Aquella tarde del 11 de Noviembre de 1918, en la casa número 85 de las que formaban el grupo del Puerto y villa de Cayón, el trasiego de gente era incesante. Se trataba de una típica vivienda marinera asentada en la plaza mayor de la localidad, junto al viejo palacio de los condes del Grajal, antaño prisión utilizada por los inquisidores para llevar a cabo sus funestos menesteres. En la planta alta de la vivienda destacaba una sencilla pero hermosa galería de madera, donde se curaban al sol de invierno varias rayas y pulpos allí colgados, y en el bajo se había habilitado una tienda mixta, tan en boga en la Galicia rural y marinera de aquellos años. Pero las razones de tanta concurrencia nada tenían que ver con la actividad del pequeño negocio, y ello se palpaba claramente en la seriedad de los rostros y en las sombrías miradas de complicidad que se cruzaban todos los presentes, amén del espeso silencio, roto únicamente por algunos aislados cuchicheos en voz baja, que se entremezclaban con el agudo ulular del viento del nordeste, formando una amalgama que producía escalofríos, como si de una muda parafernalia de la muerte se tratase.
La razón de la actitud de los vecinos era que en la habitación principal de la casa, a la que se accedía subiendo las estrechas escaleras de madera que comunicaban el negocio con la vivienda, el propietario, Ramón Vázquez, pasaba las últimas horas de su vida postrado en aquel viejo camastro de madera de castaño que había servido de lecho conyugal tanto a su matrimonio como a varias generaciones anteriores; el pálido rostro estaba perlado por minúsculas gotas de sudor, producto de la fiebre que lo consumía. La maldita epidemia de gripe, que llevaba ya más de un mes haciendo estragos entre los vecinos de la localidad, contándose los muertos por docenas, le había tocado con su mano como en un siniestro juego de lotería, y se hallaba debatiendose entre la vida y la muerte.
La edad de Ramón, 33 años, era ciertamente temprana para abandonar este mundo. Pese a su juventud, se trataba de un hombre experimentado y bregado en mil lances. Con 18 años, su inquietud le había llevado a dejar su oficio de marinero -que había iniciado apenas con doce años enrolándose como marmitón en uno de los viejos buques balleneros con base en aquel puerto- y decidirse a cruzar el Atlántico en busca de fortuna, yendo a dar con sus huesos a Nueva York, donde pasó siete años plagados de vicisitudes, trabajando denonadamente en las más variopintas actividades, desde la dura descarga en los muelles de Brooklin hasta la arriesgada labor de limpiacristales en alguno de aquellos gigantescos edificios que, alzándose desafiantes, coronoban la gran urbe, y desde donde había visto caer y estrellarse contra el suelo a más de un camarada. Tras hacerse con un aceptable pecunio, la morriña pudo con él y retornó a sus raices, tomando al poco tiempo en matrimonio a Adelaida Arijón, una joven de la localidad siete años menor que él. Fruto de ello, pronto aumentó la familia, primero con Rogelia, la mayor, y cuando ésta aun no había cumplido los cuatro años nació Placidiño. En aquel momento los chiquillos tenían cinco y un años de edad , y para su suerte no eran conscientes de la dimensión de la tragedia que allí se estaba desarrollando. Adelaida, además, esperaba un nuevo vástago, hallándose embarazada de cuatro meses. Habían constituido una familia realmente feliz hasta que llegó aquella lacra.
El enfermo era consciente de que su vida tocaba a su fin. A la inevitable aflicción de abandonar tan joven este mundo, se veía aumentada, hasta sumirle en la desesperación y en la impotencia, por la situación de indefensión en que quedaba su familia, aun sin pasar grandes estrecheces económicas. Una mujer sola con dos niños de corta edad, a lo que había que añadir lo que viniera, eran demasiado vulnerables como para quedar sin amparo alguno, y pese a que la familia cercana de ambos cónyuges era numerosa, no había entre ella, al menos a su juicio, nadie que le aportase garantías suficientes para asumir su protección ante las adversidades de todo tipo que indudablemente les sobrevendrían en el incierto futuro que se les avecinaba.
En un momento dado, como desafiando a la extrema debilidad que sentía, hizo acopio de las fuerzas de flaqueza que le quedaban, y pidió quedarse a solas con su esposa. Las diez o doce personas, entre familiares y amigos, que llenaban la estancia, la abandonaron de inmediato, y el matrimonio se quedó solo. El levantó la mano despacio y con una seña le indicó que se acercara. Así lo hizo Adelaida, con los ojos enrojecidos por el llanto, aunque intentando aparentar serenidad; se aproximó a la cabecera de la cama, postrándose de rodillas, e instintivamente, con una mano enlazó cariñosamente la de su esposo, mientras que con la otra mesaba sus cabellos con toda la dulzura de que era capaz. Este, con voz cansada, empezó a hablar:
-Mujer, esto se acaba y quiero despedirme de tí. Te ruego que no me interrumpas en lo que te voy a decir. Me queda poco tiempo y deseo aprovecharlo. Quiero decirte que en los pocos años que pude disfrutar de tu compañía me hiciste muy feliz, y deseo también que tú lo sexas cuando ya no estemos juntos. Non hace falta que te diga que cuides mucho de los niños, porque sé que lo vas a hacer igual que hasta ahora. Si con el tiempo quieres rehacer tu vida, que no te lo impida mi recuerdo, porque cuentas con mi beneplácito. Tu eres joven y buena persona, y no te mereces el castigo de tener que pasar sola el resto de tu vida.
También te pido que nuestro hijo que va a nacer, se llame igual que yo- su voz se iba tornando cada vez más débil, presagiando la inmediatez de un fatal desenlace.
Hay algo que nunca te dije, porque hasta ahora no fue necesario. Cuando vine de los Estados Unidos, traje unos cheques al portador del Banco Mantrust de Nueva York, que dejé guardados por si alguna vez nos hacía falta el dinero. Están escondidos en....-
No pudo terminar la frase, la debilidad le había arrastrado hasta un estado comatoso que se presagiaba irreversible. Adelaida ya no pudo reprimir más el llanto. Bañada en lágrimas, corrió ansiosamente a avisar a los que estaban fuera, aunque en su fuero interno era consciente de que poco se podía hacer ya, salvo lo que se hizo, que fue reclamar al párroco para que administrase al enfermo los últimos sacramentos "in artículo mortis". También fue avisado el Notario de Carballo, el licenciado D. Andres Regueiro Vazquez, quien pocas horas despues, ante la asistencia de varios testigos, y con la ayuda de un escribano, redactó la siguiente acta de testamento:
“En la Villa y Puerto de Cayón a once dias del mes de noviembre de mil novecientos diez y ocho:
Don Ramón Vázquez Fernández, natural y vecino de este puerto casado con Adelaida Arijón natural de la misma, hallándose enfermo y temiendo a la muerte al parecer de los testigos presenciales, se halla con capacidad legal para otorgar su testamento en la forma y tenor siguiente.
Primero; declara haber tenido dos hijos llamados Rogelia Vazquez Arijón, de cinco años de edad y Placido Vazquez Arijon de año y medio de edad, hijos legítimos del matrimonio de don Ramón Vazquez Fernández y doña Adelaida Arijón, y ésta hallándose en estado interesante, si viene a luz lo que tiene en sus entrañas lo reconoce como hijo legítimo del matrimonio de la arriba dicha.
Segunda clausula declara haber profesado la Religión Cristiana
Tercera; deja a sus hijos arriba dichos todo lo que adquirió de soltero acreditándolo con escritura pública___________________________________________
Cuarta; que adquirió en compañía de su esposa Adelaida Arijón la mitad de una finca que acreditará con escritura pública__________________________________
Quinta; nombra a su esposa arriba dicha como cumplidora testamentaria de sus hijos habidos y próximos a haber si viene a luz, siendo usufructuaria de todos sus bienes mientras sus hijos sean menores de edad___________________________________
Sexta; la parte piadosa de entierro y honras y cabo de año queda a voluntad de su esposa____________________________________________________________
Termino mi testamento verbal siendo así mi última voluntad habiéndoseme leido en presencia de los testigos todos naturales de este puerto que lo son Antonio Ramos, Generoso Viñas, José Berdia, Francisco Castro, Valentín Queiro y Pedro Cotelo. No firma el testador por no poder”
Durante los siguientes días, en aquella casa todo fue tristeza. El silencio era tan elocuente que hasta los niños, de natural alegres y traviesos, se habían tornado extrañamente apagados. Adelaida estaba como ausente, y solo vivía para sus hijos, a los que no tuvo desatendidos ni un solo instante. Poco a poco, con el paso de los días, la casa fue recobrando vida y el instinto de supervivencia primó sobre la inmensa pena que embargaba a la joven viuda, que haciendo de tripas corazón, volvió a convertirse en la mujer activa que era antes de que ocurriera la desgracia. Fue entonces cuando recordó las últimas palabras de su esposo moribundo. Aquellos cheques de banco americano ¿donde estarían?. Como el negocio permanecía todavía cerrado desde la muerte de Ramón, lo único que le sobraba era tiempo para buscarlos, así que se puso a registrar todos los rincones de la casa en su procura. Comenzó por los sitios donde era más probable que estuviesen guardados, pero ante la esterilidad del rastreo siguó con el resto de la casa. No quedó ninguna dependencia sin poner patas arriba, desde la bodega hasta el fallado, pero fué inútil. Los cheques se habían esfumado. Nunca más supo de ellos. Ese nuevo revés, lejos de hundirla, le hizo sacar fuerzas de flaqueza pensando que si habian vivido hasta ahora sin aquel dinero podían seguir haciéndolo. Lo único que había que hacer era trabajar con ahinco, porque nadie le iba a regalar nada, y defender a sus hijos con uñas y dientes. Así lo hizo, y pronto consiguió rehacerse, tanto en el manejo del negocio como emocionalmente. Y así, la vida siguió su curso, hasta que el 19 de marzo de 1919 nació el último vástago de la saga, a quien se le impuso el nombre de Ramón, de acuerdo con los deseos de su fallecido padre.
Por el Corpus de 1933, Rogelia Vázquez, que había cumplido los diecinueve años, se había convertido en una moza morena y de belleza radiante.
Aquel día estaba ataviada con el tradicional traje festivo y tenía ese encanto inherente a la juventud, aderezado con un semblante en el que se reflejaba una ilusión especial, y ello se distinguía claramente en el brillo de sus negros ojos, que delataban su elevado estado de ánimo. El origen de aquella alegría desbordante no era otro que Antón, un joven marinero un par de años mayor que ella a quien conocía desde siempre, pero con el que hacía varios meses que tonteaba, se había decidido a dar el paso definitivo y se lo había dicho la misma mañana. Era tan feliz que hasta aquellos accesos de tos que durante los últimos tres días la estaban ahogando parecieron desvanecerse por completo.
Desgraciadamente, aquello solo era un espejismo, porque esa misma noche la tos volvió, y se inició un proceso febril que le provocó escalofríos que recorrían incesantemente su cuerpo; su madre, Adelaida, que la veló durante toda la madrugada, cuidándola con mimo y aplicándole incesantemente paños húmedos en la frente, se vió sumida en la desesperación al ver que no solo la fiebre evolucionaba hasta hacerla desvariar, sino que los accesos de tos eran cada vez más fuertes y frecuentes, con un sonido cavernoso que nada bueno presagiaba, y la aparición de manchitas de sangre en el pañuelo que utilizaba, terminó de hacer patente la extrema gravedad de la situación.
El médico fue avisado a primera hora de la mañana siguiente y poco después visitó a la enferma. Cuando salió de la situación, no hizo falta que hiciese ningún comentario. La misma expresión de su cara, en la que se reflejaba una mezcla de pena e impotencia, evidenciaba lo irremediable de la desgracia: la maldita tuberculosis se había cebado en aquella muchacha, sin que le quedara alternativa alguna de salvación.
A los siete días del Corpus de 1933, el triste tañido de la campana de la iglesia parroquial, anunciaba a los cuatro vientos como una preciosa flor se marchitaba para siempre.
Durante el entierro en el Camposanto de la Insua, en aquella ceremonia de intenso dolor rodeada por el respetuoso silencio del vecindario, la desesperación de la madre solo era comparable a la de Anton, que estaba destrozado. Era como un muerto viviente. Su juvenil estampa estaba deteriorada como si le hubiesen echado veinte años encima.
El golpe había sido tremendo, pero todo el mundo pensaba, echando mano del tópico: -el tiempo lo cura todo y ya se recuperará-. Se equivocaban de medio a medio. Nunca lo hizo, hasta el punto de que se mantuvo fiel a la finada durante toda su vida, que fue longeva. Todavía poco antes de su muerte, a la edad de 85 años, Antón evocaba sus lejanos y escasos momentos de felicidad al lado de su querida Rogelia.
La noche del 25 de Mayo de 1933, Adelaida Arijón, una viuda que recientemente había pasado el desgraciado trago de perder a su hija Rogelia de 19 años, víctima de un brote de tuberculosis que había asolado toda la región, dormitaba de forma inquieta, con la respiración entrecortada. Algo la hizo despertar repentinamente, y al abrir los ojos vió, a través del ventanuco de la habitación que daba al muelle, la luz azulada de un rayo. Se levantó y miró hacia el puerto, observando que se había originado un fortísimo oleaje, y a unos trescientos metros del dique el mar se estaba literalmente tragando una pequeña embarcación de pesca. El corazón se le puso en un puño al identificar aquella tarrafa como "A Gaivota", donde faenaba el segundo de sus hijos, Plácido, de 15 años de edad. La impresión fue tan intensa que no pudo resistir aquella visión y cayó desmayada.
Cuando se despertó apuntaban las primeras luces del alba. Recordando lo que había vivido, se dirigió nuevamente al ventanuco, sorprendiéndose de no apreciarse señal alguna de aquel naufragio; por el contrario, lucía el sol y el mar apenas se movía con una ligera marejada. Algo aturdida, se vistió apresuradamente y bajó a la habitación de sus hijos, a los que, con un suspiro de alivio, vio durmiento plácidamente. No obstante, lo que había visto esa noche era tan real que no podía tratarse de un sueño, teoría reforzada por haberse despertado en el suelo al pie del ventanuco. Estuvo intranquila durante todo el día, pensando en la trágica visión que había tenido y que a ella le parecía tan real.
Aquella tarde, como habitualmente cuando el mar lo permitía, el joven Plácido se pertrechó con ropa de faena, compuesta por un jersey grueso, camisa de franela, pantalón de pana y botas de goma, complementado con una especie de chubasquero amarillo. Cuando salía, se encontró con su madre, que venía del Rosario. Nada más verse, le espetó nerviosamente:
-!Por favor, Placidiño, no vayas hoy al mar¡-
-¿Y por que no voy a ir?-
-La noche pasada tuve una visión de que "A Gaivota" se iba a pique. Creo que fue un aviso-
-Mire, mamá, yo no creo en esas cosas, y además, si no voy a faenar ya me dirá de que vamos a llenar la tartera-
-Puede que tengas razón, pero lo que ví fue tan real que tengo mucho miedo de que te pase algo-
-Pues entonces no hay más que hablar-
"A Gaivota" salió a faenar sobre las ocho de la tarde. Tanto el tiempo como el estado del mar eras más que aceptables para la pesca. La tripulación la formaban cinco hombres, todos miembros de la misma familia: el Patrón, Evaristo Lareo, de 50 años; su hermano Manuel, de 47; los hijos de éste, Juan y Manuel, de 20 y 18, y su sobrino, Plácido Vázquez, de 15.
La marea fue productiva, aunque las capturas se hicieron al principio algo de rogar. Después de varias posturas estériles, sobre la 1 de la madrugada dieron con un buen banco de sardinas a unas tres millas a la altura de Suevos. A las dos y media, bien cargados de pesca, iniciaron el regreso. Al llegar a las proximidades de Barrañán, el mar comenzó a embravecerse repentinamente, con olas tan altas que a veces remontaben la pequeña embarcación. Pero no era eso lo que asustaba a los tripulantes, sino el hecho de que no había forma humana de evitar que la fuerza del oleaje empujase la tarrafa hacia los bajos allí existentes como si fuera una cáscara de nuez. Pese a los denodados esfuerzos por evitar aquellos rompientes, en un momento dado se produjo el inevitable choque, que resonó, mezclado con el ruido del mar, como si de una gran explosión se tratara. Los dos hermanos y su padre no sobrevivieron al choque, en tanto que los otros dos marineros reaccionaron con rapidez tirándose al agua antes de que éste se produjese. El patrón Evaristo, buen nadador, tras orientarse con la luz del pequeño faro de Barrañan, comenzó a bracear vigorosamente. Con gran esfuerzo, al cabo de un cuarto de hora consiguió llegar a las proximidades de tierra, pero su grado de agotamiento era tan grande que no pudo evitar que las olas le aplastaran contra las rocas.
En cuanto a Plácido, peor nadador que su tío, despues de un gran derroche de energía para evitar ser devorado por el remolino que tragaba los restos del barco, fue vencido por el cansancio y poco a poco fue perdiendo el conocimiento. Un golpe de mar levantó su cuerpo, que fue a parar a una corrientada en medio de las olas, la cual comenzó a arrastrarle en paralelo a tierra hasta acercarlo a los acantilados del monte de la Atalaya. Cuando parecía inevitable que iba a sufrir similar destino al de su tio Evaristo, machacado contra las rocas, su cuerpo quedó preso de un remolino que lo absorbió en un instante. Allí desapareció y nada más se supo ya de él.
Corrían los últimos días del mes de setiembre de 1935. El tiempo era soleado, pero un frio viento del nordeste, procedente de más alla de los lejanos acantilados de Cabo Prior, entraba ululando a través de la bocana del puerto, atacando en oleadas desde todas las esquinas y callejuelas del pueblo y terminaba viaje, o al menos eso parecía, clavándose con saña en nuestros huesos con un efecto similar al de una puñalada. Acababan de concluir las fiestas patronales con más pena que gloria, porque el ambiente que se respiraba entre la población era enrarecido y como de tensión contenida -tal como la calma que precede a un temporal-, presagiando en cierto modo la tragedia fratricida que, para desgracia de todos, pocos meses después nos tocaría vivir. Las relaciones entre la mayor parte del vecindario, o al menos entre los simpatizantes de las dos corrientes políticas imperantes, eran de gran tirantez, y lo que se valoraba del prójimo no eran sus cualidades humanas, sino la identificación en las ideas. No obstante, y como si quisiesen apurar al máximo las últimas gotas de sentido del humor que les quedaban antes de que toda aquella oleada de terror y muerte se les viniese encima, por aquel entonces la sucesión de situaciones anecdóticas era contínua.
A la sazón, yo tenía 15 años, y pese a que mi madre, viuda y con la tremenda desgracia de haber perdido a mis dos hermanos hacía unos dos años, en el corto intervalo de tres meses -uno devorado por el mar en el naufragio de la pequeña embarcación donde faenaba, y la otra víctima de un brote de tuberculosis que asoló toda la región-, cuidaba de mi con verdadera obsesión, fácilmente burlaba su control -o al menos eso creia- y puede decirse que vivía literalmente en la calle. Mis compañeros de fatigas Manuel y Juan, por mal nombre Barrutos y Riolas, respectivamente, eran el complemento ideal, sobre todo para las cafradas a que teníamos acostumbrados a los restantes 875 habitantes del pueblo. El primero de ellos, alto y pelirrojo, con una fealdad magnificada por sus dientes de conejo, tan acusada que se hacía hasta simpática, era bravo como un jabato, pero bastante inocentón, lo que lo hacía frecuentemente víctima de las bromas de los otros dos, aunque había que hilar muy fino para medirlas, pues la natiraleza de su carácter, taciturno y acomplejado, dificultaban la reconciliación. En cuanto al segundo, bajo, rechoncho y cejijunto, con ojos muy menudos y vivarachos, que generalmente adornaba en sus proximidades con unas legañas notables, era flojo como el caldo de castañas, pero estaba dotado de una inteligencia e imaginación para lo ruin que metia miedo: porque nadie, absolutamente nadie, podía sentirse tranquilo si se encontraba al alcance de sus malévolas maniobras.
Pese a que aquellos no eran años de abundancia, y donde más se notaba era en el plato, el hecho de vivir en un pueblo donde el mar asomaba por cada esquina abría un amplio abanico de posibilidades gastronómicas, puesto que si la carne no sabíamos ni siquiera de que color era, exceptuando las fiestas patronales -eran épocas en que a las rayas curadas al sol se les llamaba bistés de invierno-, el pescado y algún que otro marisco estaban al alcance de cualquiera que tuviera la suficiente habilidad o imaginación para hacerse con ellos. Nosotros particularmente teníamos un sistema con el que se demostraba que el mar no era solamente despensa, sino también mesa y mantel, y es que en la base de las paredes de las rocas proximas a la playa, completamente cubiertas de mejillones -tanto que vistas de lejos más que peñas parecían minas de carbón a cielo abierto-, quemabamos tojo seco, que al arder provocaba que los bivalvos se abrieran como la cueva de Ali Baba, dejando al descubierto una carne sonrosada que devorabamos con avidez, sin necesidad de arrancar la concha del molusco de la piedra. también recuerdo que en aquel tiempo no se apreciaba la carne de buey de francia, marisco como todos sabemos exquisito,ya que injustamente se menospreciaba por su gran abundancia, hasta el punto de que, cuando los barcos faenaban y alguna pieza se enganchaba casualmente en sus redes, se devolvia al mar arrancándole previamente las pinzas, ya que se decía que dañaba las nasas, destrozando los cordajes para devorar cualquier cosa que quedase atrapada en ellas. Pero todo cambió a raiz de que estábamos en el puerto haciendo una cachela para asar millo y entró en el muelle una tarrafa cargada con una marea de sardinas, lo que nos vino bien para, aprovechando la buena disposición de los tripulantes, hacernos con un par de docenas de este sabroso pescado. En el medio del peixe venían unas cuantas pinzas de buey, que por no tener donde tirarlas arrojamos a la lumbre. Al comenzar a torrarse empezó a expanderse un aroma muy peculiar, que hizo que probaramos aquella carne, comprobando lo que nos habíamos perdido hasta entonces, ya que era tan exquisito aquel sabor que a partir de ese momento se convirtió en nuestro manjar más predilecto. pero por desgracia la alegria duro poco, porque en seguida trascendió nuestro descubrimiento y las piezas comenzaron a escasear al empezar a aparecer hasta quien pagaba por hacerse con ellas, con lo que nosotros, artífices del asunto, tuvimos que pasar lambiendo y retornar a los consabidos mejillones ¡y gracias!....
El 23 de marzo de 1936 pisé la Coruña por primera vez en mi vida. Durante los dos días anteriores, con buen tiempo y una bajamar inferior al 0,30, fuimos a la marea capturando más de 20 kg. de percebes, que como en el pueblo no cotizaban, ya que en cada familia habia alguien que habia ido a ellos para consumir -he de decir que se acostumbraba intercambiar con los labradores su equivalencia en peso por patatas, bastante más valoradas por aquel entonces-, decidimos ir a venderlos a la capital, para sacarles 4 perras. Sin decir nada a mi madre, que hubiera puesto el grito en el cielo, pegué un madrugón de padre y muy sr. mio, ya que teniamos que coger el coche de las 9 y había una tirada de varios kilometros desde el pueblo hasta donde salia el coche de linea, por lo que a las 7 y media comenzabamos una caminata cuesta arriba, llegando a la parada con un cuarto de hora de antelación. Unas dos horas despues estábamos en el alto de Santa Margarita, desde donde se dominaba toda la ciudad: en primer término el acueducto de Los Puentes, más alla, se divisaba la bahia de riazor a cuyo fondo se alzaba majestuosa la torre de Hercules. Creo que fue en aquel momento cuando decidí que yo iba a ser ciudadano de alli por encima de todo, aunque, como se verá, llegué a serlo por motivos totalmente ajenos a mi voluntad. Bajamos la cuesta de santa Margarita, adentrándonos en la plaza de Pontevedra y San Andrés, donde estaba la plaza de Santa Catalina, final de trayecto.
Lo primero que me llamó la atención al bajar del coche fue la dureza del asfalto, acostumbrado como estaba a pisar tierra y lama. Luego me fijé en una enorme mole de edificio en Santa Catalina esquina con el Cantón, el Banco Pastor, y me pareció increible que pudiese levantarse algo tan grande sin que se derrumbara. Riolas era el único que conocia, aunque muy superficialmente, la ciudad, y a indicación suya nos adentramos por las calles Estrella, Olmos y Galera, hasta desembocar en Riego de Agua, donde había una marisquería que, según él, pagaba bien. Efectivamente, alli estaba el bar "la barra", frente al teatro Rosalía. El escaparate del local, junto a la puerta, estaba completamente abarrotado de mariscos y pescados de una gran calidad, llamandonos especialmente la atención un centollo macho de unos 4 kilos de peso rojo como la grana. Entramos y nos dirigimos a un hombre que estaba fregoteando cubiertos dentro del mostrador, que a la sazon era el dueño del local, y nos espetó con cara de pocos amigos: -¿y vosotros que quereis?-, a lo que contestó Riolas: -traemos percebes pa vender- -pero que carayo de percebes traeredes vos, con semejante pinta- e inmediatamente salté yo, picado en mi amor propio, abriendo una de las faltriqueiras donde los guardabamos y esparramando una buena parte por encima del mostrador: -estos- dije con cierta chulería. Al ver aquella hermosura, al individuo aquel se le pusieron los ojos como platos, porque realmente eran unas piezas no solo de buen tamaño, sino que eran como debe ser un percebe, anchos y de cabeza colorada, -hombre, no estan mal- replico el tasquero -os los pago a dos pesetas el kilo- ante esto, hicimos ademán de recoger la mercancía, pero nos frenó, y despues del consabido regateo nos los pagó a 3,50. Salimos de allí con el dinero en el bolsillo, que nos duro intacto unos 50 metros, justo hasta que entramos en La Gijonenca, aunque no lo gastamos todo, sí dejamos allí una buena parte del botín, mercando aquellos deliciosos dulces de los que dimos buena cuenta andando por la calle Real y los cantones, devorándolos con tal fruición, que parecía que eran los primeros pasteles que comíamos en nuestra vida (autentica realidad por cierto). Tal era así que los transeuntes que pasaban se quedaban pasmados mirando a aquellos tres famentos, y no es raro, porque ver la pinta que teníamos, vestidos con ropa raida y calzados con zuecos, con las caras pringadas de merengue, llamaba realmente la atención.
Una vez consumado el atracón, y como quiera que faltaban unas 6 horas para que saliera el coche de linea de las 7 y media, decidimos dar una vuelta para conocer la ciudad, por lo que nos dirigimos hasta la plaza de Maria Pita, donde admiramos el palacio municipal. Despues nos adentramos por la ciudad vieja y visitamos el jardin de San Carlos, viendo desde su galeria el puerto y el majestuoso castillo de San Anton, enclavado en un islote próximo a tierra. Se trataba de un antiguo penal que ya no se utilizaba como tal desde hacía muchos años, siendo sustituido por la prisión del parrote, que quedaba a nuestra derecha, encima de la playa. Posteriormente fuimos a conocer la torre de Hercules, a donde nos dirigimos atravesando Orillamar, que por aquel entonces era poco mas que un camino de carro. Pasamos por delante del cementerio y alli, sentada en un banco, habia una mujer de unos 60 años, vestida con harapos y con la cabeza cubierta por un pañuelo negro, por el que asomaba una cara en la que se traslucían claramente los devastadores efectos de los excesos en la bebida. Se dirigió a nosotros con voz aguardentosa, pidiéndonos un patacón, que, no se si por piedad o por miedo, le dimos de inmediato. Luego supimos que aquella anciana era "La Zamorana", que antiguamente había oficiado de ramera en el barrio chino, y ahora de vieja,en una triste paradoja, por no tener donde caerse muerta dormia en el cementerio. Contaban que en cierta ocasión un operario de la fabrica del gas que por alli pasaba una noche oscura, se llevó tal susto al oir aquella voz tremebunda que desde el interior del camposanto le pedía fuego y volverse y ver aquella cara horrible asomándose por la verja, que el pobre hombre creyó estar ante un cadaver resucitado en estado de putrefacción y no lo pudo resistir: cayó muerto alli mismo.
Despues de conocer la Torre, a la que nos dejó subir un tio de barrutos, que trabajaba alli como farero, y admirar el grandioso paisaje que desde allí se divisaba, regresamos bajando por la calle de la Torre, Campo de la Leña y calle de Panaderas; cuando transitábamos por esta última, delante de nosotros, cojeando ostensiblemente, iba un individuo vestido con un mandilon de color gris, que llevaba colgada del hombro derecho una camara de fotos de acordeon; su mano izquierda tiraba de las bridas de un gran caballo blanco de madera que se deslizaba sobre ruedas con gran estruendo sobre el adoquinado de la calle.
Aquel personaje, a quien Riolas reconoció, era el cojo Novoa, un fotógrafo de los jardines del Relleno que pasaba por ser uno de los coruñeses peculiares de la época. Como fotógrafo, era la auténtica negación. Era tal la falta de puntería en el enfoque, que los clientes salían siempre desmembrados. Cuando no le faltaba un trozo de cabeza, era un brazo o una pierna, no se sabe si por defecto del punto de mira de la cámara o (y esto era lo más verosímil), por las continuas cogorzas que se cogía.
En un momento dado, el cojo tropezó en un bache y a punto estuvo de caer. Con gran esfuerzo, consiguio mantener el equilibrio a costa de soltar las bridas del caballo, que comenzo a coger velocidad cuesta abajo perseguido desesperadamente por el cojo, que con una celeridad impropia de su condición fisica, a punto estuvo de alcanzar el corcel, pero en última instancia tropezó nuevamente y cayo cuan largo era, quedando tendido sobre la via del tranvia, vehículo que en aquel preciso instante acababa de irrumpir de forma traicionera procedente de la calle Cordoneria, echandose encima del pobre cojo, quien pese a moverse rapidamente no pudo evitar que las ruedas pasasen por encima de su pierna derecha, que quedo tronzada. La gente (en aquellos momentos coincidia la hora del cierre del mercado de la plaza de los huevos y aquello estaba lleno de pescantinas) se arremolinó alrededor del pobre hombre. Una mujer gritaba histérica: -¡por favor, chamen unha ambulancia!-; a lo que repuso el cojo: -¡no, chamen a un carpinteiro, que a perna e de madeira!-.
Tras celebrar jocosamente aquel suceso, seguimos ruta por San Andres, no sin antes hacer una parada en "la proveedora gallega", la fábrica de chocolates que aun existe en la Estrecha, donde volvimos a reponer fuerzas a base de onzas de chocolate del de "hacer". Al llegar a la plaza de Santa Catalina, nos llamó la atención un hervidero de gente arremolinada que alli había. Nuestra curiosidad nos llevó a abrirnos paso como buenamente pudimos para ver la causa de aquel tumulto; la estampa era realmente curiosa: se trataba de un hombre alto, de barba, vestido con un traje brillante, de chaqueta entallada, que cubria la cabeza con una especie de gran vendaje. Estaba de pie, y frente a èl, sentada en una silla, había una mujer con los ojos tapados con un antifaz. El le decía: -Argentina,Argentina (y dirigia su dedo indice hacia una señora del publico) -¿que tiene esa señora colgada en el cuello?... "me da ya" que lo sabes, Argentina, "me da ya" que lo sabes- y decía la tal Argentina: -una medalla-; y todo el mundo rompió en aplausos; el del vendaje aprovechó rápidamente aquel fervor para poner a la venta unos papelitos de color rojo:-conozca su futuro por 10 céntimos- decía, y le quitaban los papelitos de las manos, al tiempo que un carterista compinchado con la pareja les limpiaba los bolsillos a los espectadores más despistados.
En el pueblo había dos tabernas, la cantina de la costa, situada encima mismo del puerto, al que se accedía por una especie de escalerona tallada en una peña, y la tienda del tio Romualdo, esa especie de mezcla de negocios en el que se vendía desde zuecos hasta alubias, pasando, por supuesto, por todo tipo de vinos, licores y aguardientes. Estaba ubicada en la entrada del pueblo, nada más girar por la curva de la Sospecha, viniendo desde Coruña. Nosotros, aunque por edad no nos correspondía frecuentar esos ambientes, éramos asiduos de ambos negocios, sobre todo del segundo, donde pasabamos las horas de las oscuras tardes-noches del invierno, escuchando a la luz del candil de gas, las historias antiguas que nos contaban los viejos, entre las que predominaban las de la Santa Compaña; más de un susto tenemos pillado al interpretar equivocadamente toda suerte de ruidos nocturnos, movidos por nuestro miedo, en el corto trayecto que iba de la tienda a nuestra casa. Uno de los mejores narradores que allí había era el señor Florencio "o pulpeiro", que era quien más nos amedrentaba al unir su facilidad de palabra a una voz muy peculiar, cavernosa, que parecía de ultratumba, posiblemente cultivada a base de vino clarete y copas de caña, a cuyo trasiego era Florencio muy aficionado. Barrutos, que era un avezado imitador de todo tipo de sonidos y reclamos, simulaba aquella voz a la perfección. Una noche, estando en la cantina asando unas castañas en la lumbre de la lareira, llegó un vecino con la triste noticia de que aquella tarde el señor Florencio, que había ido a coger pulpos a las piedras de la Insua, se cayó al mar y se ahogó. Aunque desgraciadamente ya conocíamos, sobre todo yo, dadas mis desafortunadas circunstancias familiares, la muerte de cerca, quedamos hondamente impresionados por aquella tragedia, dado el aprecio que sentíamos por el bueno de florencio, hasta el punto de que decidimos dejar de ir por la taberna, al menos por un tiempo.
Pero como la vida sigue, pocos días despues estábamos allí de nuevo, en animada conversación. Entre otros contertulios figuraba Curros, un marinero de unos 30 años y bastante engreído, que siempre estaba alardeando de su gran valentía. En un momento dado exclamó Riolas: -ofrecéronme unha peseta e creo que vou a perdela, porque pa cobrala teño que ir a leira do meu tio Genaro a coller uns repolos, e non me atrevo porque e noite pechada e hay que cruzar pola veira do camposanto - Curros, tal y como el otro esperaba, metió baza: - xa empeza a cheirar a merda, che, non sei si alguen se cagaría polos pantalóns - - vai ti si es tan home-, le replicó Riolas -si me das a peseta vou- proposición que fue aceptada de inmediato -en media hora estou aqui cos repolos- indicó al tiempo que salía por la puerta. Nada más desaparecer, salimos como alma que lleva el diablo y cogimos el atajo del cementerio, a donde llegamos en escasos minutos, escondiéndonos en un recoveco que había al lado de la verja, desde donde se divisaba por un agujero el sendero que venía desde el pueblo. Yo me situé de vigía, y al cabo de unos momentos vi acercarse a Curros a paso apresurado. Miraba nerviosamente para todas partes denotando un desasosiego que ponía muy en entredicho su presunta audacia. Al llegar a la altura de la verja, a indicación mía, Barrutos, imitando la voz del difunto Florencio, dijo con gravedad: -Cuuurrooos, son O Florenciooo; si fas o favooor, vai a xunta de Barrutos e dalle un pesoooo, que llo pedín prestado e morrin sin pagarllooooo, e mentras non llo devolva estou no purgatorioooo. Dallo pronto, que aquí fai moita calooor...-
Aun no había terminado de hablar cuando Curros puso pies en polvorosa, llegando en unos instantes a la tienda, totalmente pálido y desencajado: -veño de falar cun morto- decía poco antes de que llegáramos y que Barutos recibiera el ansiado duro.
El 18 de julio de 1936, como desgraciadamente todos sabemos, estalló la guerra. Bueno, una de ellas, la oficial, ya que fuera de los frentes de batalla había otra mucho más cruel y traicionera. La aparente calma existente en el pueblo durante el día solo turbada con la llegada de algún correo con malas nuevas procedentes del frente, se transformaba muchas noches en trágica algarabía, al oirse ruidos de motor a lo lejos que presagiaban la llegada de los "cuneteros", cuya macabra comitiva provocaba gritos y pasos apresurados en las casas, huyendo la mayor parte de la gente, a medio vestir, despavorida a esconderse, generalmente en las cuevas marinas existentes en las numerosas furnas que rodeaban la pequeña península, en muchos casos comunicadas entre sí, donde permanecían hasta las primeras luces del alba. Hubo un vecino, Sabino Verdía, que por no salir de su casa pagó con el precio más caro: su cadaver apareció al borde de la carretera de Carballo, a la altura de la ermita de los Milagros, con un agujero de bala en la nuca. Su delito, al menos en apariencia, fue haber moceado hacía años con la mujer de Antolín Baños, un jefecillo de la falange de Laracha. Eran épocas en que las miserias humanas más recónditas afloraban en toda su intensidad, y una vida humana pasaba a depender del capricho de cualquier atorrante con delirios de grandeza.
En esta texitura, mi madre, que tras las desgracias familiares sufridas, estaba aterrorizada, con una obsesión rayana en el desequilibrio porque a mi pudiera pasarme algo, un buen día cogio lo más indispensable, cerró la casa y nos fuimos, sin tiempo para despedirnos, a vivir a La Coruña, pensando, con una lógica aplastante, que en un sitio donde no nos conocieran estaríamos lejos del peligro que conllevaban las envidias y celos que ya habían costado la vida a mas de uno. A fines de noviembre del 36 llegamos a la ciudad y nos instalamos provisionalmente en el domicilio de unos familiares, en Adelaida Muro, frente a las hermanitas, donde estuvimos un par de semanas hasta que encontramos un pequeño piso de alquiler en la plaza de Pontevedra, encima del Bar Borrazas, donde por aquella epoca paraban los coches de linea procedentes de la comarca de Bergantiños, que eran 2 o 3. Mi madre arrendó un puesto de fruta en la Plaza de Lugo y se puso a trabajar de inmediato, porque económicamente estabamos en las últimas, y yo empecé a estudiar en el Ferrolán, con el curso ya comenzado. No tardé a adaptarme tanto a los estudios como a la vida de ciudad y a mis nuevos compañeros, pese a que poco tenían que ver con mis viejos amigos. Acababa de cumplir 17 años y mis inquietudes, como las de cualquier muchacho de mi edad, eran el futbol -que anteriormente no conocía, ya que en el pueblo el único deporte que se practicaba era la villarda - y los bailes;la explanada de la plaza de Pontevedra, en los recreos y al salir de clase, cubría perfectamente la primera de ellas, en tanto que para la segunda, cuando había dinero para la entrada, producto de alguna marea de percebes en las piedras de la Torre o el Portiño, me iba los domingos a la palloza, a la pista de la fábrica de tabacos, cuyo ambiente era bien diferente de los bailes a los que estaba acostumbrado, que se hacían en una especie de alpendre anexo a una tienda de comestibles que había en Lagoa, cerca de mi pueblo, animadas por un acordeonista, donde como te emocionaras mucho en la danza las gallinas que por allí correteaban te cagaban en la copa de coñac. En Tabacos, bailar se bailaba poco, pero follones los había cada domingo. Raro era el día que mis amigos y yo no estábamos inmersos en alguna pelea multitudinaria en lo más álgido del baile. Una de las broncas tuvo transcendencia en mi futuro inmediato, al estar presente en el salón el Sr. Marsó, un hombre que frisaba los 50 años, propietario del gimnasio del mismo nombre en la calle de la Galera, quien me dijo que al día siguiente, si podía, pasase por su local si quería ganar un dinero haciendo lo que más le gustaba, es decir, pelearme.
Al día siguiente hice mis primeros pinitos en el apasionante mundo del boxeo. Comencé "haciendo guantes" en el gimnasio, donde llevé mis primeros golpes, que fueron muy numerosos, al tener que entrenar con gente de edad similar a la mía pero con años de experiencia en el cuadrilátero, siendo conocedores de un buen montón de trucos que tardé un tiempo en asimilar. Pero pese a los cardenales, existía un clima de camaraderia y no me fue nada difícil entablar nuevas amistades, que me ayudaron a ir entrando de forma definitiva en el ambiente de la ciudad. Una de ellas era Pepe Mañana, perteneciente a una familia muy numerosa de la Ciudad Vieja. Nunca llegué a saber a ciencia cierta cuantos hermanos eran, pero la cifra era tan considerable, que cuando había una boda en alguna casa del barrio iban a alquilarle la pota de la comida a la familia Mañana, para poder hacer el convite, detalle muy orientativo sobre el nivel de las economías familiares de la época.
El gimnasio donde nos ejercitábamos estaba en la entreplanta de un edificio situado al fondo de un callejón ciego de la calle de la Galera; en los bajos del citado local se había instalado una bolera americana, que tenía mucho éxito por aquel entonces, sobre todo en lo que a ambiente nocturno se refiere, ya que a altas horas alternaba por allí numeroso público, en general de lo más selecto, al menos en lo que a capacidad adquisitiva se refiere, predominando además, dados los tiempos que corrían, los adictos a la causa nacional, que ya por aquel entonces se preveía claramente ganadora de la contienda en curso. Al olor del dinero, acudían asimismo muchas chicas de la vida de los numerosos locales de alterne del centro de la ciudad, una vez que estos cerraban. Era realmente curioso el contraste de los vestidos de lentejuelas de las chicas con las camisas azules de los falangistas, que yo creo que no se las quitaban ni para bañarse.
Como quiera que allí se necesitaba personal para levantar los bolos tras cada tirada de los jugadores -"plantar", se llamaba en el argot-, y que algunos soltaban generosas propinas, al salir del gimnasio nos dedicábamos a ello un par de horas al menos, y raro era el día que salíamos con menos de dos o tres pesetas cada uno en el bolsillo. Cierto día, ante la ausencia de clientela, Pepe Mañana, Saturno y yo, para no aburrirnos sacamos una bola a la calle, y nos situamos en el cruce de la Galera con el Torreiro y el callejón del Salón París, formamos un triángulo y comenzamos a lanzarla uno a otro (con gran esfuerzo, toda vez que el peso era de unos 8 kilos). En un momento dado, a Saturno, poseedor de una considerable fortaleza física, se le fue la mano al lanzar la bola hacia Pepe, sobrepasándo a éste por alto, con la mala suerte de que por el callejón del París apareció un militar de uniforme, que al ver venir hacia él un objeto esférico, se sacó la gorra y dijo: -¡Va miaaaaa!- y a continuación le dio tal cabezazo a la bola que yo creí que la había roto. Desgraciadamente, lo que rompió fue una ceja, por la que empezó a sangrar profusamente, cosa que apenas llegamos a ver, antes de poner los pies en polvorosa. Este incidente significó el final de mi carrera pugilística, pues el propio señor Marsó nos recomendó a los tres que no volvieramos por alli en una buena temporada, porque nos andaba buscando la policía militar, y no precisamente para felicitarnos, por lo que era mejor que no nos localizasen por la cuenta que nos tenía.
Como oriundo que era de puerto de mar, mataba buena parte de mi tiempo libre en el muro, donde no me costó trabajo entrar en el ambiente, aprovechando la amistad de marineros de mi pueblo enrolados en pesqueros con base en La Coruña. En aquella atmósfera me encontraba como pez en el agua, matando en cierto modo la morriña que sentía de mi gente de siempre. Muchas tardes solía frecuentar unos barracones instalados en la Palloza, frente a la Fábrica de Tabacos, donde se expedían, a precio muy económico, parrochas y jurelos fritos en Seín, una grasa elaborada a base de cocer las vísceras de las merluzas, que suplía, con bastante más pena que gloria, al aceite, que estaba al alcance de muy pocos. No es que aquello fuese un bocado exquisito, pero en los tiempos que corrían, cualquier cosa que engañase a la hambruna era realmente bienvenida.
La situación de precariedad era grande, y en las paupérrimas despensas familiares no eran pocos los productos de primera necesidad de los que se carecía, y si en alguna ocasión se quería comprar algo extraordinario -si extraordinario se le puede llamar, por ejemplo, al aceite o al azúcar- había que rascarse a fondo los maltrechos bolsillos y acudir al inevitable estraperlo, que ya por aquel entonces comenzaba a hacer su aparición. Otra opción era la de utilizar la picaresca, técnica
que suele surgir sin necesidad de aprendizaje cuando la necesidad acucia, y a la que el pueblo llano no tenía más remedio que echar mano. Cuantos coruñeses tienen matado el hambre con las algarrobas que robaban en el cuartel de Intendencia, cuyo destino era servir de menú a los burros de carga del ejército, y los esfuerzos que había que hacer para poder evacuar aquel alimento tan constriñente. Hubo quien, a la vista de las tremendas dificultades que ello representaba, tentado estuvo a utilizar un berbiquí que hiciese la función de sacacorchos.
Al respecto de lo antes comentado, recuerdo un día en que me prestaron una bicicleta y me fuí a dar un paseo por la ciudad. Cuando transitaba por la calle Arturo Casares, de un camión del que estaban descargando mercancía para un almacén, se cayó un bidón de aceite, con la mala suerte -para ellos- de que al chocar con una esquina de la acera se agrietó, provocando una pérdida de líquido que rápidamente se esparramó por la calzada.
Al ver aquello, frené en seco y me bajé de la bici sin molestarme siquiera en apoyar el pedal en el bordillo para que se mantuviese en pie. Me dirigí a la gran mancha de aceite que iba creciendo por momentos, y me eché al suelo cuan largo era, comenzando a rebozarme en el grasiento líquido, y me arrastré sobre él hasta que mi ropa quedó completamente pringada.
Cuando llegué a casa, la patente y justificada indignación de mi madre se borró radicalmente cuando se percató de lo bien que íbamos a comer en los días sucesivos. Había que verla como se esforzaba torciendo la ropa sobre una pota para aprovechas el preciado líquido hasta la última gota, mientras yo, dentro de la tina de madera que hacía las veces de bañera, intentaba, con gran esfuerzo, hacer desaparecer los grasientos restos de mi pelo y piel mediante innumerables friegas de jabón Samba.
Durante el verano de 1937, recuerdo con agrado nuestras jornadas de baño en la playa del Orzán, con partidillo de fútbol incluido, que llegaba a durar las 6 o 7 horas que permitía la marea, aunque lo abandonábamos esporádicamente para darnos un chapuzón en las frias aguas cuando el cuerpo lo pedía.
Yo, al criarme en un pueblo marinero, había aprendido a nadar desde muy niño -pese a que existe un dicho, inexacto a todas luces, sobre la torpeza de las gentes del mar al respecto-, en tanto que mis amigos, a excepción de un par de ellos que a duras penas conseguían mantenerse a flote, nadaba "al plomo". Cierto día, a uno de los primeros, Pacucho el del Gurugú, se le ocurrió meterse más de lo aconsejable, dada la respetable resaca que había, y que en un santiamén lo alejó de la orilla. Al verse en apuros, comenzó a pedir auxilio. No había en la playa nadie más que nosotros en aquel momento, y el único con alguna ligera posibilidad de ayudarlo era yo. Tardé unos instantes en decidirme, pero al final, quizas recordando que su único hermano había perdido la vida un par de meses antes en el frente de batalla, muy lejos de su desconsolada madre, me tiré al agua sin pensármelo mucho.
Braceé con fuerza hasta llegar cerca de él, al tiempo que le pedía a gritos que dejara de luchar contra el mar, que hiciese la plancha y se dejase ir porque estaba casi agotado. Cuando conseguí que se tranquilizase y siguiese mi consejo, la resaca comenzó a arrastrarlo, y yo le seguí nadando lentamente a la braza para ahorrar esfuerzos al máximo, evitando aproximarme demasiado a él, porque en su situación desesperada había un evidente riesgo de que se agarrase a mí y nos hundiríamos sin remisión.
Tuvimos la suerte de que el mar nos fue llevando durante unos trescientos metros en paralelo a la playa, en dirección hacia la coraza. Yo quería parecer tranquilo y le animaba insistentemente, pero en mi fuero interno estaba cagado de miedo. Cuando pasábamos a pocos metros de las rocas que bordean la coraza, le grité con todas mis fuerzas: -¡Ahora, nada fuerte hacia las rocas, sin miedo!-. Me hizo caso, y yo le imité. Con la energía que nos daba la desesperación, llegamos al borde de las rocas, y con la ayuda de un pequeño golpe de mar conseguimos caer encima de una de ellas. Las magulladuras fueron tremendas, y las aristas de la propia piedra y los mejillones agarrados a ella nos produjeron múltiples cortes por los que sangrábamos profusamente, pero ni lo notamos. Lo único que importaba es que estábamos vivos. Pacucho se me abrazó y se puso a llorar. Había visto la muerte muy de cerca. A partir de ese día volvió a la playa, pero nunca más tocó el agua salada ni para mojarse los pies.
En el mes de setiembre, pude ver cumplido uno de mis más grandes anhelos: Regresar a mi pueblo y volver a ver a mis amigos ¡tenía tantas cosas que contarles!. El día siete de ese mes, víspera del día de los Milagros, aproveché el viaje de una tarrafa de la sardina que salía de la dársena de La Coruña, y a las dos horas y pico entrabamos por la bocana del puerto.
Nada más desembarcar tuve un emocionado encuentro con mis viejos camaradas, a quien no veia desde mi marcha, hacía casi un año, ya que las dramáticas circunstancias del momento les habían impedido, al igual que a mi, realizar viaje alguno por el evidente riesgo que ello entrañaba.
Se llevaron una sorpresa morrocotuda al verme; la mutua alegría del reencuentro llegó a emocionarnos de tal manera que incluso se nos asomó alguna lágrima rebelde.
La fiesta no iba a ser como siempre, ya que las dramáticas circunstancias del momento lo impedían. Ni siquiera iban a celebrarse las tradicionales berbenas. La romería de la ermita, sita en un monte próximo al pueblo, y una ligera mejora en el menú con respecto al habitual eran los únicos atractivos. No obstante, a mi me era más que suficiente, porque lo único que me importaba era disfrutar de la compañía de mis amigos.
Aunque inicialmente estaba previsto, o así me lo había impuesto mi madre, que me quedara en casa de unos tios (la nuestra habíamos terminado por arrendarla, para aliviar las penurias de la economía familiar), finalmente me quedé en casa de Barrutos, ante la insistencia de éste y de su madre, y sobre todo mi propia apetencia.
Aquella misma noche, quizas impulsados por la nostalgia de épocas anteriores, aprovechamos para hacer una de las nuestras.
El tío Romualdo el de la taberna, en la parte de atrás de ésta poseía una huerta de considerables dimensiones, cerrada con un muro de piedra de unos dos metros de altura, coronado con cristales de botella rota que había incrustado previa cimentación de la parte superior de la muralla, como medida disuasoria para posibles intrusos.
Hacía algún tiempo que en dicha finca había soltado varias parejas de conejos, a los que alimentaba abundantemente con berzas y restos de comida. Ante la ausencia de enemigos naturales, en poco tiempo los animales habían proliferado de tal forma, que ni el propio tio Romualdo era capaz de llevar la cuenta de cuantos había. Además, la buena alimentación había hecho que engordaran de tal forma que más parecían corderos que conejos.
Pertrechados con una escalera de madera, nos acercamos sigilosamente a la muralla. Situamos contra la misma la escalera, a la que se subió Riolas mientras Barrutos aguantaba de ella y yo vigilaba la posible aparición de algún vecino.
Por medio de una tanza de pescar y un anzuelo, en el que habíamos pinchado un trozo de zanahoria, iniciamos nuestra particular jornada de pesca. Al cabo de una media hora, obraban en nuestro poder cuatro buenas piezas, que metimos en un saco y nos llevamos a casa de Barrutos, donde Riolas, con su característica sangre fria, los sacrificó, despellejó y limpió.
Al día siguiente, nos acercamos hasta la taberna y le pedimos al tío Romualdo, excelente cocinero, si nos podía guisar unos conejos que mi madre me había comprado en Coruña para traer a la fiesta. Este no puso ninguna objeción, antes al contrario nos dijo que si le permitíamos participar en la comilona, no nos cobraba la preparación y además ponía el vino y el pan gratis. Aceptamos entusiasmados, y aquella misma noche nos pegamos una panzada de categoría, máxime para los tiempos que corrían. En la sobremesa, mientras nos tomábamos unos carajillos, sentenció el tabernero con satisfacción, exaltando el producto: -Menudos conexos que papamos ¡casi eran tan grandes como os meus!-
Por aquellos días se había corrido la voz de que un "can doente" andaba suelto por las inmediaciones del pueblo, lo que provocó que muchos vecinos, pese a ser fiesta, no se atrevieran a salir de sus casas y los que lo hacían era con la máxima prudencia y tomando todo tipo de precauciones. Finalmente se organizó una batida por los montes próximos, sin encontrar rastro alguno del animal, por lo que aquello se atribuyó a una falsa alarma. Pero aun así el vecindario no las tenía todas consigo y cuando tocaba andar por los caminos del extrarradio, en los rostros se reflejaba cierta preocupación.
Siguiendo la tradición, mis amigos y yo subimos en peregrinación al Outeiro, donde estaba la ermita, y asistimos a la misa principal, que era a las doce. Al salir del Santuario, nos quedamos en la explanada que rodeaba la capilla, infestada de casetas de feria, con la idea de tomar el pulpo, como era habitual en esas ocasiones. El problema era que todo el mundo había tenido la misma idea, y no había ni la más mínima posibilidad de encontrar mesa en la pulpeira. Para mayor aflicción, el aroma que emanaba de la humeante caldera de cobre era realmente apetitoso. Ya estábamos planteándonos seriamente la posibilidad de tomarnos el pulpo de pie cuando, en un momento dado, Barrutos se separó de nuestro lado situándose en el medio de las mesas repletas de paisanos que degustaban con aire satisfecho las tajadas depositadas en los platos de madera. Entornó los ojos como si estuviera en trance y de repente comenzó a rosmar amenazadoramente, como si de un verdadero chucho se tratase. En un abrir y cerrar de ojos la zona quedó completamente despejada. La gente, como alma que lleva el diablo, bajaba despavorida por la ladera. Era mucho correr de Dios. Por no quedar no quedaron ni los propietarios del negocio.
Tranquilamente, echamos un vistazo para buscar el sitio más adecuado. Había mucho donde elegir. Vimos una mesa con una jarra de vino tinto y una ración doble, todavía sin empezar. Allí nos sentamos y devoramos las sabrosas tajadas, aun calientes, acompañadas por unas cuncas de tinto que sabían a gloria.
Todo iba perfectamente hasta que del pinar cercano comenzaron a divisarse dos objetos brillantes que se movían: eran los acharolados tricornios de la pareja de la guardia civil, que con su verde uniforme se aproximaba a nosotros. Barrutos, intuyendo a lo que venían, se levantó y salió como una flecha, perdiéndose por el maizal que había detrás de la ermita. El pobre no pudo bajar al pueblo en todo el día, mas por miedo a los resentidos paisanos que a la propia benemérita.
Al cabo de una semana, abandoné el pueblo con menos nostalgia de la prevista, ya que me acompañaba Riolas, a quien invité a pasar una temporada conmigo en La Coruña. Barrutos, con gran dolor de corazón, no podía venir, porque hacía poco que se había enrolado en la tarrafa de un tío suyo, y al acabarse la fiesta, tenía que salir al mar.
Nada más llegar y acomodarse en mi casa, donde fue recibido con gran alegría por mi madre, que lo quería mucho, ya estaba loco por conocer a fondo la ciudad, porque además traía unos duros ahorrados y estaba obsesionado por gastarlos. Le presenté a mis amigos, que lo acogieron con gran simpatía, salvo alguna excepción, que siempre la hay, que quiso aprovechar su condición de pailán para burlarse de él, tomandole evidentemente el número cambiado, pero claro, Riolas era mucho Riolas y el otro tuvo que plegar velas:
-Oye, ¿tú en el pueblo tienes gallinas en casa?- le decía con cierto retintín
-Coño, claro, e teño unhas poucas que teñen o pescozo pelado... e poñen os ovos con plumas-.
Le enseñé todos los rincones de la ciudad que merecían la pena: Bares, cafés, lo llevé al baile, al cine (que lo impresionó), y hasta al futbol y al boxeo en la plaza de toros, pero yo que lo conocía bien, notaba que le faltaba algo y no se atrevía a decírmelo a pesar de la confianza, así que cogí el toro por los cuernos y le dije:
-A ver, deixa de zorrear e dime que carallo queres-
-Joder, e que me enseñas todo menos o Papagayo, e xa o conoce todo o pueblo menos eu. Cando chegue de volta se vai a reir de min todo dios-.
Yo ya me olía una tostada parecida, así que no me quedó más remedio que llevarlo. Una noche nos fuimos hasta allí.
Yo, aunque en conciencia era algo reacio a meter a Riolas en aquel ambiente, debo reconocer que por mi parte no me encontraba ni mucho menos a disgusto en el barrio chino.
Después de un par de vueltas estériles, nos decidimos a entrar en la casa de la Apache. Nos abrió la puerta la encargada y pese a nuestra edad, un poco por debajo de lo permitido en aquel tipo de establecimientos, al reconocerme vagamente, -aun sin ser asiduo debo confesar que había ido algunas veces por allí-, no puso impedimento a dejarnos pasar. Nos guió hasta el salón, situado en la primera planta del edificio (el bajo lo tenían reservado para cocina y comedor, donde de vez en cuando se organizaban ágapes para gente importante, que solían terminar, según dicen, con "fiesta"). Al acceder al salón, que ya de por sí era grande, estando además magnificado por los altos techos de madera donde destacaban las vigas de tea, vimos al fondo, presidiendo la estancia, a la propietaria, doña Pilar, "la Apache", sentada en un gran sillón regio, de madera noble repujada, y cargada de joyas de gran valor; tenía un ademán solemne y su escrutadora mirada vigilaba todo lo que allí pasaba. En asientos mucho más sencillos estaban las chicas, unas doce, a cual mejor, vestidas casi todas con provocativos vestidos de lentejuelas, y cuatro clientes que estaban a "velas vir". A Riolas se le pusieron los ojos como platos. Pedimos unas consumiciones mientras observábamos el ambiente. Me levanté un momento para ir al servicio, y cuando regresé, ya estaba Riolas charlando animadamente con tres pebetas; llevaba la voz cantante, de tal manera que éstas le miraban tan absortas que parecían hipnotizadas. Yo, que conocía todas las facetas de mi amigo menos esa, me quedé estupefacto al ver aquello. Por prudencia, y porque él tampoco me llamó, eludí entrar en la tertulia, manteniéndome al margen y buscando otra compañía. En un momento dado, estaba yo tan entretenido charlando que ni me percaté de que Riolas y una de las chicas habían desaparecido del salón.
Al cabo de una media hora, reapareció con cara de satisfacción, circunstancia que también concurría en su "partenaire", quedando bien claro de donde venían. Casi de inmediato, ví con sorpresa que salía con otra, y a su regreso, repitió la operación con la que restaba. Una vez completada su labor, se acercó a mí, que de tantos coñacs que llevaba en ese intervalo estaba bastante "contento", y me dijo que cuando quisiera que marchábamos, a lo que accedí de inmediato, toda vez que, entre unas cosas y otras, llevábamos allí casi tres horas. Sus nuevas amigas le hicieron una despedida a lo grande.
Cuando salimos a la calle, intenté echarle una bronca, por malgastar el dinero de aquella manera: -Hombre, una vez está ben, pero tres....-. Me repuso: - Que carallo de diñeiro, si viñen sin nada. Subiron conmigo porque lles fixen gracia-. Me quedé helado, ya que por una parte sabía que a mi Riolas jamás me mentía, y por la otra nunca había oido que nadie consiguiera ventilar por la cara a ninguna de aquellas ninfas, y mucho menos a tres de un golpe. Era evidente que mi amigo tenía un don especial, totalmente ajeno a la galanura física -algo de lo que evidentemente carecía-que le hacía irresistible.
Con todo el cúmulo de anécdotas y situaciones divertidas que estábamos viviendo, y en cierto modo cegados por la inconsciencia propia de la edad, nos habíamos olvidado un poco de los tristes acontecimientos que estaba viviendo todo el pais, pero las circunstancias pronto nos devolvieron a la cruda realidad.
Cierto ingrato día, una pandilla de unos 10 chavales pululábamos por el margen trasero de los jardines de Mendez Nuñez, a la altura de La Terraza, y un camión paró en seco delante de nosotros. De su parte trasera bajaron 6 hombres de paisano, pero armados con fusiles, y se dirigieron a tres de los componentes de nuestro grupo, los hermanos "de la lejía", miembros de una familia muy numerosa del Barrio de la Torre, de la que varios componentes eran miembros activos del sindicato de la CNT.
-tenéis que acompañarnos- les indicó el que llevaba la voz cantante. Los tres hermanos traslucían en sus pálidos rostros el miedo que estaban pasando. Uno de ellos, presa de los nervios, hizo un amago de huida, siendo rápidamente agarrado y derribado de un culatazo en la boca, por donde comenzó a sangrar abundantemente. Al ver aquello, la reacción instintiva del resto de los que allí estábamos fue tratar de intervenir. Yo mismo inquirí al cabecilla: -¿Pero que carallo os pasa, que os hicieron?- éste me apuntó con el arma. -tú no te metas, que esto no va contigo-. A continuación los introdujeron en el camión y éste arrancó rápidamente.
Nunca más volvimos a verlos con vida. Ese mismo día fueron fusilados, junto con el resto de sus hermanos -excepto uno que, tras permanecer oculto entre las cajas de lejía del negocio familiar, logró meterse de polizón en un carguero con rumbo a Portugal-, en Punta Herminia, frente a la Torre de Hércules. Según testigos presenciales, fue tanta la crueldad de aquellos individuos, que al más pequeño, de tan solo 15 años, a quien por ser menor de edad en el simulacro de juicio sumarísimo que les hicieron no pudieron condenar a muerte, le aplicaron la ley de fugas. Cuando ya todos sus hermanos estaban muertos, le dijeron que se escapara corriendo por las rocas. Aun no había avanzado 20 metros, cuando el hijo de perra que mandaba el pelotón de fusilamiento, un tal Francisco Freire, dió orden de disparar: al pobre crío lo acribillaron como a una rata.
No fue este, por desgracia, el único suceso lamentable. A nuestro alrededor sucedían de forma cotidiana situaciones tan dramáticas que ponian los pelos de punta. Era una auténtica orgía de sangre. Los amaneceres de cada día eran mudos testigos de las apariciones de cadáveres de los "paseados" en las cunetas, que se podían contar por docenas. Familias enteras quedaban diezmadas. Pocos meses antes, nadie, ni el más pesimista, hubiera podido imaginarse que la condición humana pudiera llegar a esos extremos de degradación y crueldad. No se respetaba a nadie: ni edad, ni sexo, ni vecindaje de toda la vida o incluso a los propios familiares. Solo imperaban dos sentimientos alternativos: el miedo y el odio, dependiendo de que lado estuvieras.
En abril de 1939, con mucha más pena que gloria y con muchas familias destrozadas, acabó la guerra. Yo había terminado mis estudios de bachillerato, y la verdad es que se me habían acabado las ganas de seguir estudiando, así que traté de buscarme un trabajo. Después de unas oposiciones fallidas a Correos, en cuyo resultado sospecho que jugó un papel importante mi escasa adicción al Régimen, obtuve un empleo de dependiente en Calzados La Americana, en la calle de San Andrés, por aquella época la zapatería de moda de La Coruña. Alternaba dicha actividad con la defensa de los colores del club de fútbol modesto Sporting Ciudad, en los diferentes campos que existían por aquel entonces: Explanada de San Diego, La Estrada, La Granja e incluso en ocasiones en el viejo Riazor, en el que pasé mis mayores momentos de gloria, al ganar la final de la Copa de La Coruña y defender los colores del Deportivo en algunos partidos amistosos. Pese a las penurias económicas inherentes a la época (todo el mundo sabe que en la postguerra no era fácil ni siquiera llevarse algo decente a la boca), aquella fue una de las etapas más gratas de mi vida.
En la década de los cuarenta, había en La Coruña una gran proliferación de personajes peculiares, tanto los que pudiéramos llamar pintorescos, genuina representación de aquella "España de charanga y pandereta", como otra serie de gente, cuya simpatía y don de gentes, sazonados con una pizca de picaresca, los hacía especiales.
Por citar un ejemplo de estos últimos, estaba Agustín Suarez Miramontes, "el palletas". Criado en una familia de tres hermanos varones (el menor de ellos, Luis, sería con los años el mejor futbolista de Europa), sus padres poseían un negocio de carnicería junto al Campo Volante, donde Agustín y su otro hermano, Pepe, colaboraban en la atención a la clientela.
Coincidí con el jugando en el Sporting Ciudad, a donde llegó en el año 44, con 18 años. Era un extremo excelente, destacando por su gran velocidad y disparo a puerta, pero era un auténtico "verbenas". Cuando los partidos coincidían en las primeras horas de la mañana del domingo, iban a recogerlo a casa y nunca estaba. Había que buscarlo por toda la Coruña, y cuando aparecía lo hacía en un estado lamentable. Lo llevaban en un taxi al campo de la Granja y despues de una ducha fria en el vestuario, salía a jugar. Aun así lo hacía bien. Empezaba los partidos un poco atorrijado, pero cuando le metían alguna tarascada se cabreaba y metía un gol.
Las tardes de los domingos salía con su novia y otra pareja, y como la economía no era boyante, al menos la suya (la novia trabajaba y tenía sus ahorrillos), y en los acompañamtes concurrían similares circunstancias, no tenían otra alternativa que dedicarse a dar paseos por toda la ciudad, y más tarde, jugar partidas de parchís por parejas (los hombres contra las mujeres) en el café Triana, en el Riego de Agua, a peseta la ficha "comida". Como quiera que tanto Agustín como su amigo eran dos auténticos "trapalleiros", se hinchaban a hacerles trampas a las novias y las desplumaban. La técnica utilizada habitualmente era que cuando les coincidía de "comer" una ficha, mientras movía la suya con el dedo índice, aprovechaba para situar otra con el meñique de la misma mano, en una posición tal, que contando las veinte de rigor les papaba otra. No había domingo que el Palletas y su compinche no salieran de farra después de dejar a las novias en su casa, con 5 o seis duros menos que cuando salieron.
Con su peculiar voz, bastante ronca, y su gracia innata, era un extraordinario contador de chistes. Los sabía de todos los colores. En la carnicería tenían un mandadero, un tal Caridad, que repartía los encargos de los clientes por las casas. Aunque buena persona, era la pura esencia del malhumor, seco y con cara de vinagre. Agustín, mientras le preparaba la carne para llevar, siempre trataba de hecerlo reir, sacando lo mejor de su repertorio, pero era inútil, ya que la respuesta era siempre la misma. Impertérrito, Caridad comentaba: -Pois eu non lle vexo a gracia-. Era la horma de su zapato y lo tenía realmente desesperado.
Un buen día, el recadero, después de oir un chiste de los "escogidos" y reaccionar como siempre, cogió la mercancía y salió a repartirla. Agustín se dio cuenta de que se le había olvidado un pequeño paquete de bistés, que había quedado oculto detrás de la báscula. Salió rápidamente detrás de él para entregárselo, y cual sería su sorpresa cuando se lo encontró en el portal de al lado, con los paquetes tirados en el suelo y descojonándose de risa, de tal forma que no podía parar. Tanta era la mala uva del tal Caridad.
En 1947 retorné a mi pueblo. Aprovechando que los inquilinos de mi casa se habían ido a hacer las américas, me decidí a buscar fortuna explotando el pequeño negocio que éstos habían iniciado en la planta baja de la casa, consistente en una pequeña tienda/taberna al estilo de la que había tenido el tio Romualdo, la cual permanecía cerrada desde el fallecimiento de su propietario, hacía ya algunos años. Mi madre no quiso regresar al pueblo, influenciada por los desgraciados recuerdos que le traía, y permaneció en la Coruña con su trabajo en el mercado.
Enseguida conseguí adaptarme a mi nuevo oficio, acostumbrado como estaba a atender clientes en la zapatería, y las cosas empezaron a marcharme aceptablemente. El local se convirtió rápidamente en centro de reunión de la juventud del pueblo, lo que me producía unos ingresos que me permitían vivir con cierto acomodo.
Allí todavía no se conocía el fútbol, curiosamente la cosa que yo más echaba de menos, por lo que recluté a un grupo de chavales de entre 15 y 20 años, los que a mi parecer reunían mejores condiciones para la práctica del deporte, y comencé a entrenarlos en la playa. Varios de ellos lo asimilaron de tal forma que parecía que no habían hecho otra cosa en su vida, y de hecho alguno llegó a rayar a muy buen nivel en el futbol aficionado.
A los pocos meses de empezar a entrenar organicé un partido en la playa contra mi ex-equipo, el Sporting, y aun cuando el resultado no fue favorable a los del pueblo, cosa lógica, dieron una imagen muy honrosa.
Pero como en esta vida nada dura, pronto comenzaron mis problemas. Una hermana de mi padre que llevaba muchos años emigrada en Nueva York, me había enviado, por medio de un tripulante del "Covadonga", un aparato de radio "transistor", que en aquella época ni se conocía en España. Como quiera que en el pueblo todavía no había instalación de luz eléctrica, era la única radio existente en todo el contorno. Aquel aparato significó una buena ayuda para mi negocio, porque los domingos por la tarde se reunía mucha gente para escuchar el Carrusel Deportivo, dirigido por el inolvidable Boby Deglané, y hasta en ocasiones sintonizábamos a Enrique Mariñas, que narraba en directo los pormenores de los partidos que jugaba nuestro Deportivo. Posteriormente, subiamos al salón del primer piso de la casa, y las canciones dedicadas de la radio amenizaban unas pequeñas sesiones de baile.
Cierto día recibí la visita de un amigo de La Coruña. La alegría inicial se tornó en preocupación cuando me dijo a lo que había venido: Por medio de un familiar que era funcionario de policía, a quien yo también conocía, se había enterado de que alguien había enviado un escrito anónimo denunciando que en mi local todas las noches había reuniones en las que se escuchaba la emisión en español de Radio Moscú, en la que se arengaba a los oyentes con críticas hacia el régimen dictatorial existente en España. Me quedé helado. Aquello era mentira, pero en ese tipo de cosas no hacían falta muchas pruebas para que tomaran medidas drásticas contra cualquiera, por lo que había que reaccionar con rapidez. Ese mismo día cerré el negocio y me fui con mi amigo a La Coruña. En la calle Payo Gómez, al lado de donde yo había vivido, residía y tenía su consulta D. Juan Bermúdez, prestigioso médico que ya me había ayudado en plena guerra civil, al evitar mi incorporación a filas, que parecía inevitable. Me presenté a él acompañado de su hijo Eugenio, que era íntimo amigo mío, y le expuse mi preocupación por lo sucedido. Oyó mis explicaciones con gesto grave, y cuando terminé me dijo que estuviera tranquilo, que dejara el caso en sus manos, que se encargaría de solucionarlo. Y así fue. Jamás nadie me molestó con aquel tema. Le estaré eternamente agradecido.
Pese a ello, yo seguía estando preocupado, porque la misma persona que había cometido aquella bajeza podía intentar hacerme daño nuevamente con mayor éxito en su empeño, así que de la forma más discreta posible me dediqué a intentar averiguar de quien se trataba. Tardé algún tiempo en tener pistas, pero al final lo conseguí. Un vecino mío, cuando se enteró de lo que había pasado, recordó algo que había visto hacía algún tiempo, y, tras atar cabos, rápidamente vino a comentármelo.
Un día había ido a La Coruña para solucionar unos trámites en el catastro relativos a la propiedad de una finca. Al salir de Hacienda, al lado de un buzón de Correos próximo vió a alguien conocido, que tenía un sobre en la mano, y daba nerviosos paseos cerca del buzón como intentando tomar una decisión. Finalmente introdujo el sobre en el buzón y se marchó apresuradamente. Se trataba del dueño de la taberna más próxima a la mía, un tal Abeijón, que ya por algunos detalles sabía que no me quería bien, debido a los celos de que mi negocio funcionara mejor que el suyo.
Tuve que hacer verdaderos esfuerzos para no cruzar la calle y machacarlo, pero finalmente conseguí controlarme. Ya llegaría mi oportunidad para poner las cosas en su sitio.
Dediqué un tiempo a estudiar concienzudamente los puntos débiles de aquel individuo. No era fácil de engañar, al ser desconfiado en grado sumo y astuto como un raposo. Al final llegué a la conclusión de que la envidia, tal y como me había demostrado, y la avaricia eran los defectos más acusados de nuestro hombre, así que había que buscarle su talón de Aquiles. Pronto, apoyado en una circunstancia casual, una idea me vino a la cabeza:
El tio Eustaquio era un anciano que durante su juventud había estado enrolado como marinero en barcos mercantes, y más adelante había intentado, sin éxito, la aventura americana. Estuvo muchos años en la Argentina, donde se casó y enviudó, y finalmente había sido repatriado, solo y enfermo, para pasar en su pueblo natal sus últimos días.
Se instaló en el domicilio familiar, una pequeña casita, en el centro del pueblo, en la que se echaban en falta los servicios más indispensables, aun para la época. Carecía de retrete y de cocina -se hacía la comida en una pequeña lareira situada fuera de la casa, en la parte de atrás-. El interior estaba muy deteriorado, con las paredes desconchadas y el suelo era de tierra y el techo estaba lleno de goteras. Como quiera que carecía totalmente de medios y no le quedaba viva familia alguna, sobrevivía gracias a la caridad de algunos vecinos.
La enfermedad que arrastraba afectaba de forma degenerativa a las articulaciones, y fue evolucionando hasta quedar totalmente impedido, de tal manera que no tenía capacidad para llevarse la comida a la boca. Entre la gente joven del pueblo, concienciados como estábamos de la dramática situación de aquel hombre, le ayudamos en lo que pudimos, inicialmente organizando una colecta por todo el pueblo, con la que se consiguió dinero para pagar, al menos por un tiempo, a una señora para que lo cuidara. Asimismo, y aun con nuestros limitados conocimientos de albañilería, arreglamos como buenamente pudimos el tejado de la destartalada casa y construimos, anejo a la misma, un pequeño bater, poco vistoso pero efectivo.
Mientras realizábamos nuestro trabajo dentro de la casa, fueron apareciendo diversos documentos, que ordenamos y guardamos en el cajón de una destartalada cómoda, único mueble existente en la casa, además del camastro y un viejo baul, único equipaje que se había traido en su retorno. Entre la documentación encontrada me llamó la atención una carta remitida a nuestro amigo por el Consulado de España en Córdoba (Argentina), en la que se le comunicaba la resolución de las autoridades españolas de subvencionarle el viaje. Ahí me vino la idea. Con el permiso de su propietario me quedé con el sobre, en el que figuraba el membrete del consulado, junto a la dirección Argentina del destinatario, y de inmediato me fui a La Coruña a visitar a un amigo, experto escribano de una notaría de la plaza de Lugo.
Nada más verlo, le expresé mis intenciones y la colaboración que pretendía de él. Aceptó encantado, máxime al conocer todos los pormenores del asunto. Armado de papel y pluma, confeccionó un escrito -tras modificar la dirección del sobre, cambiando la de Argentina por la del pueblo-, en el que yo aporté la idea y él la correcta redacción, haciendo especial hincapié en la utilización de términos jurídicos de la mayor complejidad posible, y una impecable transcripción, por el cual el Consulado de España comunicaba al bueno de Eustaquio que, tras el fallecimiento de un cuñado suyo en la Argentina, le había legado un inmenso patrimonio y una cuantiosa fortuna en metálico.
A primeras horas del día siguiente, el sobre con la carta, por "error" se introducía por debajo de la puerta del bar de Abeijón. Sabía perfectamente que, aunque no era suya, la iba a leer -la curiosidad era otra de sus debilidades-. La carta nunca llegó a su presunto destinatario. Esa misma jornada, Abeijón se presentó solícito en el domicilio del sorprendido tio Eustaquio con una fuente de carne asada, y desde ese momento, el viejo recibió toda clase de atenciones por parte de mi "amigo", pese a lo cual la gravedad de su estado provocó un fatal desenlace al cabo de unos meses, no sin antes haber otorgado testamento a favor de Abeijón, forzado por éste y extrañado por su exagerado interés en conseguirlo, toda vez que el anciano carecía de bienes (incluso la casita no era suya).
Pocos días después del fallecimiento, abeijón vendió el bar, y se embarcó en un paquebote en el puerto de La Coruña con rumbo a la Argentina, imagino que llevando en su equipaje, como oro en paño, el certificado de defunción de Eustaquio y su testamento, decidido a hacerse cargo de la herencia. La cara que se le quedó cuando se enteró de la cruda realidad me la puedo imaginar, pero no tengo certeza alguna, porque nunca más se supo de él, no sé si porque no tenía dinero para pagarse el regreso o por la vergüenza que le sobrevino al darse cuenta de como había caido en aquella trampa, y la evidente consecuencia de ser, caso de volver, el hazmerreir del pueblo durante toda su vida.
Yo, por mi parte, comencé a "hablar" con una moza, hija de un labrador de los contornos, el cual, desconfiado por naturaleza, no estaba muy de acuerdo con el noviazgo, dados mis antecedentes "de ciudad". No obstante, tras la petición de mano, acompañado de un amigo común, persona de la confianza de aquella casa, un patrón de pesca, ya mayor, con el que me unía una gran amistad, y una posterior visita a La Coruña, acompañando a mi futuro suegro para hablar con mi madre, para que no le quedaran dudas, accedió al enlace. Así es que me casé, y al poco regresé a La Coruña, donde establecí un negocio, y poco más que contar hasta hoy, dia en que mi vida, lejos de pasados avatares, transcurre mucho más feliz que infelizmente en la mejor ciudad del mundo, aunque sin olvidarme de mi pueblo natal, que visito con frecuencia para disfrutar de la compañía de mis viejos amigos de antaño.
Marzo de 1993. Aquella soleada mañana, Andrés Martinez y Joaquin Loureiro, aprovechando la bonanza climatológica, se cogieron el coche y fueron hasta la punta Atalaya a coger percebes. La dificultad para la captura era considerable, al tratarse de rocas escarpadas por las que había que descender desde una altitud superior a los 30 metros, por un estrecho sendero, hasta llegar a una pequeña plataforma situada a unos 10 metros sobre el nivel del mar, desde la que la única opción era descender atado a un cabo. Por tal motivo, al llegar a ese punto Andrés se amarró convenientemente, y comenzó lentamente el descenso sujetado por Joaquin; cuando había bajado unos 6 metros y se acercaba, ya con la ferrada preparada, al banco de percebes, en uno de los vaivenes su pie choco contra una arista de piedra, que al estar soportada por tierra se cayó produciendo un ligero desprendimiento, cuyo efecto provocó que una pequeña oquedad existente en la roca, se ensanchase considerablemente, hasta alcanzar unas dimensiones que permitían el paso de una persona hacia el interior. Andrés, empujado por la curiosidad, gritó a su compañero que parase de soltar cuerda, y una vez hecho se encaramó en el interior del hueco, donde la oscuridad era total, pero su oido pudo percibir en el interior pequeños chapoteos de agua que evidenciaban la existencia de una cueva submarina.
Aquella misma tarde, los dos percebeiros pertrechados con utensilios de buceo, entre los que estaban incluidas bombonas de oxígeno, subieron a una zodiac en el puerto, dirigiéndose por mar hacia la zona de la presunta cueva. Una vez allí, anclaron la embarcación y se sumergieron. A unos cinco metros de profundidad, en una zona donde la intensa vegetación submarina dificultaba enormemente la visibilidad, abriéndose paso entre las algas consiguieron localizar la entrada de la gruta. La boca de ésta era bastante ancha, de unos dos metros, pero su altura era escasa, muy ajustada para entrar holgadamente personas corpulentas, como era el caso. Pese a ello, primó la curiosidad sobre la prudencia y se decidieron a introducirse; primero lo hizo Joaquin, seguido de su compañero. A medida que se iban adentrando en la cavidad, comprobaron con alivio que ésta se iba ensanchando, y en un momento dado, emergieron a un recinto de pétreas paredes, al que la luz de las linternas daba un aspecto fantasmagórico.
El techo de la bóveda, en el que despuntaban numerosas estalactitas, se alzaba a unos diez metros de altura y la superficie, también amplia, estaba totalmente anegada por el mar, a excepción de una pequeña plataforma situada justo en el centro de la cueva, sobre la que había una especie de piedra alargada, que destacaba por tener una tonalidad mucho más clara que la de la roca sobre la que descansaba. Al acercarse comprobaron a la luz de las linternas que la roca más blanca lo era en realidad por estar completamente cubierta de lapas; pero lo sorprendente no era eso, sino el hecho de que aquella aparente piedra tenía un movimiento lento y acompasado: !era como si respirase¡.
Quedaron sobrecogidos al comprobar aquello, tardando unos instantes en reaccionar. Cuando lo hicieron, atreviéndose a aproximarse más, vieron que en realidad, tras la apariencia petrea de aquel bulto, lo que había era, increiblemente, una persona.
La noticia corrió como un reguero de pólvora por el pueblo, y la expectación que se levantó fue extraordinaria. Mientras expertos de la comandancia de marina, una vez puesto el hecho en su conocimiento, preparaban concienzudamente la operación de rescate del desconocido, no se hablaba de otra cosa.
Al ignorarse desapariciones en aquellas aguas, al menos desde hacía mucho tiempo, todo el mundo se preguntaba por su identidad, y sobre todo por como había podido llegar hasta allí.
La llegada de la noche tranquilizó el ambiente, aunque en las tabernas siguió hablándose del asunto hasta bien entrada la madrugada. Incluso, con cierta ayuda etílica, empezaron a circular hipótesis que vinculaban el suceso con los extraterrestres que, según las malas lenguas, tenían una base submarina en las proximidades de los bajos de Baldayo.
A primeras horas del día siguiente, se inició el rescate. El modus operandi se centró inicialmente en picar la roca en el hueco del acantilado hasta que su anchura permitiese el paso de un cuerpo de forma más holgada. Esta maniobra se prolongó unas dos horas, dada la dureza del granito; nada más terminar, comenzó a sentirse el zumbido característico de las hélices de un helicóptero, que apareció en el alto de la montaña; tras tomar posición, el aparato quedó estático en el aire pocos metros por encima de la oquedad abierta en el acantilado. Se abrió una compuerta y de ella salió una camilla sujeta con una cuerda que comenzó a descender hasta llegar a la altura del hueco, donde permanecían los dos marineros que lo habían ensanchado; éstos sujetaron la camilla y la introdujeron cuidadosamente en la cueva, y comenzaron a soltar poco a poco cuerda hasta alcanzar la superficie de la gruta, donde un tercer hombre que se había introducido al interior por su acceso submarino manejó con cuidado el cuerpo inerte hasta situarlo en la camilla y despues de amarrarlo pegó a la cuerda un tirón avisador del inicio del ascenso. Así se hizo con la máxima precaución, y muy lentamente se fue sacando de la cueva y se izó hasta el helicoptero que, ante la nube de curiosos que se agolpaban en lo alto del monte, rápidamente salió rumbo al hospital Juan Canalejo de La Coruña.
Durante los tres días siguientes un equipo médico atendió con el máximo esmero a aquel desconocido, que permanecía sumido en un estado de inconsciencia profunda. Una vez que con sumo cuidado para no dañar la piel, consiguieron limpiarlo de las más de trescientas lapas que cubrían su epidermis, y aun quedando bastante deformado por el efecto de las ventosas de dichos moluscos a lo largo de todo su cuerpo, observaron que se trataba de un individuo joven, de unos 17 años, que se hallaba totalmente desnudo. Llevaba colgada del cuello una cadena de oro con una vieja medalla, completamente ennegracida, en la que trabajosamente se podía distinguir una medalla de la virgen del Carmen en cuyo dorso figuraba, de modo casi ilegible, la leyenda: "Plácido Vázquez 17.IV.17".
Poco a poco, con la ayuda de la sobrealimentación por suero, fue mejorando el aspecto del desconocido, que adquirió mejor color y fueron desapareciendo las ronchas producidas en su piel por las conchas de los moluscos. Lo único que permanecía inalterable era el estado de inconsciencia profunda en que se hallaba. No obstante, a medida que fueron pasando los días, los indicadores iban reflejando, aunque de forma muy lenta, una aminoración en dicha situación.
Ante la carencia de otras alternativas, con objeto de obtener pistas sobre la identidad de aquel joven, La Comandancia de Marina y la Guardia Civil, en mutua colaboración, iniciaron una investigación dirigida por dos suboficiales, uno de cada cuerpo: el sargento de marina Antonio Fariñas y el brigada de la guardia civil Emilio Alborés. El primero de ellos contaba con la ventaja de conocer a fondo la zona, al ser natural de Zorrizo, aldea del litoral distante apenas dos kilometros de la cueva donde se descubrió al desconocido.
Al no disponer de otros indicios, centraron las primeras pesquisas en la medalla que llevaba colgada al cuello. Lo primero que les llamó la atención fue que el portador fuese tan joven, puesto que independientemente de la antiguedad de la fecha de la inscripción (podría tratarse de un recuerdo familiar), lo desconcertante era que en la informacion que les habia sido facilidada al hacerse cargo del caso, se reseñaba que las manchas del oro ennegrecido de la cadena alrededor de su cuello se habian marcado tan profundamente en la piel que aparentaban un tiempo de contacto muy superior al de la edad que éste representaba, hecho al que tampoco daban demasiada importancia, al establecer -aunque sin una base científica sólida- una relacion entre este hecho y las condiciones extremas de humedad soportadas durante la permanencia en el interior de la gruta.
Aprovechando la estancia en la zona, el sargento Fariñas se acercó hasta su aldea natal para visitar a su abuela paterna, único familiar vivo que allí le quedaba, ya que sus padres residían con él en Ferrol. Se trataba de una mujer de unos 70 años, muy agradable y locuaz, a la que hacía algún tiempo que no veia. Aunque su intención, no era, ni mucho menos, comentar los pormenores de la misión que allí le había llevado, inevitablemente la conversación acabó derivando hacia ello, y aun tratando de mantener cierto hermetismo en torno a aquel suceso, pensó que una persona conocedora de la zona y con excelente memoria, como era el caso de su abuela, bien podía aportar algo de luz a aquel misterio. En el curso de la conversación, quedó sorprendido de que la buena señora conociese prácticamente al dedillo todo lo que había sucedido desde el descubrimiento de la cueva, hacía ya tres semanas, hasta entonces, pese a que el asunto apenas había trascendido a la prensa, y ello en su aspecto más superficial; lo único que desconocía era el pequeño detalle de la medalla, que al serle revelado por su nieto, provocó una atención inusitada en la anciana, y al conocer el contenido de las inscripciónes que en ella rezaban, exclamó, mostrándose sorprendida: -Plácido Vázquez, eu conozo ese nome. Espera un momento- se levantó de la silla y se dirigió al viejo chinero de castaño que había en la sala. Abrió una de las puertas inferiores del mueble y sacóun viejo album de fotos. Sin decir una palabra, lo colocó encima de la mesa, lo abrió con sumo cuidado y comenzó a hojear cuidadosamente aquellas viejas páginas cubiertas de amarillentas fotos en blanco y negro. En un momento dado se paró y dijo, señalando una vieja fotografía: -este e Placido Vázquez-. Fariñas miró sorprendido la foto, en la que dos jóvenes de unos 17 años, cogidos mutuamente por los hombros en pintoresca actitud, sonreían a la cámara: -Este e o teu abó, e o outro Plácido Vázquez-. Cuidadosamente levantó el papel transparente que protegía la fotografía y la despegó con facilidad del album. En la parte posterior figuraba escrito a plumilla, algo borroso por el paso del tiempo, pero perfectamente legible: "Plácido Vázquez y Manolo Fariñas. La Coruña, 2 de abril de 1933". Doña Natalia explicó a su nieto que su marido y Plácido habían sido amigos desde la niñez, amistad rota trágicamente por la muerte de éste último, desaparecido en el mar pocos meses despues de la fecha de la foto.
Antonio se pasó toda la noche haciendo cábalas sobre el significado de todo aquello. A primera vista, no veia elemento alguno que le ayudase a encajar las piezas de aquel rompecabezas; lo único que tenía claro era la importancia de descubrir que vinculación podía tener aquel desconocido con el difunto Plácido, lo que no era fácil teniendo en cuenta la lejanía del fallecimiento de éste. Lo único que se le ocurrió para avanzar algo en las averiguaciones, fue la de intentar localizar a algún familiar, si es que todavía le quedaban.
Al día siguiente, acompañado de su compañero de investigación, hicieron una ronda por las diferentes tascas de la zona, para contactar con gente con la edad suficiente para que pudiese aportar datos sobre el particular, sabedores de que los marineros jubilados eran tradicionalmente un importante componente de la clientela habitual de las tabernas. No tardaron en obtener resultado en sus pesquisas.
Entre taza y taza fueron enterándose de que poco despues del naufragio, que había tenido lugar en los primeros años treinta (lo que corroboraron posteriormente en su visita al cementerio parroquial, donde estaba enterrado el resto de la truipulación de "A Gaivota") la madre y el hermano de Plácido se habian ido a vivir a La Coruña y ya no habían regresado al pueblo en vida. Sus restos descansaban en el cementerio nuevo del pueblo desde hacía algunos años. Cuando los dos investigadores pensaban ya en partir nuevamente de cero, alguien recordó que Ramón, el hermano de Plácido, fallecido en 1987, tenía al menos un hijo que residía en la Coruña. No fue dificil localizarlo en dicha ciudad. Se trataba de un hombre de 45 años, casado y con dos hijos, que trabajaba en un banco. No era hijo único, sino que tenía otro hermano, algo más joven, que tenía su residencía fijada en Andalucía.
En la entrevista que mantuvieron con Ramón Vázquez, este poco pudo aportarles de nuevo, a excepción de manifestarles la imposibilidad de que el joven aparecido tuviese relación sanguinea alguna con su familia, al ser tan concretas las lineas de descendencia, marcadas por el temprano fallecimiento de sus familiares.
Como último recurso, decidieron, de forma intuitiva, hacer una visita al hospital para conocer a aquel hombre. Habían transcurrido 25 días desde su localización. Antes de entrar en la habitación, mantuvieron una entrevista con el médico de planta sobre la evolución del paciente, manifestándoles que su estado físico era excelente, hallandose totalmente recuperado, cosa que no ocurría con su estado de inconsciencia, que persistía, aunque los indicadores cada vez daban resultados más alentadores; fue muy gráfico al comentar que "era como si estuviera despertando a cámara lenta".
El propio galeno les acompañó a la habitación, en la que entraron, viendo en la única cama existente un cuerpo tumbado boca arriba. Inicialmente, dada la penumbra reinante (motivada a que en las diferentes pruebas realizadas al paciente, este, aun con los ojos cerrados, denotaba síntomas de rechazo a la luz) apenas se distinguían sus facciones, pero poco a poco, los ojos de los visitantes fueron acostumbrándose a la semioscuridad, y Antonio se llevó el susto más grande de su vida: el rostro de aquel joven era idéntico al que se reflejaba en la fotografía que había podido ver del difunto Plácido. En ese momento fue consciente de que, aunque no conocía la explicación, aquel joven de 15 años que estaba postrado en una cama de hospital, era la misma persona que todo el mundo creía muerta desde hacía 60 años.
Varios días después, el 27 de abril de 1993, a las 8 de la mañana, Antonio recibió una llamada del doctor Valcuende, médico del Juan Canalejo, quien comunicó que el joven desconocido había recobrado el conocimiento.
Al llegar al hospital, junto con su compañero, les estaban esperando varios médicos, que inmediatamente les hicieron pasar a una sala de juntas, donde les explicaron que por el momento no era factible entrevista alguna con el paciente, dado el intenso grado de shock en que se encontraba, que le impedía, entre otras cosas, articular palabra alguna. Luego pasaron a comentarles a grandes rasgos hasta donde habían podido llegar a través de los diferentes análisis y pruebas de todo tipo efectuados al enfermo, quizas confiando en que los datos obtenidos por los investigadores complementaran de alguna forma dichos resultados y arrojar alguna luz. Así, comenzaron explicando que habían obtenido datos suficientes para demostrar que la edad real de aquel joven era superior al menos en unos 50 años a la que representaba, y que su milagrosa conservación se debía a un cúmulo de factores favorables tales como permanecer inanimado durante todo ese tiempo, siendo mantenido en perfecto estado por la colonia de lapas que se había instalado en su cuerpo en una particular simbiosis, al beneficiarse del efecto del limo que segregaban los moluscos, que además contenía elementos químicos que lograban mantener la tersura de la piel, amén de que su absorción a través de la epidermis había servido tanto para la conservación de los órganos internos como, dadas sus propiedades proteínicas, para la alimentación propiamente dicha, manteniendo además una estabilidad en la temperatura del cuerpo. La única faceta negativa era el profundo estado de inconsciencia que le provocaban los componentes narcóticos que poseía aquella sustancia. La verdadera conclusión era que aquello se aproximaba mucho al tan buscado elixir de la eterna juventud.
Placido abrió los ojos, y pese a que la habitación estaba en semipenumbra, la luz le produjo en ellos un impacto brutal; era como si se le clavaran alfileres; tuvo que volver a cerrarlos de inmediato, no sin antes exhalar un debil quejido de dolor. Sentía una sensación muy extraña. Trató de incorporarse y la extrema debilidad que sentía no se lo permitió.
De pronto, sintió a su lado una voz femenina que le hablaba con suavidad: -Trata de evitar movimientos bruscos y de no abrir mucho los ojos. Mantenlos entrecerrados hasta que te acostumbres a la luz. Llevas mucho tiempo con ellos cerrados y tienes que adaptarte-. Hizo caso a aquellos consejos, y al poco tiempo comenzó a distinguir algunas imágenes, aunque muy borrosas y oscuras, que no era capaz de identificar. Pese a que sus pensamientos eran muy deshilvanados y tenía grandes dificultades para razonar, como si tratase de fabricar ideas y la mente no le obedeciese, trató de ubicarse, pero los recuerdos se mezclaban como si todos juntos quisieran aflorar simultáneamente. Trató de interrogar a su acompañante, pero su garganta fue incapaz de emitir sonido alguno. Poco a poco, las imágenes que le rodeaban fueron haciéndose más concretas, y logró distinguir totalmente a aquella mujer. Era joven, morena y vestía completamente de blanco. De nuevo se dirigió a él: -Voy a avisar al médico de que has despertado. Vas a quedarte solo un momento, pero no te preocupes, que enseguida vuelvo-
Al quedarse solo, se entretuvo inspeccionando la estancia. Era una habitación amplia, en la que apenas había mueble alguno salvo un pequeño armario metálico. En la parte alta de la pared, sobre una repisa, había un extraño artilugio, que le recordaba vagamente a un espejo, pero el cristal era opaco y grisáceo. Le llamó la atención que pese a su escaso atractivo estético (tenía una forma parecida a la de un cajón), ocupase un lugar tan destacado en la habitación. A la derecha, se apreciaba un gran ventanal en cuya parte exterior había unas persianas cerradas casi totalmente, que apenas dejaban pasar la luz del día, a cuyo contacto tuvo que entornar de nuevo los ojos.
En ese momento entró la mujer de blanco acompañada de un hombre vestido con una bata de idéntico color. Este llevaba colgado del cuello una especie de cable. Se acercaron a él, lo destaparon y le desabrocharon la chaqueta del pijama. El hombre utilizó el cable que llevaba al cuello introduciéndose dos de sus extremos (terminaba en una especie de antenas) en sus oidos, y adosando el extremo restante, algo similar a un gran botón, al pecho de Plácido. La mujer le levantó el brazo, y le puso un pequeño tubito de cristal en la axila; le bajó nuevamente el brazo y le pidió que mantuviera el brazo pegado al cuerpo un rato. Pasados unos minutos volvió a sacarselo y se lo quedó mirando detenidamente: -36,5, normal, doctor- exclamó. Este, al tiempo que se sacaba el aparato de los oidos, le contestó: -las pulsaciones también son normales. Mírale la tensión-, y así continuaron haciéndole una serie de pruebas que a él le parecían extrañísimas.
A los dos dias de despertar, con la ayuda de aquella mujer que le acompañaba casi permanentemente, consiguió incorporarse e incluso se levantó, aunque no pudo mantener el equilibrio, y tuvo que volver a acostarse. -tenemos que ir poco a poco-, comentó Rosa, que así se llamaba aquella mujer, y era enfermera de aquel hospital donde estaba ingresado, sin saber como ni por qué, ya que su memoria no funcionaba y nadie le daba explicación alguna.
-mañana volvemos a intentarlo otra vez-; así fue, y consiguió avanzar unos pasos. A los pocos días su movilidad había aumentado a pasos agigantados, ayudado por unos ejercicios específicos de fortalecimiento muscular que le obligaban a hacer en el gimnasio del hospital, bajo la supervisión de un monitor, aunque él no sabía muy bien lo que significaba todo aquello. Paulatinamente, a base de ejercicios fonéticos fue recuperando la actividad de las cuerdas vocales; en principio solo consiguió emitir sonidos poco inteligibles, que acabaron siéndo palabras.
Pero lo más complicado de la recuperación estaba en la parte psíquica. Todo el personal relacionado con aquel paciente estaba advertido de hasta donde llegaba su trabajo, teniéndo terminantemente prohibido facilitar información alguna de cualquier tipo, tanto a él como a nadie ajeno al hospital, para evitar una publicidad que pudiera incidir negativamente en la adaptación del paciente a su nuevo entorno, tan diferente de lo que él había conocido anteriormente.
Una psicóloga especializada en socióligía, la doctora Carmen Borrero, fue la encargada de la reeducación del joven marinero. Tenía instrucciones concretas de mantenerle oculto, en la medida de lo posible, para evitar traumatizarlo, el prolongado periodo de tiempo que se había mantenido inconsciente y las especialísimas circunstancias que rodeaban el caso. Su labor comenzó por orientarle en los conceptos más básicos, como si de un niño de parvulario se tratase. Una vez que estuvo centrado en ello, llegó la hora de aclararle a grandes rasgos los principales conceptos relativos a la evolución tecnológica que había tenido lugar en los últimos 60 años. Pese a la buena capacidad de asimilación mostrada por Plácido, persona muy despierta, algunas de las cosas que se trató de explicarle no conseguía asimilarlas, por ejemplo, él entendía perfectamente que para llegar en coche desde Coruña a su pueblo, el recorrido durase la cuarta parte de tiempo de lo que él recordaba, pero no comprendía el complejo proceso de que lo que estaba sucediendo a miles de kilometros de distancia se pudiese ver simultáneamente a través de aquella especie de caja magica que el había confundido inicialmente con un espejo, y que como el lector habrá adivinado, no era otra cosa que un televisor.
Al cabo de unos días, Carmen consiguió que el muchacho estuviese medianamente preparado para enfrentarse con ciertas garantías al mundo actual. El siguiente paso fue buscarle un habitat en el que no se sintiera extraño, y en este caso, quien mejor que su propia familia, o lo que quedaba de ella, para que se aclimatase. Con tal motivo, el comité encargado del caso se puso en contacto con el sobrino de Plácido para comunicarle todos los pormenores del asunto, y aun cuando desde la entrevista con los investigadores estaba con la mosca detrás de la oreja sobre el motivo de aquel interrogatorio, lo que no se esperaba de ninguna manera era semejante bombazo. Pese a la lógica sorpresa, denotó alegría al enterarse y una gran predisposición a hacerse cargo de su tío como si de un hijo más se tratase.
Al cabo de un tiempo, inició la convivencia con su nueva familia. Inicialmente, todo el fuerte proceso de recuperación que había pasado, unido al fuerte shock que le produjo el conocer el fallecimiento de su madre y su hermano, unidos al de su hermana -en su conciencia tenía todavía tenía fresca, dado el largo paréntesis que había tenido en su vida, la penosa muerte de ésta-, afectó a su estado de ánimo, mostrando un carácter taciturno y reservado, muy lejano de su natural forma de ser. Poco a poco, con la ayuda y el cariño de sus sobrinos y sobre todo de los hijos de éstos, dada la similitud de edades (al menos en apariencia), consiguió adaptarse a su nuevo ambiente.
Ante lo limitado -sobre todo por obsoleto- de su nivel académico, que se podría asemejar al de un niño de seis años, lo primero que hicieron fue tratar de aportarle una formación. Para ello, y previendo lo traumático que sería para él incluirlo dentro de un grupo escolar, decidieron contratar a una profesora particular que le inculcara los conocimientos más básicos en jornadas muy intensivas, con objeto de acelerar al máximo su capacitación.
Pero era en ese terreno en lo único que estaba desfasado, porque en las restantes facetas era prácticamente un superdotado. Dotado de unas condiciones físicas envidiables, pese a la aparente endeblez de su constitución, cualquier actividad deportiva desconocida para él hasta aquel momento, que compartía con sus sobrinos-nietos, la dominaba al poco tiempo, pareciendo un consumado especialista. Habilidoso para cualquier clase de trabajo manual, tenía buenos conocimientos de carpintería, albañilería, e incluso era un notable cocinero: sus guisos de pescado estaban como para chuparse los dedos, y no hablemos de las sardinas asadas, pura delicia.
Pese a que la adaptación a su nuevo entorno era evidente, en la mentalidad de Plácido no acababa de entrar la filosofía de vida de la sociedad actual, siempre marcada por las urgencias. Así, no acertaba a comprender el motivo por el que los coches estuviesen capacitados para superar los 200 kilometros por hora, pese a que estuviese prohibido circular a velocidades muy inferiores. ¿que objeto perseguia aquello?. Otra cosa que le sorprendía era la obsesión de la gente por el dinero. Aun reconociendo la importancia de tenerlo, ya que era necesario para poder vivir, veía que la gente perdía los mejores años de su vida en obtenerlo, de tal forma que por mucha cantidad que acumulasen, que invertían en general en teóricas mejoras en su calidad de vida, les restaba tiempo y tranquilidad para gozar de ello, salvo el disfrute que pudieran representar algunos lujos esporádicos, tales como asistir a espectáculos públicos, banquetes o vacaciones -tuvo que aprender el significado de esa palabra, que anteriormente nunca había oido-
Dentro de su propio entorno familiar, también le parecía extraña y poco enriquecedora la falta de comunicación que había entre sus componentes: las conversaciones de sobremesa, que en su anterior forma de vida eran parte fundamental de la vida familiar, prácticamente no existían, al estar todo el mundo pendiente del televisor. También las relaciones con el vecindario le dejaron asombrado, ya que acostumbrado como estaba a considerar a los vecinos como parte de la propia parentela, con los que se compartían penas y alegrías, se sorprendía que su familia ni siquiera conociera a algunos de los ocupantes del propio inmueble donde residían. Existía un evidente aislamiento social que a su sencillo entender no conducía a nada bueno.
En cuanto a los avances tecnológicos, viéndolos con la curiosidad lógica del que no está adaptado a ellos, pese a la admiración inicial que le provocaban, llegó a la conclusión de que su evolución era contraproducente, porque, salvo excepciones, las ventajas que aportaban en cuanto a perfeccionismo y agilidad iban dirigidas a suplir o disminuir la mano de obra humana, circunstancia que, evidentemente, provocaba una pérdida de empleo en los diversos sectores, que redundaba en beneficio para unos pocos, y el consiguiente perjuicio de la mayor parte de la sociedad, acentuando con ello, entre otras desventajas, las diferencias sociales. Resumiendo, que a su entender todo ello derivaba en un serio deterioro de la convivencia y consecuentemente en un progresivo empeoramiento en la evolución de la comunidad.
Su triste conclusión final era que la gente era mucho más rica y estaba más preparada que la de la época que él había conocido, pero mucho menos feliz, y el camino andado era difícil de desandar.
Un día, a su regreso de la clase particular, percibió en el ambiente que algo malo ocurría. Pronto le pusieron al tanto de lo sucedido: su sobrino había sufrido un infarto en el trabajo y permanecía ingresado en la unidad de cuidados intensivos del hospital en un estado tan delicado que hacía temer seriamente por su vida.
Las siguientes jornadas fueron la viva estampa de la tristeza. A medida que el tiempo transcurría, el estado del enfermo era cada vez más crítico y ya se preveía la cercanía de un fatal desenlace. La familia no le abandonaba ni un solo instante, temerosos de que el óbito se produjese en cualquier momento, y se turnaban durante las veinticuatro horas del día en la incómoda e impersonal sala de espera del hospital
Pero un buen día, cuando la situación era más desesperada, tanto que parecía irreversible- apareció un pequeño resquicio para el optimismo y es que, como último recurso, se había tomado la decisión de practicarle un transplante de corazón, única alternativa viable para poder salvar su vida, aunque las probabilidades de éxito eran bastante remotas.
Aquella posibilidad rompía nuevamente los esquemas del bueno de Plácido, que de ninguna manera hubiera podido imaginar que tal operación fuese factible.
Con la mayor urgencia, pues cualquier demora pudiera ser fatídica, se llevó a cabo la delicada intervención, que tras unos días de incertidumbre con un postoperatorio ciertamente complicado, derivó en un resultado totalmente satisfactorio.
Aquel dramático acontecimiento tuvo como resultado adicional un cambio radical en la filosofía de Plácido, percatándose de que los avances de la ciencia que él tanto había puesto en entredicho, habían tenido una aportación decisiva para salvar la vida de una persona tan querida y, consecuentemente, los progresos de la tecnología no podía considerarlos tajantemente nocivos. En resumen, había llegado a la conclusión de que era mucho mejor dejar que la bola del mundo siguiese dando vueltas, porque cada época de la vida tiene sus peculiaridades.
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