parte posterior figuraba escrito a plumilla, algo borroso por el paso del tiempo, pero perfectamente legible: "Plácido Vázquez y Manolo Fariñas. La Coruña, 2 de abril de 1933". Doña Natalia explicó a su nieto que su marido y Plácido habían sido amigos desde la niñez, amistad rota trágicamente por la muerte de éste último, desaparecido en el mar pocos meses despues de la fecha de la foto.
Antonio se pasó toda la noche haciendo cábalas sobre el significado de todo aquello. A primera vista, no veia elemento alguno que le ayudase a encajar las piezas de aquel rompecabezas; lo único que tenía claro era la importancia de descubrir que vinculación podía tener aquel desconocido con el difunto Plácido, lo que no era fácil teniendo en cuenta la lejanía del fallecimiento de éste. Lo único que se le ocurrió para avanzar algo en las averiguaciones, fue la de intentar localizar a algún familiar, si es que todavía le quedaban.
Al día siguiente, acompañado de su compañero de investigación, hicieron una ronda por las diferentes tascas de la zona, para contactar con gente con la edad suficiente para que pudiese aportar datos sobre el particular, sabedores de que los marineros jubilados eran tradicionalmente un importante componente de la clientela habitual de las tabernas. No tardaron en obtener resultado en sus pesquisas.
Entre taza y taza fueron enterándose de que poco despues del naufragio, que había tenido lugar en los primeros años treinta (lo que corroboraron posteriormente en su visita al cementerio parroquial, donde estaba enterrado el resto de la truipulación de "A Gaivota") la madre y el hermano de Plácido se habian ido a vivir a La Coruña y ya no habían regresado al pueblo en vida. Sus restos descansaban en el cementerio nuevo del pueblo desde hacía algunos años. Cuando los dos investigadores pensaban ya en partir nuevamente de cero, alguien recordó que Ramón, el hermano de Plácido, fallecido en 1987, tenía al menos un hijo que residía en la Coruña. No fue dificil localizarlo en dicha ciudad. Se trataba de un hombre de 45 años, casado y con dos hijos, que trabajaba en un banco. No era hijo único, sino que tenía otro hermano, algo más joven, que tenía su residencía fijada en Andalucía.
En la entrevista que mantuvieron con Ramón Vázquez, este poco pudo aportarles de nuevo, a excepción de manifestarles la imposibilidad de que el joven aparecido tuviese relación sanguinea alguna con su familia, al ser tan concretas las lineas de descendencia, marcadas por el temprano fallecimiento de sus familiares.
Como último recurso, decidieron, de forma intuitiva, hacer una visita al hospital para conocer a aquel hombre. Habían transcurrido 25 días desde su localización. Antes de entrar en la habitación, mantuvieron una entrevista con el médico de planta sobre la evolución del paciente, manifestándoles que su estado físico era excelente, hallandose totalmente recuperado, cosa que no ocurría con su estado de inconsciencia, que persistía, aunque los indicadores cada vez daban resultados más alentadores; fue muy gráfico al comentar que "era como si estuviera despertando a cámara lenta".
El propio galeno les acompañó a la habitación, en la que entraron, viendo en la única cama existente un cuerpo tumbado boca arriba. Inicialmente, dada la penumbra reinante (motivada a que en las diferentes pruebas realizadas al paciente, este, aun con los ojos cerrados, denotaba síntomas de rechazo a la luz) apenas se distinguían sus facciones, pero poco a poco, los ojos de los visitantes fueron acostumbrándose a la semioscuridad, y Antonio se llevó el susto más grande de su vida: el rostro de aquel joven era idéntico al que se reflejaba en la fotografía que había podido ver del difunto Plácido. En ese momento fue consciente de que, aunque no conocía la explicación, aquel joven de 15 años que estaba postrado en una cama de hospital, era la misma persona que todo el mundo creía muerta desde hacía 60 años.
Varios días después, el 27 de abril de 1993, a las 8 de la mañana, Antonio recibió una llamada del doctor Valcuende, médico del Juan Canalejo, quien comunicó que el joven desconocido había recobrado el conocimiento.
Al llegar al hospital, junto con su compañero, les estaban esperando varios médicos, que inmediatamente les hicieron pasar a una sala de juntas, donde les explicaron que por el momento no era factible entrevista alguna con el paciente, dado el intenso grado de shock en que se encontraba, que le impedía, entre otras cosas, articular palabra alguna. Luego pasaron a comentarles a grandes rasgos hasta donde habían podido llegar a través de los diferentes análisis y pruebas de todo tipo efectuados al enfermo, quizas confiando en que los datos obtenidos por los investigadores complementaran de alguna forma dichos resultados y arrojar alguna luz. Así, comenzaron explicando que habían obtenido datos suficientes para demostrar que la edad real de aquel joven era superior al menos en unos 50 años a la que representaba, y que su milagrosa conservación se debía a un cúmulo de factores favorables tales como permanecer inanimado durante todo ese tiempo, siendo mantenido en perfecto estado por la colonia de lapas que se había instalado en su cuerpo en una particular simbiosis, al beneficiarse del efecto del limo que segregaban los moluscos, que además contenía elementos químicos que lograban mantener la tersura de la piel, amén de que su absorción a través de la epidermis había servido tanto para la conservación de los órganos internos como, dadas sus propiedades proteínicas, para la alimentación propiamente dicha, manteniendo además una estabilidad en la temperatura del cuerpo. La única faceta negativa era el profundo estado de inconsciencia que le provocaban los componentes narcóticos que poseía aquella sustancia. La verdadera conclusión era que aquello se aproximaba mucho al tan buscado elixir de la eterna juventud.
Placido abrió los ojos, y pese a que la habitación estaba en semipenumbra, la luz le produjo en ellos un impacto brutal; era como si se le clavaran alfileres; tuvo que volver a cerrarlos de inmediato, no sin antes exhalar un debil quejido de dolor. Sentía una sensación muy extraña. Trató de incorporarse y la extrema debilidad que sentía no se lo permitió.
De pronto, sintió a su lado una voz femenina que le hablaba con suavidad: -Trata de evitar movimientos bruscos y de no abrir mucho los ojos. Mantenlos entrecerrados hasta que te acostumbres a la luz. Llevas mucho tiempo con ellos cerrados y tienes que adaptarte-. Hizo caso a aquellos consejos, y al poco tiempo comenzó a distinguir algunas imágenes, aunque muy borrosas y oscuras, que no era capaz de identificar. Pese a que sus pensamientos eran muy deshilvanados y tenía grandes dificultades para razonar, como si tratase de fabricar ideas y la mente no le obedeciese, trató de ubicarse, pero los recuerdos se mezclaban como si todos juntos quisieran aflorar simultáneamente. Trató de interrogar a su acompañante, pero su garganta fue incapaz de emitir sonido alguno. Poco a poco, las imágenes que le rodeaban fueron haciéndose más concretas, y logró distinguir totalmente a aquella mujer. Era joven, morena y vestía completamente de blanco. De nuevo se dirigió a él: -Voy a avisar al médico de que has despertado. Vas a quedarte solo un momento, pero no te preocupes, que enseguida vuelvo-
Al quedarse solo, se entretuvo inspeccionando la estancia. Era una habitación amplia, en la que apenas había mueble alguno salvo un pequeño armario metálico. En la parte alta de la pared, sobre una repisa, había un extraño artilugio, que le recordaba vagamente a un espejo, pero el cristal era opaco y grisáceo. Le llamó la atención que pese a su escaso atractivo estético (tenía una forma parecida a la de un cajón), ocupase un lugar tan destacado en la habitación. A la derecha, se apreciaba un gran ventanal en cuya parte exterior había unas persianas cerradas casi totalmente, que apenas dejaban pasar la luz del día, a cuyo contacto tuvo que entornar de nuevo los ojos.
En ese momento entró la mujer de blanco acompañada de un hombre vestido con una bata de idéntico color. Este llevaba colgado del cuello una especie de cable. Se acercaron a él, lo destaparon y le desabrocharon la chaqueta del pijama. El hombre utilizó el cable que llevaba al cuello introduciéndose dos de sus extremos (terminaba en una especie de antenas) en sus oidos, y adosando el extremo restante, algo similar a un gran botón, al pecho de Plácido. La mujer le levantó el brazo, y le puso un pequeño tubito de cristal en la axila; le bajó nuevamente el brazo y le pidió que mantuviera el brazo pegado al cuerpo un rato. Pasados unos minutos volvió a sacarselo y se lo quedó mirando detenidamente: -36,5, normal, doctor- exclamó. Este, al tiempo que se sacaba el aparato de los oidos, le contestó: -las pulsaciones también son normales. Mírale la tensión-, y así continuaron haciéndole una serie de pruebas que a él le parecían extrañísimas.
A los dos dias de despertar, con la ayuda de aquella mujer que le acompañaba casi permanentemente, consiguió incorporarse e incluso se levantó, aunque no pudo mantener el equilibrio, y tuvo que volver a acostarse. -tenemos que ir poco a poco-, comentó Rosa, que así se llamaba aquella mujer, y era enfermera de aquel hospital donde estaba ingresado, sin saber como ni por qué, ya que su memoria no funcionaba y nadie le daba explicación alguna.
-mañana volvemos a intentarlo otra vez-; así fue, y consiguió avanzar unos pasos. A los pocos días su movilidad había aumentado a pasos agigantados, ayudado por unos ejercicios específicos de fortalecimiento muscular que le obligaban a hacer en el gimnasio del hospital, bajo la supervisión de un monitor, aunque él no sabía muy bien lo que significaba todo aquello. Paulatinamente, a base de ejercicios fonéticos fue recuperando la actividad de las cuerdas vocales; en principio solo consiguió emitir sonidos poco inteligibles, que acabaron siéndo palabras.
Pero lo más complicado de la recuperación estaba en la parte psíquica. Todo el personal relacionado con aquel paciente estaba advertido de hasta donde llegaba su trabajo, teniéndo terminantemente prohibido facilitar información alguna de cualquier tipo, tanto a él como a nadie ajeno al hospital, para evitar una publicidad que pudiera incidir negativamente en la adaptación del paciente a su nuevo entorno, tan diferente de lo que él había conocido anteriormente.
Una psicóloga especializada en socióligía, la doctora Carmen Borrero, fue la encargada de la reeducación del joven marinero. Tenía instrucciones concretas de mantenerle oculto, en la medida de lo posible, para evitar traumatizarlo, el prolongado periodo de tiempo que se había mantenido inconsciente y las especialísimas circunstancias que rodeaban el caso. Su labor comenzó por orientarle en los conceptos más básicos, como si de un niño de parvulario se tratase. Una vez que estuvo centrado en ello, llegó la hora de aclararle a grandes rasgos los principales conceptos relativos a la evolución tecnológica que había tenido lugar en los últimos 60 años. Pese a la buena capacidad de asimilación mostrada por Plácido, persona muy despierta, algunas de las cosas que se trató de explicarle no conseguía asimilarlas, por ejemplo, él entendía perfectamente que para llegar en coche desde Coruña a su pueblo, el recorrido durase la cuarta parte de tiempo de lo que él recordaba, pero no comprendía el complejo proceso de que lo que estaba sucediendo a miles de kilometros de distancia se pudiese ver simultáneamente a través de aquella especie de caja magica que el había confundido inicialmente con un espejo, y que como el lector habrá adivinado, no era otra cosa que un televisor.
Al cabo de unos días, Carmen consiguió que el muchacho estuviese medianamente preparado para enfrentarse con ciertas garantías al mundo actual. El siguiente paso fue buscarle un habitat en el que no se sintiera extraño, y en este caso, quien mejor que su propia familia, o lo que quedaba de ella, para que se aclimatase. Con tal motivo, el comité encargado del caso se puso en contacto con el sobrino de Plácido para comunicarle todos los pormenores del asunto, y aun cuando desde la entrevista con los investigadores estaba con la mosca detrás de la oreja sobre el motivo de aquel interrogatorio, lo que no se esperaba de ninguna manera era semejante bombazo. Pese a la lógica sorpresa, denotó alegría al enterarse y una gran predisposición a hacerse cargo de su tío como si de un hijo más se tratase.
Al cabo de un tiempo, inició la convivencia con su nueva familia. Inicialmente, todo el fuerte proceso de recuperación que había pasado, unido al fuerte shock que le produjo el conocer el fallecimiento de su madre y su hermano, unidos al de su hermana -en su conciencia tenía todavía tenía fresca, dado el largo paréntesis que había tenido en su vida, la penosa muerte de ésta-, afectó a su estado de ánimo, mostrando un carácter taciturno y reservado, muy lejano de su natural forma de ser. Poco a poco, con la ayuda y el cariño de sus sobrinos y sobre todo de los hijos de éstos, dada la similitud de edades (al menos en apariencia), consiguió adaptarse a su nuevo ambiente.
Ante lo limitado -sobre todo por obsoleto- de su nivel académico, que se podría asemejar al de un niño de seis años, lo primero que hicieron fue tratar de aportarle una formación. Para ello, y previendo lo traumático que sería para él incluirlo dentro de un grupo escolar, decidieron contratar a una profesora particular que le inculcara los conocimientos más básicos en jornadas muy intensivas, con objeto de acelerar al máximo su capacitación.
Pero era en ese terreno en lo único que estaba desfasado, porque en las restantes facetas era prácticamente un superdotado. Dotado de unas condiciones físicas envidiables, pese a la aparente endeblez de su constitución, cualquier actividad deportiva desconocida para él hasta aquel momento, que compartía con sus sobrinos-nietos, la dominaba al poco tiempo, pareciendo un consumado especialista. Habilidoso para cualquier clase de trabajo manual, tenía buenos conocimientos de carpintería, albañilería, e incluso era un notable cocinero: sus guisos de pescado estaban como para chuparse los dedos, y no hablemos de las sardinas asadas, pura delicia.
Pese a que la adaptación a su nuevo entorno era evidente, en la mentalidad de Plácido no acababa de entrar la filosofía de vida de la sociedad actual, siempre marcada por las urgencias. Así, no acertaba a comprender el motivo por el que los coches estuviesen capacitados para superar los 200 kilometros por hora, pese a que estuviese prohibido circular a velocidades muy inferiores. ¿que objeto perseguia aquello?. Otra cosa que le sorprendía era la obsesión de la gente por el dinero. Aun reconociendo la importancia de tenerlo, ya que era necesario para poder vivir, veía que la gente perdía los mejores años de su vida en obtenerlo, de tal forma que por mucha cantidad que acumulasen, que invertían en general en teóricas mejoras en su calidad de vida, les restaba tiempo y tranquilidad para gozar de ello, salvo el disfrute que pudieran representar algunos lujos esporádicos, tales como asistir a espectáculos públicos, banquetes o vacaciones -tuvo que aprender el significado de esa palabra, que anteriormente nunca había oido-
Dentro de su propio entorno familiar, también le parecía extraña y poco enriquecedora la falta de comunicación que había entre sus componentes: las conversaciones de sobremesa, que en su anterior forma de vida eran parte fundamental de la vida familiar, prácticamente no existían, al estar todo el mundo pendiente del televisor. También las relaciones con el vecindario le dejaron asombrado, ya que acostumbrado como estaba a considerar a los vecinos como parte de la propia parentela, con los que se compartían penas y alegrías, se sorprendía que su familia ni siquiera conociera a algunos de los ocupantes del propio inmueble donde residían. Existía un evidente aislamiento social que a su sencillo entender no conducía a nada bueno.
En cuanto a los avances tecnológicos, viéndolos con la curiosidad lógica del que no está adaptado a ellos, pese a la admiración inicial que le provocaban, llegó a la conclusión de que su evolución era contraproducente, porque, salvo excepciones, las ventajas que aportaban en cuanto a perfeccionismo y agilidad iban dirigidas a suplir o disminuir la mano de obra humana, circunstancia que, evidentemente, provocaba una pérdida de empleo en los diversos sectores, que redundaba en beneficio para unos pocos, y el consiguiente perjuicio de la mayor parte de la sociedad, acentuando con ello, entre otras desventajas, las diferencias sociales. Resumiendo, que a su entender todo ello derivaba en un serio deterioro de la convivencia y consecuentemente en un progresivo empeoramiento en la evolución de la comunidad.
Su triste conclusión final era que la gente era mucho más rica y estaba más preparada que la de la época que él había conocido, pero mucho menos feliz, y el camino andado era difícil de desandar.
Un día, a su regreso de la clase particular, percibió en el ambiente que algo malo ocurría. Pronto le pusieron al tanto de lo sucedido: su sobrino había sufrido un infarto en el trabajo y permanecía ingresado en la unidad de cuidados intensivos del hospital en un estado tan delicado que hacía temer seriamente por su vida.
Las siguientes jornadas fueron la viva estampa de la tristeza. A medida que el tiempo transcurría, el estado del enfermo era cada vez más crítico y ya se preveía la cercanía de un fatal desenlace. La familia no le abandonaba ni un solo instante, temerosos de que el óbito se produjese en cualquier momento, y se turnaban durante las veinticuatro horas del día en la incómoda e impersonal sala de espera del hospital
Pero un buen día, cuando la situación era más desesperada, tanto que parecía irreversible- apareció un pequeño resquicio para el optimismo y es que, como último recurso, se había tomado la decisión de practicarle un transplante de corazón, única alternativa viable para poder salvar su vida, aunque las probabilidades de éxito eran bastante remotas.
Aquella posibilidad rompía nuevamente los esquemas del bueno de Plácido, que de ninguna manera hubiera podido imaginar que tal operación fuese factible.
Con la mayor urgencia, pues cualquier demora pudiera ser fatídica, se llevó a cabo la delicada intervención, que tras unos días de incertidumbre con un postoperatorio ciertamente complicado, derivó en un resultado totalmente satisfactorio.
Aquel dramático acontecimiento tuvo como resultado adicional un cambio radical en la filosofía de Plácido, percatándose de que los avances de la ciencia que él tanto había puesto en entredicho, habían tenido una aportación decisiva para salvar la vida de una persona tan querida y, consecuentemente, los progresos de la tecnología no podía considerarlos tajantemente nocivos. En resumen, había llegado a la conclusión de que era mucho mejor dejar que la bola del mundo siguiese dando vueltas, porque cada época de la vida tiene sus peculiaridades.
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