jueves, 11 de marzo de 2010

REQUIEM POR UNA CARCASA

El señor Casimiro era un viudo que frisaba los 70 años. Vivía en una Casa de labranza situada en la cima del outeiro, sobre la ermita de los Milagros. Su carácter desconfiado y fama de avaricioso le habían granjeado pocas simpatías entre sus convecinos. Unos cuantos años antes había estado emigrado en Cuba, y aunque no permaneció demasiado tiempo, había quien decía que había hecho mucho dinero allí, aunque nadie lo sabía a ciencia cierta, ni siquiera su familia, que no le había visto jamás gastar una perra chica, y lo único que se había traído de Cuba, junto con una anticuada maleta llena de remiendos, era un viejo aparato de radio con carcasa de madera, que ni siquiera funcionaba -y aunque lo hiciera de poco iba a servir, porque carecían de corriente eléctrica-. A poco de retornar de la emigración su mujer falleció, dejándole a cargo de sus tres hijos, por aquel entonces menores de edad. Entre los cuatro lograron ir sobreviviendo malamente con el producto de las labores agrícolas en las escasas leiras que tenían arrendadas y una piara con media docena de cerdos famélicos que mantenían en el cortello cercano a la casa. Un buen día el señor Casimiro empezó a encontrarse mal. Fue el principio del fin; lo que inicialmente era un pequeño malestar se agudizó, y los dolores fueron yendo a más hasta hacerse insoportables. Cuando llamaron al médico, lo único que hizo el galeno fue confirmar que estaba sentenciado. Sabiéndose, pues, en las últimas, el señor Casimiro reunió a sus hijos para hacerles la última encomienda: -Meus fillos, teño que decirvos algo. Como xa me queda muy pouco tempo de vida, quero despedirme de vos e pedirvos un último favor. Cando morra, quero que metades no féretro o aparato de radio que trouxen cando viñen de Cuba- A los hijos, aun pareciéndoles extraño aquello -su padre no era precisamente un hombre dado a sentirnentalismos- consideraron que no costaba nada cumplir el capricho del viejo, al fin y al cabo el trasto aquel no servía para nada. Jamás había funcionado. Así que cuando murió, prepararon el féretro e introdujeron en él al difunto. Este era bastante corpulento, de tal modo que cuando fueron a introducir el aparato de radio, la tapa del ataúd no cerraba. Buscaron la forma más idónea de encajarlo, pero era bastante voluminoso y no había manera. Ya iban a optar por no meterlo e incumplir la voluntad de su padre, cuando a Pepe, el hijo mayor, se le ocurrió algo.


-Si a partimos polo medio colle, e total a él lle vai a dar o mismo- -Tes razón, dijo Teodoro, el pequeño, vamos a serrala-.

Se dirigieron al pequeño almacén de herramientas ubicado bajo el hórreo, depositando la radio sobre una artesa que allí había, y comenzaron a serrarla. La delgada capa de madera que formaba la carcasa del aparato apenas opuso resistencia a los afilados dientes de la sierra, de tal modo que en pocos instantes se partió en dos como si fuese un melón. Los atónitos ojos de los tres hermanos apenas daban crédito a lo que apareció ante sus ojos. La radio no tenía en su interior ni una sola pieza. Alguien habla vaciado por completo la carcasa, pero por dentro no estaba hueca ¡estaba completamente llena de billetes!. El viejo avaro no quería llevársela a la tumba por razones sentimentales. Prefería que el dinero fuera comido por los gusanos a que sus hijos lo disfrutasen.

Aquella misma tarde, un cortejo fúnebre compuesto por no más de una veintena de personas acompañó al ataúd hasta el Camposanto de la Insua. Como era habitual, para evitar el cansancio, se iban turnando de cuatro en cuatro para cargarlo, sin embargo, contra la costumbre, no se agotaban en absoluto. Lo notaban tan ligero que parecía increíble que un cadáver pudiera tener tan poco peso. Uno de los acompañantes se acercó a Paco, el segundo de los hijos del difunto, y le dijo: -Muy consumido debía estar teu pai da enfermedad, porque pouco pesa a caixa- Paco le contestó con aire compungido: -Non me fales. Quedou como a carcasa de unha radio- Dicho esto, y aprovechando que el otro no le veía, esbozó una maliciosa sonrisa de satisfacción. En aquellos momentos, la media docena de cerdos de la piara del señor Casimiro, se estaban dando un auténtico festín, mientras muy cerca de allí, en una oquedad de la pared de la lareira de la casa de labranza, doce mil dólares americanos divididos en tres fajos, esperaban a que sus nuevos propietarios regresaran del cementerio a recogerlos.

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