A mediados de la década de los sesenta, el fútbol de la comarca de Bergantiños vivió su particular siglo de oro. Eran los años gloriosos del laracha, Payosaco, Bergantiños, e incluso del Club del Mar de Cayón, nacido por aquellas fechas. Este último equipo destacaba, incluso sobremanera, por ser el más aguerrido, aun dentro de la belicosidad general.
Mostraba su potencial en el minúsculo campo de fútbol, en un lugar conocido como Campo da Costa, muy próximo a la ermita de los Milagros. Allí, los pobres jugadores del equipo visitante, cuando salían de aquellos vestuarios hechos de troncos de pino, parecían reses encaminadas al matadero.
La plantilla del conjunto cayonés estaba formada por una veintena de mozos que, aunque siguiendo los cánones de la época, eran bastante cortos de talla, sí denotaban una gran fortaleza física, rememorando nuestra raza autóctona de caballos, retacos pero llenos de potencia como si estuvieran alimentados de chorizos y jamones en lugar de hierba. En la forma de jugar también se podían establecer comparaciones con los nobles brutos. Pero en el medio de aquella especie de atleta rústico, relucía como flor en la nieve Andrés Calvete García, apodado el Miñocas por ser tan escurridizo como el citado gusano. Metro y medio de jugador, que demostraba la gran verdad de que las esencias más preciadas vienen en frasco pequeño. Su inteligencia en el campo, velocidad, clase y olfato de gol eran tan desmesurados que parecía un gigante delante de los contrarios, y auténticamente llevaba en volandas a sus compañeros hacia la senda del triunfo.
Miñocas había aprendido a jugar al fútbol en las brañas cercanas a su casa, en Leira, cuando él y su primo Venancio llevaban las vacas a pastar. Para aquellos menesteres utilizaban un balón marca Ceplástica que habían encontrado tirado en la carretera, con una rajadura que lo hacía inservible para cualquier otro mortal, pero ellos, inasequibles al desaliento, rellenaron el esférico con paja de la cuadra a presión, terminando de completar el trabajo con la ayuda de la vieja máquina Sigma con la que la madre de Andrés zurcía. Los botes falsos que daba el balón comenzaron siendo un impedimento, pero terminaron convirtiéndose en una inestimable ayuda para lograr una envidiable técnica de control.
Un buen día acertó a pasar por donde estaban un directivo del Club del Mar, que quedó impresionado con la calidad que mostraban ambos primos, y ante el temor de que algún otro equipo de la zona se les anticipara, prácticamente los secuestró para que ficharan por su equipo. La carrera de Venancio en el club del mar fue ciertamente efímera, tanto que pese a su calidad tuvo que volverse para casa, debido a que calzaba el 44, y aquella talla, y aún alguna inferior, no estaba entre las existencias del vestuario de los cayoneses.
Durante un tiempo, las galopadas por la banda izquierda de Miñocas la sucesión de fintas y caracoleos y los inverosímiles remates en posición acrobática se antojaban interminables, tanto que agigantaron hasta límites insospechados la fama del menudo jugador, hasta el punto de que ya no solo eran los vecinos de Cayón los que asistían a los partidos, sino que los aficionados procedían de zonas limítrofes, como Baldayo, Payosaco o Laracha, e incluso se llegaban a organizar excursiones para presenciar los encuentros. Aquello era como una romería. Miñocas era una auténtica pesadilla para los adversarios. Sus constantes idas y venidas por la banda izquierda convirtieron el carril en un sendero desprovisto de hierba -por otra parte bastante escasa en el terreno de juego del Campo da Costa- hasta el punto de que parecía que le iban a conceder la servidumbre de paso. Es sobradamente conocida la anécdota de un aficionado que acostumbraba a situarse cerca de él para deleitarse con sus rápidas galopadas. Cada vez que Miñocas cogía un balón no dejaba de animarlo con gritos enfervorizados: -¡vamos Moisés, vamos Moisés, a por eles que xa son nosos!-. Y así hasta una gloriosa tarde en la que transcurrió una histórica jugada que dejó bien a las claras la vertiginosa velocidad de Miñocas. Un balón largo despejado por la defensa del Club del Mar traspasó la línea de medio campo, donde lo esperaba nuestro protagonista, quien tenía a un defensor contrario soplándole, como quien dice, en el cogote. Por tal motivo, en lugar de dominar la pelota, amagó su control y en el último instante la dejó pasar, volviéndose rápidamente con el consiguiente desconcierto del contrario e iniciando un veloz sprint pegado a la banda. En esas, el citado espectador, emocionado, comenzó con sus gritos habituales: -¡Vamos Moisés, vamos Moisés, directo pa á portería!- Miñocas ya no pudo más. Frenó en seco justo delante del seguidor, desentendiéndose del balón, que siguió rodando, y poniendo los brazos en jarras, bramó: -¡¡¡Qué non son Moisés, que son Andrés!!!-. Dicho esto reanudó su carrera hasta alcanzar el balón, ya en las inmediaciones de la línea de fondo. El contrario que lo perseguía, ya nada. Ni con esas fue capaz de cogerlo, y mucho menos de evitar que el esférico acabara dentro de su portería. Una tarde de verano, Rodrigo García Vizoso, que desempeñaba labores técnicas en el Deportivo de La Coruña, venía en un turismo desde Carballo en dirección a la capital, y decidió desviarse hasta Cayón para tomar unas sardinas asadas. Al pasar junto al campo de fútbol, le llamó la atención la aglomeración de gente que allí había, y picado por la curiosidad, decidió hacer un alto en el camino para ver lo que allí se cocía. Se trataba de un encuentro de 1a copa de La Coruña entre el Club del Mar y el Vioño. Como tampoco tenía prisa, y le picaba el gusanillo del fútbol, decidió quedarse a ver un poco el partido. Pronto quedó impresionado al ver las evoluciones por la banda izquierda de un minúsculo jugador que cada vez que tocaba el balón levantaba murmullos de admiración entre la parroquia. Miñocas acabó redondeando una fabulosa actuación, que mereció la total complacencia de un maestro del fútbol como el viejo Rodrigo. Merced a la favorable información que éste presentó en el Deportivo, la maquinaria del club herculino comenzó a moverse en la procura de su fichaje. Este se llevó a cabo, ya que tras duras negociaciones finalmente hubo fumata blanca para el pase del habilidoso extremo, a cambio de diez mil pesetas y una docena de balones, dada la precariedad que el club del mar tenía de ellos debido a la facilidad con que los jugadores las embarcaban en las fincas próximas plagadas de tojo, y por contra la dificultad de que aparecieran hasta la llegada del verano, con la tradicional quema de los montes.
Miñocas, arrimando el ascua a su sardina, pidió también a mayores un par de botas del 44, para que con ello su primo Nemesio pudiera cumplir su viejo sueño de jugar en el Club del Mar. El día que apareció el par de botas, Nemesio estaba, nunca mejor dicho, como un niño con zapatos nuevos. Tras admirar largamente los borceguíes, se dispuso a estrenarlos en el entrenamiento del equipo, que estaba a punto de dar comienzo. Nada más calzarlos, notó que el izquierdo le quedaba como un guante, pero el derecho, precisamente el de la pierna que sabía manejar, jodía más que un cristal en un ojo. Pero como era sufrido, y además tenía miedo de que si decía que no le servían lo mandasen otra vez para casa, decidió resistir y tratar de que el propio pie hiciera de horma. Pero el intento fue en vano, ya que cuanto más utilizaba el pie derecho más insufrible era el dolor, y consecuentemente ello se reflejaba en las actuaciones de Nemesio en los entrenamientos, que eran deplorables. No daba ni bola, y como erre que erre seguía reacio a manifestar e1 origen de su bajo rendimiento, su calidad futbolística quedaba cada vez más en entredicho, hasta el punto de agotar la paciencia y buena voluntad de los responsables del club, que finalmente optaron por desestimar su concurso; así que, llegado el último día de la prueba, estaban preparados para darle la mala noticia. Parecía que la suerte de Nemesio en el Club del Mar estaba echada, cuando sucedió el milagro que nadie, incluido el propio Nemesio, contaba. En un momento dado de la pachanga que estaban jugando, tras un control de balón de Nemesio en su línea defensiva, la bota derecha de éste reventó como un globo, quedando completamente descalzo. Aprovechando el desconcierto general, inició una veloz carrera al más puro estilo de su primo. Cuando se aproximó al borde del área, sin pensárselo mucho soltó un trallazo que se alojó como una exhalación por la escuadra izquierda de la portería. Fue el inicio de un gran recital del que hasta ese momento consideraban un inútil para el fútbol. Nadie encontraba una explicación razonable para semejante cambio. Terminado el entrenamiento, el encargado de material, José García, conocido como Pepe o Espantoso por sus peculiaridades físicas, se acercó a recoger la bota rota para ver las posibilidades de arreglo que tenía, percatándose de que aquello no había quien lo arreglara. Estaba hecha trizas; también notó algo extraño. El estaba presenciando el entrenamiento y hubiese jurado que le faltaba a Nemesio era la derecha, y aquello que tenía en la mano eran los restos de una bota izquierda. Quedó tan desconcertado que cuando se lo quiso explicar al entrenador, no era capaz de emitir más que balbuceos. Todo quedó subsanado adquiriendo en Cuenca y Botana, por cuenta del Deportivo, un par de botas nuevas, quedando las otras, la rota y la entera, en lugar preferente entre los trofeos del club, como ejemplo de sacrificio y constancia por amor a unos colores.
Nemesio se convirtió desde ese instante y por muchos años en una pieza básica del Club del Mar.
En cuanto a Miñocas, tras su flamante fichaje, pasó a engrosar las filas del Fabril, filial del Deportivo que militaba en la tercera división, teniendo como entrenador a Arsenio iglesias, el zorro de Arteixo -en aquella época todavía le quedaba lejos tal apelativo, pero indudablemente ya lo era-. Los comienzos no fueron nada fáciles, por razones de adaptación a su nuevo entorno a pesar de la indudable receptividad de sus compañeros, salvo alguna excepción, que siempre las hay, que aprovechaba la aparente ignorancia de Miñocas para llamarle desertor del arado e intentar reírse de él, pero con poco éxito ya que nuestro hombre destilaba retranca y no era fácil de vacilar. Pronto hizo buenas migas con los "caciques" de la plantilla del filial: Seoane -el Iribar de San Roque-, Seijas, Canedo -la araña de Malpica-, Tonecho, Cubiche, etc.
Después de los entrenamientos vespertinos, se acercaban hasta las tascas del centro de la ciudad a tomar las tazas en ambiente de camaradería. Daba gusto ver a Seoane y Canedo, que se disputaban a muerte un puesto en la portería, y parecían hermanos. Hasta cuando compraron sendos coches fueron juntos a un taller de Arteixo que era especialista en trucar los asientos del acompañante del conductor, haciéndolo reclinable con alguna aviesa intención.
Lo que más le gustaba del ambiente coruñés eran los bailes del jueves rosa de La Granja, junto al mercado de San Agustín. Para llegar a la sala de fiestas tenían que dar un considerable rodeo para evitar pasar por delante de la lavandería que Arsenio tenía en la calle Pontejos, pero una vez superado ese obstáculo empezaba la caza de las "modistillas", en la que nuestro personaje tenía escaso éxito pese a su animosidad.
Otra de las artes en las que Miñocas era maestro consumado era la picaresca en el terreno de juego. Era algo innato en él, pero con el tiempo y la experiencia que fue adquiriendo perfeccionó hasta límites insospechados. Sirva como ejemplo lo acaecido en el estadio de Riazor una tarde en la que el Fabril se medía al Turista de Vigo. Quedaban escasos instantes para la finalización del derby, y el equipo local vencía por un solitario gol a cero, cuya autoría se la había adjudicado precisamente Miñocas. En un momento dado, la caída de un atacante vigués al borde del área fue interpretada por el colegiado de turno como golpe franco. Se mont6 la correspondiente barrera para defender la falta, y un delantero visitante, con el afán de incordiar y desconcertar a los defensores, se incrustó en el medio de ella. Comenzaron a surgir los correspondientes empellones por parte de éstos para ganar la posición, pero el tío era fuerte y bravo, y no lo daban echado de allí. De repente, Miñocas, que permanecía al margen de la tangana -su talla no hacía recomendable su incorporación habitual a las barreras, se acercó a la zona del conflicto y tomó la iniciativa: -Deíxademo a min, que a este o fago salir eu-. Sus compañeros, aunque incrédulos le dejaron un hueco entre la barrera, justo al lado del "tocacarallos" aquel. Un instante después, el incordiante salía de allí escopetado. Se fue directo cara al árbitro con la clara actitud de decirle algo, pero finalmente se contuvo. La falta se sacó sin consecuencias para el marcador y el partido terminó con victoria local. Los compañeros de Miñocas, aunque contentos por el triunfo obtenido, no dejaban de estar picados en su curiosidad por la fórmula mágica utilizada por éste para deshacerse del incordiante, y nada más llegar al vestuario lo primero que hicieron fue inquirirle sobre el método, tan expeditivo a la vista del resultado obtenido. Miñocas les dijo calmosamente:
-Coño, pois muy fácil. Metín a man por detrás, e fun metiendo un dedo entre as cachas do fulano. Calculei donde tiña o burato do cu, e empuxei o dedo con forza, meténdollo ata o final. O fulano poderá ser un cabrón, pero maricón seguro que non e, porque xa víchedes como saiu. Parecía un foguete. Fixo o amago de chivarse ó árbitro, pero que lle iba a decir, ¿expulse a este tío por maricón?. Así que non lle quedou outra que achantar.
El sueldo que ganaba jugando al fútbol era escaso y como diariamente, por unas u otras razones, siempre terminaba perdiendo el coche de línea, tenía que retornar andando a Cayon para no tener que pagar un taxi. La idea no era muy brillante, ya que cuando, entrada la noche, llegaba al alto de Villarrodís y pasaba por el Quinto Pino -una especie de antecesor de las barras americanas-, no podía sustraerse a la tentación de entrar en el establecimiento, y una vez atravesada la puerta de entrada, su fuerza de voluntad sufría un serio revés y ya era hombre al agua, totalmente incapaz de sustraerse a los requerimientos de las "pebetas" que deambulaban por el local, con el consiguiente perjuicio para su pecunio. Cuando llegaba a casa pasaba de las 7 de la mañana, y su madre estaba despierta, intranquila por si le había ocurrido algo. El le decía que no se preocupara, que salía tarde de entrenar. La madre le replicaba:
-Tes que deixar o fútbol e aprender un oficio, que por ahí non vas a ningunha parte-
Sabio consejo, al que Miñocas no hizo caso alguno. Futbolísticamente, las cosas no le podían ir mejor. El periodista Orestes Vara Calzada, director del semanario deportivo Riazor, que por aquellas fechas se imprimía en los rotativos de La Voz de Galicia, lo bautizó con el cariñoso apelativo de El Séneca del fútbol, por la sabiduría y la elegancia con que se desenvolvía dentro del terreno de juego. En una entrevista concedida al citado semanario, a una pregunta sobre lo duro que era para un chico joven perder los mejores años de su vida sacrificando las diversiones por exigencia del fútbol, Miñocas respondía:
-Eso non e duro. Duro era o que facía eu antes, que me levantaba as seis da mañán para ir a sachar ás leiras, e cando terminaba había que ir cas vacas, diarios e domingos-
Desgraciadamente, esa sabia filosofía no fue capaz de aplicarla para solucionar su futuro. Mientras sus compañeros se buscaban la vida estudiando o trabajando, pensando con razón que la élite del fútbol está solo destinada a unos pocos privilegiados, el se dedicó a sestear y a fundir sus ahorros, metiéndose en ambientes poco recomendables y a sacar de apuros a nuevas amistades a base de préstamos cuya devolución nunca se hacía efectiva.
jueves, 11 de marzo de 2010
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